miércoles, 11 de diciembre de 2019

RECUERDOS GRISES ESCRITOS CON TINTA NEGRA




Escrito el 10 de diciembre, Dia Internacional de los Derechos Humanos
Dos viejos están sentados al sol en la puerta de su casa. Sus sillas de anea se asientan sobre la blanda tierra de la calle. Ella, toda vestida de negro teje con largas agujas una prenda de lana mientras mira de soslayo a quienes pasan por la calle sin que interfiera esto su labor. Tan solo  a intervalos para en el arte de urdir la prenda para ajustarse el pañuelo negro que le cubre la cabeza, o para ahuyentar a alguna pesada mosca. El abuelo con un pantalón remendado con varios parches donde la tela nueva se distingue del paño de la primitiva, saca de un bolsillo de su más que raída chaqueta una petaca de cuero y un librito de papel, y con mucha parsimonia se dispone a liar un cigarrillo. El brillo del cuero de la petaca refulge con el sol de media mañana y desaparece con las chispas que produce el pedernal al ser restregado con un instrumento que el viejo frota hasta conseguir encender la yesca que luego aviva con varios soplos.  Al poco, después de sostener el cigarrillo con sus amarillos dedos  achicharrados por la nicotina de tanto fumar,  algunas volutas de humo salidas de los pulmones del anciano se desperdigan calle abajo.
Un mendigo treintañero al que la falta una pierna va de casa en casa ayudado por unas muletas pidiendo limosna. La tela de la pernera libre de carne y hueso la sostiene con una cuerda en su cintura, la que le sirve a su vez de cinturón. Le acompaña una niña descalza y harapienta que sostiene una lata donde al andar suenan algunas monedas de poco valor. Van de casa en casa.
-¡Ave María Purísima! Una ayuda, por caridad -va suplicando el desgraciado.
-Perdone usted por Dios -se oye desde el interior de algunas estancias sin que sus dueños se dignen en salir.
 Unos niños que jugaban en la calle dejan de hacerlo y curiosos ellos, siguen al forastero indigente y a la niña. Cuando llegan los pedigüeños a la altura donde toman el sol aquellos viejos, el abuelo le pregunta sobre la pierna que le falta, y este le dice que la perdió en la guerra, aunque antes de responder ha mirado a un lado y a otro de la calle con temor a que alguien le pudiera estar oyendo. El anciano le ofrece un cigarrillo, y después de liarlo se lo da  encendido al pordiosero que fuma sosteniéndose ahora, no sobre sus muletas, y sí en los muros de la casa. La mujer que ha dejado las agujas y la lana encima de la silla, se adentra en la casa y aparece con un pan en la mano y se lo da al desgraciado mientras esta enjuga sus lágrimas. El abuelo trata de consolar al lisiado diciéndole que el galón negro que luce en su chaqueta y el luto de su mujer es por un hijo que murió en el frente, así que él también fue perdedor, lo mismo que su padre también lo fue en otro tiempo, en la guerra de Cuba, le dice. La niña desgreñada a la que ahora le cuelga un moco, ayuda a meter el pan en unas alforjas que lleva en bandolera su lisiado padre. Ambos dicen adiós después de dar las gracias.
¡Lástima! ¡Cuántas desgracias fabrican las guerras!, masculla para sus adentros el anciano, que le dice a su mujer si en el pueblo del indigente so será merecedor por su desgracia para regentar un estanco como viene siendo lo habitual para con muchos.
Los niños antes de llegar al final de la calle dejan de seguir a los pordioseros y prestan ahora toda su atención en el trapero que con una cesta en los brazos lleva globos, paloduz, “mistones”, y “revolantines” entre otras chucherías. Muchos de ellos desearían tener una bombilla fundida para intercambiar su metal por cualquier baratija.
Un hombre marcha por la calle acompañado por una pareja de la Guardia Civil. Los niños ajenos a ello siguen al trapero que vocea hasta desgañitarse anunciándose. Entre tricornios y fusiles lo llevan a este hombre  porque lo han encontrado en los olivares rebuscando aceituna sin que el organismo competente haya dado la orden aún para comenzar la rebusca.
         -Francisca, echa un ojito a mi casa que la dejo abierta, que voy a comprar un poco de aguarrás “aca” Tomás Albacete, que es “pa mi “mario” para darle unas friegas en la cintura cuando venga del campo –le dice una vecina a la mujer enlutada que sigue tejiendo lana al sol.
         -“Decudia”, ve tranquila -le responde esta.
La calle huele a cocido que roncará en alguna lumbre mientras que las gallinas se oyen cacarear en los corrales. Es mediodía y los albañiles pronto darán de mano. La familia del rebuscador de aceituna merodea preocupada cerca de la casa cuartel que aparece al fondo de la calle.
Así era la vida de mi calle, como la de cualquier otra calle de mi pueblo en los años cincuenta.



viernes, 6 de diciembre de 2019

LA PUERTA MARTOS

                                           
                                                                   Foto de José Arrebola

Creo que no seríamos nada sin nuestros recuerdos. Los recuerdos son emociones vividas asociadas unas veces al dolor, otras a la tristeza o a la felicidad como también a la nostalgia y a  muchos más enternecimientos que junto con los aromas perduran para siempre en nuestra memoria, pero todos sabemos que es imposible recordar todo lo vivido, aunque doy por probado que nuestra mente está capacitada para albergar algunos videos del pasado como el que más adelante proyectaré.
Contemplo la Puerta Martos recientemente transformada en un lugar precioso, donde el color verde prolifera entre trallazos de  variopintos y vivos matices en una zona de recreo para los niños, mezclándose todo entre las plantas y las esculturas de nuestro paisano José Galiano legadas por su primitivo propietario, contribuyendo el conjunto de todo ello a la relajación y al esparcimiento. Un lujo comparado con lo que era este lugar sesenta años atrás.
Activo la Cifesa de mis recuerdos, y en la proyección en blanco y negro de aquella película de la Puerta Martos de mis tiempos, me aparecen como primeras imágenes los muros de piedra del puente del arroyo a un lado y a otro de la carretera. De niño me gustaba contemplar las aguas que corrían bajo sus bóvedas; aguas que debían de sortear una infinidad de objetos desechados además de animales muertos que la gente arrojaba al arroyo sin ningún reparo porque creo que no estaba prohibido hacerlo, y allí reposaban, pudriéndose hasta cuando la “venia” de alguna tormenta los arrastraba.
Ahora, la máquina que proyecta estos recuerdos la dirijo cauce arriba del arroyo, y a pocos metros del puente referido en el lado derecho,  aparece un transformador de la luz, y casi colindante una casilla muy diminuta donde malvivía en condiciones infrahumanas el hombre del patín junto con su mujer –por no conocer su nombre omito dar el apodo-. Era este un hombre menudo, de tez oscura, que todos los días iba a la estación con su herramienta de trabajo, el patín, para transportar alguna maleta o bulto que le encargaran los viajeros que nos visitaban.
En el lado izquierdo esquina con Quebradizas estaba la fábrica de yeso de Gabriel Jiménez (El Olivo), hermano de mi abuela materna. Ahora, el video de mis recuerdos se detiene contemplando el camión del referido familiar que cayó vertiente abajo hasta el arroyo, y de cómo con sogas medio pueblo tirando de él lo izó hasta arriba. Por esa vertiente caía en cascada el pequeño arroyo que bajaba la calle Quebradizas aquellos años que los temporales se sucedían unos con otros.  
Siguiendo cauce arriba del arroyo la máquina retrospectiva de mis recuerdos me lleva a contemplar a una hilera de mujeres a un lado y otro del arroyo lavando la ropa en aquellas aguas limpias y cantarinas que después de chocar contra las peñas bajaban acariciando a uno y otro lado a espesas matas de juncos donde yo con sus tallos hacía mis barquitos que deslizaba arroyo abajo cuando iba a ayudarle a mi madre a llevar la canasta con la ropa. La máquina se detiene y enfoca hierbas olorosas como el poleo que jalonaban sus orillas, plantas que bebían en los remansos del arroyo y por donde entre sus matas saltaban las ranas.
Me voy otra vez al puente y desde allí dirijo el proyector de la máquina hacía el otro puente del  Camino de la Estación. Desde aquí y hasta llegar a él, las aguas del arroyo andan ya sucias y malolientes teñidas por el vaciado de elementos fecales que desembocan en el arroyo, lo que hace que en los meses de estío su olor sea más hediondo envuelto en el verano entre nubes de mosquitos. Sus ricos nutrientes alimentan a un sinfín de higueras y cañaverales que marcan el arroyo a un lado y a otro sirviendo para que mucha gente que no teniendo otro sitio para hacerlo, de forma disimulada entre la jungla de matorrales, se oculte para evacuar alejados siempre de las tapias de los corrales.
Me quedo mirando hacia donde está ahora la cafetería Platero y cerrando mis ojos veo un local donde alquilan bicicletas. Le doy dos reales al dueño que mira su reloj, y me dice que en media hora debo de devolverle la bici. No cabe duda que se la devolveré, como devuelvo a mi pueblo todos estos recuerdos que permanecerán para siempre enterrados en este hoy precioso y recién reformado lugar.
La vida nos es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla (García Márquez)
Disfruto contándote cómo fue la Puerta Martos en mis tiempos, pero me regocijo hoy mucho más contemplando su bella transformación. Doy las gracias a todas las personas que han contribuido para que esto sea una realidad y sirva para el goce y disfrute de todos los torrecampeños/as. Cuidemos y respetemos este lugar.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

SER TIERRA EN MI TIERRA


                                              Foto de José Alcántara en Amigos de Torredelcampo
Cómo me gustaría haber sido tierra en mi tierra y haber podido con mis nutrientes sustentar en los ribazos de los caminos y en las laderas de los torrentes a los cardillos sin dueño, a los majuletos con canute,  a las allozas verdes, y  así detener con esportillas de esparto el hambre de aquellos años de penurias y privaciones.  

Cómo me gustaría haber sido tierra en mi tierra para haber fecundado los granos prestados para la siembra a aquellos desdichados agricultores, y lograr que olas de tersas espigas llegaran a meced el verde trigal, soñando que algún chubasco diera de beber el último vaso de agua a las cañas del sembrado antes de que maduraran las espigas preñadas de granos; granos  que se medirían después por fanegas, cuartillas, y celemines. 

Cómo me gustaría ser tierra en mi tierra y alfombrar de flores nuestra sierra y nuestro cerro. Ser tierra que alimente el tomillo oloroso. Ser tierra cobijada a la sombra de un pino y poder contar las agujas de sus hojas que lentamente van cayendo  al suelo ante la menor brisa serrana.  Ser tierra en La Bañizuela  y contemplar cómo se posan en las ramas de alguna carrasca pajarillos que  sin saberlo gozan en este gueto de una libertad regalada. 

Cómo me gustaría haber sido tierra en mi tierra y llegar a oír fandangos dormidos en besanas de aperaores y muleros, y escucharlos de noche en aquellos cortijos donde los jornaleros desgranaban sus pesares transformados en quejios flamencos, en lamentos que rasgaban el aire avivando los candiles,  con letras donde escondían su desconsuelo de amor y el de su penoso vivir.

Cómo me gustaría haber sido tierra en mi calle, y haberme dejado acariciar  por aquellos niños que jugaban   al marro en el blando barro. Tierra a la que herían hincando aquél palo de punta afilada entre las regueras de temporales incesantes salpicando sus mandilones con el lodo de los charcos,  mezclado a veces con el orín de las bestias que transitaban por entre aquellos perpetuos barrizales.

Cómo me gustaría ser tierra en mi tierra, aunque fuese  tierra herida por las dentelladas del afilado azadón que se hundía bajo los pies de aquellos olivos de amos holgazanes. De amos con pañuelos en los bolsillos de los trajes, de terratenientes que dormitaban en cafés de veladores privados entre tertulias burguesas, donde cuando callaba la palabra dinero sólo se oía el del lamer del cepillo del limpiabotas. 

Cómo me gustaría ser tierra en mi tierra cuando mis huesos se desmoronen, y viajar en un remolino de viento húmedo otoñal envuelto entre vilanos y  paja de aquellas eras de  mi pueblo. 

domingo, 17 de noviembre de 2019

DOLORES DE BARRIGA O RETORTIJONES.



Cuando a los niños en mis tiempos nos dolía la barriga, al día siguiente si persistía el dolor, lo más recurrente era que en ayunas te dieran a beber un par de vasos de agua de Carabaña. <<Dale una purga>> era lo que recomendaba la vecina más experimentada que ya casó a todos sus hijos y que solucionaba este problema  cuando estaban estreñidos. El agua de Carabaña venía envasada en botellas de cristal transparente de medio litro, envase que era empleado después para otros usos, entre ellos el de utilizarlo para que el cabrero a puerta de calle nos llenase de leche directamente la botella desde las ubres de las cabras, y también para medir la ración de vino del cabeza de familia.
Otra de las recomendaciones de aquella vecina para paliar el dolor de tripa sería la de emplear unas friegas con linimento del Tío del Bigote, aquél potingue oloroso que en el frasco aparecía un señor luciendo un enorme mostacho, y una frase: Linimento Sloam, Mata Dolores. Si al tercer día el niño no había evacuado, aquella buena vecina lo más seguro era que ella misma le obligara a la pobre criatura a abrir la boca para que tragara al menos dos cucharadas de aceite de ricino, por más que la abuela del chiquillo se opusiera por los malos recuerdos que esto le traía de un tiempo atrás, de cuando terminó la guerra, (…) y recomendaría mejor emplear una lavativa, de las que se empleaban entonces, con el depósito de agua colgando y la goma con su llave incorporada para abrir y cerrar a medida de la necesidad del usuario.
Y así, con estos remedios se solían aminorar muchos los dolores de tripa de mis tiempos, pero ninguna  de estas soluciones eran eficaces cuando entre los recodos y sinuosidades de los intestinos anidaba la solitaria, pero no voy a extenderme en esto último por lo desagradable que me resulta resucitar escenas tan repugnantes. Pasados los retortijones, y solucionado el problema de la evacuación, todo quedaba en una anécdota que invitaba a la hilaridad ante cualquier comentario, pero cuando el dolor de barriga se presentaba con vómitos y fiebres, sucedía que la familia no podía disimular su preocupación ante el temor de que esos dolores fueran los de la “pendi”, a los que en mis tiempos también llamaban “el dolor del miserere”, o cólico del miserere ya que quiénes lo sufrían si no se diagnosticaba a tiempo no tenían salvación muriendo a los pocos días entre fuertes dolores, fiebres, y vómitos.
Miserere,  que significa en latín, apiádate o ten piedad. Cierro mis ojos y me remonto siglos atrás cuando quiénes lo sufrían recibían la visita del sacerdote entre cánticos en latín implorando misericordia por el que iba a morir, lo que contribuiría a la desazón del agonizante.
La palabra más usada en nuestro pueblo cuando se sufrían retortijones de tripa era la de estar aterquinao, que en la  mayoría de los casos eran por los excesos de tantos y continuos potajes como se consumían en mis tiempos, pero por desgracia no se estaba aterquinao  por comer jamón de Jabugo o por consumir  angulas de Aguinaga, ni tampoco por comer lo que leí una vez en la carta de un restaurante: mar de arroz al toque de azafrán con hilos de mejillón, salpicado con sudor de olivas jiennenses (hubiese quedado mejor con sudor de olivas torrecampeñas) Cuando ahora te atiborras de estas exquisiteces lo más que te puede pasar es que te diagnostiquen gases.
Todo ha cambiado naturalmente a mejor, y es que las levaduras simbióticas, las bacterias, el dióxido de carbono, y hasta el metano que producen nuestros intestinos es de una calidad tal, que cuando salen al exterior llegan a confundirse  con los mejores perfumes, como  el  del parfum chanel nº 5 por poner un ejemplo. En fin, no es cuestión de invitarles a comprobarlo.   
               
   


sábado, 9 de noviembre de 2019

EL REGRESO DE UN LONGEVO EMIGRANTE.



Quiero buscarte hoy en aquél jardín donde soñábamos futuras primaveras mientras veíamos como caía la lluvia a través del ventanal de aquella casa vieja y destartalada con olor a jazmines y brisas de la sierra cercana.

Recuerdo cuando te miraba mientras paseando contemplábamos aquel macizo de rosas de color naranja con los bordes de los pétalos rojos como el color de tus mejillas cuando te sonrojabas. Mirábamos extasiados aquellas flores que tanto te gustaban después de que la lluvia cesara, reparando como el agua se había hecho perlas en sus pétalos y resbalaban sin dejar rastro como gotas de mercurio por su aterciopeladas hojas para luego caer en la tierra mansamente, al tiempo que respirábamos el aire embriagado por el olor de aquellas flores mezclado con el suave aroma que emanaban las coníferas de los setos empapadas de agua primaveral.

Hoy he ido a buscarte a nuestro pueblo en aquél jardín y no te he encontrado. Estoy sentado mirando a través de otros cristales en el mismo sitio donde ya no está aquella casa, bebiendo sorbo a sorbo una taza de café, como la vida ya me bebí sin darme cuenta mientras no te estuve a mi lado. Llueve y veo pasar a la gente corriendo mientras pisan el lugar donde estaba aquél rosal y aquellas rosas que morirían un día cuando lapidaron de cemento aquello que fue nuestro pequeño oasis. Si aquél nuestro rosal existiera, me diría que perdió la cuenta de tantas primeras flores; una por cada más de sesenta primaveras pasadas que quedarían marchitas año tras año, esperando que tú las contemplases, y el rosal, soñando  con mi regreso.

He preguntado por ti y alguien me ha dado tu dirección. Créeme que me he alegrado mucho al saber que estás en la misma ciudad a la que yo deberé de visitar en breve, pues tan solo estoy esperando que me avisen para partir, y sabido donde estás, utilizaré todas mis influencias para adelantar el viaje. Sabes, me han hablado mucho y muy bien del sitio donde te encuentras. Me han dicho que es como otro Shangri-La, de aquella película que vimos juntos hace muchos años en el cine Risán titulada Horizontes Perdidos, ¿te acuerdas?, en donde siempre era primavera y no pasaba el tiempo, y sobre todo reinaba la paz y la felicidad. Bueno…, ya sabes cómo es la gente exagerando las cosas.

Presiento que tú me esperaste y que me seguirás esperando, pues no creo que ese vacío que te dejé llegara a ocuparlo nadie. Si es así, sepas que nunca más me separaré de ti, y viviremos juntos toda la eternidad paseando por bellos jardines como aquél de antaño.

Ahora, te escribo esta carta anunciándote mi pronta llegada. No te puedo decir el día que partiré, ya que me hace ilusión darte una sorpresa, ni el medio que utilizaré que deberá ser muy moderno ya que me han dicho que no puedo llevar equipaje. Escribo el sobre de esta carta con mano trémula, mezcla de la edad y la emoción:
Tu nombre.
Calle: El cielo.
Ciudad: La Eternidad.  
¡Hasta muy pronto amor mío!

domingo, 3 de noviembre de 2019

REBANADAS DE UNA VIDA


ÚLTIMAS REBANADAS DE UNA VIDA.

Yo aprendí a vivir nadando en la pobreza. En mi viajar, no encontré más caminos que senderos abruptos y escabrosos, siempre lejos de mí cuna de madera. ¿Pero tuve cuna? Ni eso creo que tuviera. Aunque sí pueblo, donde se asienta mi querida tierra.
Pronto pasaron los años, como un soplo, como una brisa fresca.

No conté los vientos, ni tantas lluvias y tormentas, conté sólo dos rosas, y viví siempre para ellas, buscando su felicidad,  que no mis soles, pero la prisa por encontrarles mejores edenes ahogó siempre mis ansias de su contemplación. Y malgasté mi vida y mi tiempo, pero ahorré mil sonrisas, lo único que hoy me queda, para gastarlas ahora en el otoño de mi vida, porque quiero que esa risa no prodigada en su debido momento, me la devuelva aquél tiempo para regalarlas  a tan tiernos retallos brotados de aquellas, mis dos rosas, mis nietos.



viernes, 1 de noviembre de 2019

AQUÉL EXTRAÑO Y VIEJO NICHO

Foto de la página del Ayuntamiento


Cuentan que esta historia se solía relatar en las noches que antecedían al Día de Todos los Santos, e incluso hasta después de Difuntos. Por lo general eran los abuelos de Torredelcampo los que le ponían voz a esta leyenda que el paso de los años no llegaría nunca a sepultar; muy por el contrario a pesar del tiempo transcurrido seguía aún vigente acrecentada después de que algunos medios de la información llegaran un día a interesarse por el asunto. Hoy se sigue contando no al calor de la lumbre como antaño, pero sí en las noches en las que el viento silba tras las ventanas y los ruidos del crujir de los postigos se perciben como si el espíritu que acompaña siempre al aire golpease con sus nudillos los cristales en un intento de penetrar dentro de las casas.

Dicen, que ella nunca llegó a conocer a sus padres. Una hermana de su madre cuando quedó huérfana la recogió en su casa y le regaló el amor que no pudo dar a los hijos que su tía nunca tuvo. Ana, que así se llamaba la niña, vino al mundo al principio del siglo pasado y desde sus más tiernos albores su belleza y humildad eran comentarios en el pueblo. Mucho antes de alcanzar la mayoría de edad por las noches ya la rondaban los jóvenes soñando todos en ser el afortunado en llevarla algún día hasta el altar. Algunos de estos pretendientes eran de familias acomodadas, lo que para cualquier mujer de aquella época significaba un futuro asegurado sin penurias ni privaciones.

Pero Ana, aquella guapa adolescente tenía sus ojos puestos desde niña en Pedro, el hijo del piconero. Su padre era el que vendía picón por las calles del pueblo pregonando a voces la mercancía con un soniquete muy especial. Pedro era muy tímido; siendo niño solo había hablado una o dos veces con Ana pero desde el principio, ambos, habían sentido una callada atracción que con el paso del tiempo se fue acentuando cuando sus miradas coincidían en cualquiera de sus encuentros fortuitos. El que Pedro tampoco tuviese madre pudo ser otro acicate más para que ambos se sintieran más atraídos.

Cuentan que se prometieron en el cementerio cuando un Día de Todos los Santos ambos coincidieron en el camposanto. Ana estaba arreglando la tumba de sus padres. Ese día la guapa muchacha estaba radiante luciendo un bonito vestido blanco que le llegaba hasta los tobillos.  Él, pasó cerca de ella portando un ramo de crisantemos desde el que sobresalía una bella y fresca rosa del mismo color que el vestido de Ana. Pedro, se detuvo al llegar donde se encontraba la sepultura de su madre y depositó el ramo que portaba en la tierra recostado sobre una cruz pintada de negro que señalaba el lugar donde yacían los restos de su progenitora. Después, extrajo del manojo la rosa blanca y se encaminó con la flor hacía donde se encontraba Ana y se la ofreció. Esta, quedó muy turbada y en su azoramiento al cogerla se clavó una de las punzantes espinas del tallo y una gota de sangre salpicó en uno de los pétalos blancos de aquella bonita rosa. Después, allí mismo en aquél insólito lugar surgió una promesa entre ambos, la de quererse eternamente. A partir de entonces la única persona que rondaba la calle de Ana era Pedro. El amor entre ambos iba creciendo día a día y hacían planes para su casamiento cuando regresara él de la mili. Si la belleza de Ana era desde siempre motivo de admiración en el pueblo, el amor entre los dos novios era un runrún generalizado alabando todos el respeto y el cariño que uno y otro se tenían.

Cuando Pedro se despidió para hacer el servicio militar, Ana ya había bordado con sumo primor algunas sábanas que formarían parte de su ajuar. La voz de Pedro pregonando el picón por el pueblo como lo hacía su padre dejó de oírse a partir de entonces. Cartas llegaron desde África donde la palabra amor era la más repetida, pero aquellas cartas tristemente dejaron de recibirse. El día de Santa Ana en plena feria del pueblo corría el rumor de que unos días antes había habido una batalla en Marruecos en la Guerra del Rif. Ana rezaba en la iglesia ante la imagen de su Patrona implorando protección para su novio. A la salida observó pequeños grupos de personas hablando y su curiosidad le hizo preguntar. Nadie quiso darle la mala noticia que había llegado al Ayuntamiento en la que comunicaban que Pedro fue uno de los más de cinco mil militares españoles dados por muertos en la contienda.

Desde aquél momento la joven y guapa muchacha cayó en la más profunda depresión. La tristeza y la amargura se instalaron ambas a la vez en ella, y como consecuencia de tanto desconsuelo enfermó. Desde que recibió la triste noticia, Ana ya no salió de su casa hasta que la llevaron a hombros al cementerio. La enterraron en un nicho en cuya tapadera de yeso escribieron además de sus iniciales el año 1921 en el que murió. Al día siguiente de su muerte, el Día de Todos los Santos, una flor blanca con una mancha roja en uno de sus pétalos apareció reposando en el poyete del nicho. Nadie reparó en ello, ni en los años sucesivos en el que llegado el mismo día festivo siempre aparecía aquella flor entre la puerta de cristal que protegía el sepulcro y la pared del mismo. Pasado mucho tiempo después de que muriesen los familiares que se encargaban de la custodia del nicho, este quedó abandonado de tal manera que las telarañas e incluso algunos hierbajos anidaban entre el cristal y el yeso de la losa, pero nunca jamás el Día de Todos los Santos llegó a faltar aquella blanca flor siempre manchada por una gota de sangre. La rosa, duraba fresca y lozana durante unos días, después ya marchita, permanecía mustia todo el año hasta que llegada la fecha señalada era reemplazada de forma misteriosa por otra sin dejar rastro su autor ni señal alguna que llegara a delatar al causante de tan extraño misterio. La incógnita se intensificaba cuando a pesar de permanecer la urna de cristal cerrada con llave, la diminuta y oxidada cerradura no daba muestras nunca de haber sido forzada.

El misterio sobre este caso dividió al pueblo entre aquellos que creían que todo era un fraude y los que opinaban que algo paranormal podía estar sucediendo. Para dar más credibilidad a estos últimos los más viejos del lugar llegaron a contar que las Noches de Difuntos mientras las campanas tocaban a muerto, desde la puerta del cementerio se podían ver a un soldado y a una joven vestida de blanco cogidos de la mano paseando por entre las tumbas.

Hace ya algunos años debido al deterioro del nicho y de los colindantes, el Ayuntamiento decidió un día demolerlos y trasladar los restos óseos a otros de nueva edificación. Al abrir la tumba de aquella guapa muchacha comprobaron con sorpresa que el ataúd permanecía impecable y que dentro de él yacía el cuerpo incorrupto de una guapa joven vestida de blanco con una rosa blanca entre sus entrelazados dedos. Las autoridades trataron de silenciar en su momento este hecho que hubiese supuesto retrasar los trabajos y que el camposanto se llegase a convertir en un desfile incesante de gentes curiosas.

Pero aunque sus restos hoy reposan en otro nicho, la gente cuando visita el cementerio el Día de Todos los Santos miran hacía lo más alto de una determinada fila donde allí, en un jarrón junto al nuevo nicho, sigue apareciendo aquella misteriosa flor.

Cuentan también que ahora han visto a una joven caminar entre las brumas invernales cerca del camposanto en las noches donde la niebla es espesa, llegando su blanca silueta a esconderse y confundirse con el vaho de la neblina. Otros, comentan, que más de un conductor a su paso por el cementerio en noches oscuras y recelosas han llegado a ver de forma repentina entre las luces de los faros a una muchacha con un vestido blanco de época paseando cerca del cementerio dándole la mano a una difusa figura vestida de militar. También, muchos aseguran que se oyen lamentos por los alrededores del camposanto, pero otros los desmienten ya que dicen que es el ruido de los cipreses al mecerse por el viento.  

 En la noche de Difuntos ahora llamada Halloween, esta triste y sorprendente historia la suelen seguir contando los abuelos en el pueblo mientras la chiquillería la escucha en silencio, aunque a decir verdad también a los adultos les gusta escuchar esta leyenda.

Yo no me creo nada de esto, aunque si he de ser sincero soy un poco receloso, y más cuando la noche pasada me pareció que el viento arrastraba la voz de alguien pregonando picón por el pueblo.

Para salir de dudas, en mi visita al cementerio el Día de Todos los Santos, preguntaré donde se encuentra el nicho referido. Yo sé que tú también lo harás.         
        

EN UNA SALA DE URGENCIAS



Eran aproximadamente la una de la tarde. La sala de espera con asientos para más de cien personas a esta hora sólo estaba ocupada por apenas una veintena. El trasiego de gente entrando y saliendo era muy fluido por lo que sostuve la esperanza de que nuestra espera no fuera a  prolongarse  mucho. No se oía nada más que el altavoz llamando a los pacientes y algún leve susurro.
Al poco, un grupo de gente vociferando  entró en tropel en la enorme sala e hizo que todos los presentes estuviésemos pendientes  más de esta cuadrilla, que del servicio de megafonía.  El colectivo lo formaban mujeres la mayoría enlutadas, muchas de ellas con pañuelos negros que cubrían sus cabezas y hombres algunos con sombreros del mismo color. Un enfermero empujando un carro hospitalario con una mujer acoplada en él, entró momentos después en la sala y aparcó el carrito junto a los que no paraban de hablar  a quienes les impartió antes de irse algunas instrucciones. Detrás de él venía otro grupo más numeroso que el anterior que se mezcló con los recién llegados rodeando a la supuesta enferma del carrito.
La paciente entrada en años y en quilos no paraba de quejarse. Sus enormes posaderas sobresalían y se derramaban por los huecos del carro, por lo que pensé que sus muelles y lona serian de una calidad extrema para soportar la presión de su enorme peso. Un señor mayor con un penacho de bigote blanquecino enarbolando un barnizado bastón adornado con crines recogidas en varios ramilletes de cuero repujado que colgaban en cascada en la garrota, se acercó a la paciente y le preguntó si tenía hambre. Otra mujer contestó por la aludida de manera afirmativa, por lo que  el del bastón tiró de cartera y ordenó a uno del grupo ir a comprar al supermercado.    
Los acompañantes de la supuesta enferma cada vez eran más, pues ahora  algunos niños acompañados de sus padres recién llegados correteaban de un lado a otro de la estancia. Los demás  de la cuadrilla cuchicheaban en grupos con claros signos de preocupación en sus rostros, mientras que las mujeres con caras compungidas agasajaban con palabras y gestos a la oronda señora acomodada en el carro.
El del “mandao” no tardó en llegar pues aunque el super estaba a un tiro de piedra del hospital, éste, debió de aligerar más de lo debido. Entró con un saco de papel repleto de barras de pan que dejó depositado en uno de los asientos junto con una bolsa casi a rebosar de viandas, e inmediatamente echando mano a su bolsillo, extrajo de él una navaja de grandes dimensiones que abrió ipso facto. El chirriar de muelles albaceteños resonó en la sala como el sonido de la puerta de aquella serie televisiva “Historias para no dormir”. Los que allí estábamos no perdíamos detalle, entre ellos, algunos musulmanes y rumanos, además de sudamericanos que no salíamos de nuestro  asombro.
El de la navaja empezó a abrir de arriba abajo barras de pan mientras que otros  se afanaban en rellenarlas de jamón, chorizo y queso. A los pocos minutos, casi todos, como si fuese un concierto para clarinetes y oboes en si bemol,  dirigida la orquesta por el de la garrota haciendo esta de batuta, enarbolaban entre sus dos manos un bocadillo de la largura de toda una barra de pan de cuarto de kilo, de las llamadas de pistola. Lo que más me extrañó es que la supuesta paciente, comiendo a dos carrillos engullía con una  avidez desmesurada uno de aquellos descomunales bocadillos ayudada por un familiar que le sostenía una botella de agua que le serviría para desatascar de cuando en cuando el “tragaero”.
Los musulmanes, entre ellos varias mujeres ataviadas con el  hiyab, miraban a los pecadores con la clemencia y extrañeza que las circunstancias aconsejaban, y rezarían a su dios por aquellos manifiestamente no sarracenos que degustaban jamón y chorizo prohibidos  por su religión con aquella voracidad tan desenfrenada. Una mujer joven de curvas sinuosas y de inhiestos senos, con un acentuado color más que tostado, de allende los mares, trataba de contener su risa y la disimulaba cuando no podía dominar la hilaridad tapándose el rostro con un sobado 20 Minutos.
Cuando me nombraron por megafonía, aún quedaban algunos de ellos dando cuenta del enorme bocata, no así la supuesta paciente que se lo embuchó en un pis-pas. Unos de los del grupo que se habían internado en las dependencias de urgencias instantes antes de que yo lo hiciera  sin esperar a su turno, suplicaba a una enfermera en el pasillo que atendieran cuanto antes a su “mama” que estaba “mu malica”; que atendieran a la del carrito, a la que se había metido entre pecho y espalda aquél enorme bocadillo.
La “reparación” a mi dolencia quedó solucionada con paracetamol, la de la susodicha señora lo ignoro, aunque tal vez le recetaran  otro bocata de igual calibre que el recién zampado.
Pero vamos progresando. Años atrás, en los jardines de otro hospital madrileño, haciendo guardia al enfermo, cocinaban gentes como estas en el césped entre tres piedras. El humo de la olla oliendo a francachela se expandía por todo el entorno y llegaría hasta el Retiro cercano donde se diluiría entre las fragancias de sus flores.
El colectivo que no he querido nombrar ni tampoco darle el nombre de etnia te habrá resultado fácil  identificarlo. Asimismo el acontecimiento narrado no he pretendido mostrarlo de forma despectiva e injuriosa hacia ellos, por lo que nadie interprete que es mi intención ofender ni menos mancillar sus costumbres, sino como una anécdota graciosa propia de su cultura que me ha parecido valía la pena compartir contigo. Seamos tolerantes. Que prevalezca el respeto.
                   



miércoles, 30 de octubre de 2019

COMIDA DE HERMANDAD DE MAYORES.






El día otoñal era muy apacible. Un vientecillo membrillero cargado de oro viejo iría pintando, supongo, sin ninguna prisa, de amarillo lánguido las hojas de los árboles de hoja caduca que se dejaran acariciar por él. 
En el horizonte, a las dos de la tarde, una bruma sucia impedía ver con nitidez más allá de aquella gris bufanda que abrigaba los olivares a lo lejos, mezcla tal vez de algunos humos perezosos de fogatas de varetas que dormitaban en los llanos y cañadas antes de disiparse. 
Cerca de donde pude aparcar mi coche, la gente fluía toda  en una sola dirección dando por seguro de que nadie repararía en los detalles que acabo de describir, y es que la ocasión merecía no distraerse en cosas intranscendentes puesto que el único objetivo era dar gusto al paladar compartiendo mesa y mantel con quinientas veinte personas, cuyo requisito indispensable establecido para ejercer como comensal era tener más de sesenta años, estar jubilado o ser pensionista, y yo, superado más que suficiente el mínimo establecido me uní junto con mi mujer a este colectivo de torrecampeños/as dispuestos a confraternizar en una comida de hermandad organizada por el Ayuntamiento de Torredelcampo.
Y allí, en el restaurante Torre de los Llanos habilitado supongo para albergar esta ingente cantidad de personas, pude contemplar a muchos/as de mi generación que no veía desde hace muchísimo tiempo, tal vez desde que dábamos vueltas y más vueltas en la plaza de nuestro pueblo cuando éramos mozos. Noté en más de uno/a una mirada cálida y sincera al reconocerme, mirada que yo correspondía con una sonrisa al haberlos identificado. Me alegré el ver a aquél que de niños nos zurramos los dos jugando a las bolas, y al que cogía carrerilla y se iba de la escuela aprovechando cuando don Jacinto escribía en la pizarra, y a aquella que siendo un primor de niña, sigue estando revestida hoy a pesar del paso de los años con la misma aureola y garbo que la naturaleza le dotó desde su nacimiento.   
Éramos todos los que allí estábamos de la generación de la posguerra. Todos engendrados cuando no habiendo televisión ni radio, ni tampoco móviles, nuestros padres era normal que buscaran alguna forma de distraerse. Fuimos una generación  que supimos unir pasado y futuro, la que enterramos los odios de aquella incivil guerra. Generación la nuestra de penurias y privaciones, de éxodo obligado, de cartillas de racionamiento, de estraperlo, de hambres, y no sólo hambre de pan, pues había otra hambre que estaba proscrita. Éramos los que allí estábamos, la generación de la paz y del progreso.
Y allí nos encontrábamos hoy, disfrutando de una comida diferente a aquella que repartía Auxilio Social en nuestros tiempos. Hubo cómo no, hasta mariscos, y esto me dio paso a recordar cuando   en mis tiempos aquél que comía mariscos, decían, era porque uno de los dos estaba malo. Dije esto a los más cercanos a mí que no eran otros que las máximas autoridades locales, mesa la nuestra situada en el epicentro de la nave. Un honor para un torrecampeño tan humilde como yo el de compartir mesa y mantel con el gobierno local.
La organización en todo estuvo impecable. Un diez para la organizadora de este evento a la que observé que no disfrutó de la comida lo suficiente dado que estaba siempre pendiente  a los reparos de todo lo que acontecía. Acomodar a quinientas veinte personas y que todo salga bien es para decir chapó a Paqui Alcántara Godino y a las asociaciones de mayores que contribuyeron con ella a acomodar a tantos asistentes. Quiero resaltar el trato exquisito del personal del servicio del restaurante, atento en cada mesa a los requerimientos de los comensales, donde la comida y la bebida llegaban siempre en el momento preciso. Por cierto, todo muy rico y de buena calidad. A los postres, después de degustar unas gachas torrecampeñas, típico plato en estas fiestas que se avecinan, con el "sorbito de champán"  de Juan y Junior, canción esta evocadora de recuerdos de aquél ayer, dio paso a los brindis y  oír al Duo Arpes, a Juan y a Paco interpretar melodías de aquella época y de otras más contemporáneas.
Calculé que la media de edad de todos los concurrentes seria de setenta años, que multiplicado por el número de comensales da la friolera de 36.400 años repartidos proporcionalmente en cada una de las mochilas que todos llevamos a nuestras espaldas. Impresionante la cifra resultante. Y allí los dejé bailando. Por esta vez, las “dolemas” y los “recotines” quedarían aparcados para otra ocasión. La media de cuatro pastillas diarias, más de dos mil que tomaríamos, paliarían los efectos de muchas de nuestras patologías.
Me gustó tanto este acto que el año que viene pienso repetir, pero eso sí, no faltéis ninguno porque pasaré lista.
Un bolero sonó cuando abandonaba el local. Yo soy poco bailongo y por eso me ausenté, porque he de confesar que nací sordo de los pies. Como veis nadie es perfecto.     
Un abrazo para todos/as los que allí estuvisteis, abrazo que hago extensivo a los que no pudieron asistir por distintas razones.
Antero Villar Rosa



martes, 15 de octubre de 2019

MALAS COSTUMBRES



Hace unos meses estuve de entierro en un pueblo cuyo nombre me reservo porque puede que esta mi narración, llegue a alguien de allí y se pueda molestar.

El funeral era a media mañana. Minutos antes de la hora del sepelio allí estaba yo sentado en uno de los bancos del templo junto con mi amigo y antiguo compañero de trabajo Silvestre. “Silver”, que así gusta que le nombren es natural del pueblo que trato de ocultar. La iglesia muy espaciosa, apenas a esa hora estaba poblada de gente, sólo un puñado de personas nos encontrábamos repartidas por entre los innumerables bancos de la nave, por lo que pensé que el finado, padre de un compañero de trabajo, no sería una persona muy apreciada en ese pueblo.

El sacerdote salió a recibir el féretro e instantes después fue colocado el ataúd como es perceptivo delante del altar mayor. Los familiares dolientes se sentaron en la primera bancada donde según mi amigo acabadas las exequias era costumbre pasar de uno en uno a testimoniar el pésame. Desde que el clérigo inició la ceremonia y hasta poco antes de la consagración religiosa observé cómo en esa media hora fueron entrando sin parar gente en la iglesia hasta llegar a cubrirse el total de todos los bancos. Hecha esta observación en voz baja a mi amigo sobre la falta de puntualidad y de respeto hacia el fallecido y su familia por parte de los que llegaban tarde, este me dijo que esto no era nada comparado con lo que estaba por venir.

No se equivocó. Minutos antes de terminar el funeral, por la puerta lateral de la iglesia una riada de gente entrando casi en tropel en el templo fueron situándose  en el fondo de la nave ocupando todo el pasillo lateral para ser ellos los primeros en dar el pésame a los familiares. El cura tuvo que interrumpir el funeral en una ocasión pidiendo silencio y respeto a los que acababan de inundar el templo que hablando entre ellos originaban un runruneo que le impedía al sacerdote continuar con la ceremonia. El ruido de estos murmullos se mezclaba a veces con el del sonido de algún móvil aumentado su volumen por la acústica del templo. Antes de terminar la liturgia, la iglesia se llenó a rebosar, puesto que de igual forma, ahora, entraban gentes tanto por la puerta lateral como por la principal, intentando todos con descaro aproximarse lo más posible adonde se encontraba el séquito del duelo para no tener que esperar mucho y terminar lo más pronto posible en detrimento de los que estábamos allí antes del comienzo del funeral. ¡Qué falta de respeto, me dije! “Los últimos serán los primeros, dijo el Señor”, y estos,  creyentes o no, lo llevaban a la práctica.

“Donde fueres haz lo que vieres” es un refrán que aconseja adaptarnos a las costumbres y hábitos del lugar en el que estemos, pero créanme  que si llegara a vivir yo en ese pueblo, o si tuviera que acudir allí a otro sepelio no llegaría a adaptarme a esa costumbre, sino que iría como esta vez fui, a la hora del entierro, y después, una vez estando en la iglesia trataría de guardar la compostura y el respeto que merece el lugar, el finado y sus familiares.
Las costumbres siempre vienen de atrás y no tienen una explicación lógica sino que se van estableciendo poco a poco con el paso del tiempo, pero esto que relato no es una costumbre, sino desde mi punto de vista, una muy mala costumbre.

Lo narrado es una práctica establecida  en un pueblo que como dije al principio no quiero escribir su nombre  porque puede que  mi opinión llegue a alguien de allí y se pueda molestar y no es esta mi intención. Por otro lado, si esto ocurre en otro lugar y alguien se siente identificado, he de indicar, que cualquier parecido con la realidad puede que a lo mejor… tal vez,  sea pura coincidencia.

sábado, 12 de octubre de 2019

EN LA MANIFESTACIÓN POR EL BAJO PRECIO DEL ACEITE.




(Mi primer acto como embajador local, que cuento en despacho y que envío vía valija diplomática)

Tal y como describo casi al principio de mi libro “Cuando la guerra acabe”, los árboles del Paseo del Prado están ya adquiriendo los colores propios de la estación otoñal; el color amarillo se dejaba notar en algunas de las hojas de las ramas de los plátanos de Indias y de las acacias del paseo.

El autobús que me llevaba hasta Cibeles a pesar de utilizar el carril-bus lo hacía muy lentamente. Todos los carriles estaban ocupados por filas interminables de autobuses que se dirigían a la manifestación, lo que impedía una circulación fluida. Desde mi ventanilla iba adelantando a muchos de ellos que claramente identificaban el origen de su procedencia con pancartas y letreros. Allí pude ver a los de Arjona, algunos con ramos de olivo. Otros de Sierra Magina,  y un sinfín más de Andalucía, pero los más, de nuestra provincia, de pueblos algunos muy alejados de la capital.   

Llegado a Cibeles contacté con un amigo que venía en uno de los dos autobuses salidos de nuestro pueblo. Me dijo que estaban en la Glorieta de Atocha, por lo que calculé que ese aproximadamente kilómetro de distancia hasta el final del trayecto duraría al menos veinte minutos. Después de tomarme un café volví hasta el edificio de Correos, hoy convertido en el Ayuntamiento de Madrid y allí me aposenté delante de uno de sus muros viendo como los autobuses  que venían a la manifestación se despojaban frente a mí de toda aquella marea de gentes que sin preguntar seguían a los que les habían precedido.   

Durante el tiempo que estuve esperando muchos de aquellos  no dudaban en preguntarme donde había un bar para achicar aguas con el fin de remediar su acuciante necesidad fisiológica. La próstata maldita, mascullé para mis adentros.

Y allí estuve viendo como aquellas buenas gentes venidas de mi tierra, tenían todos hoy un común denominador, el protestar por los bajos precios del aceite muy por debajo del umbral de rentabilidad, precios que abocan a la ruina de las familias productoras y a las personas que viven del olivar.

Sentí orgullo al ver a la gente de mi pueblo en Madrid para un acto como este. Después de los saludos, en la calle Montalbán se enarbolaron las pancartas y nos unimos a la riada ingente de personas que por la calle Alfonso XII iban clamando una solución, que en este momento todos dan por seguro se va a recrudecer ante las medidas arancelarias que el presidente estadounidense va a imponer. USA abusa, leí en una de las pancartas.

No sé si conseguiremos algo, pero una cosa dejamos clara, el escenificar con nuestra protesta a la opinión pública la grave crisis que atraviesa el sector del aceite, y la de exigir al Gobierno central que defienda los intereses de tantas y tantas familias que viven del sector olivarero, y que esta queja la trasladen a Bruselas, y cómo no, al mismísimo Trump. Faltaría más.

Y la manifestación después de oír a varios oradores en una tribuna ante el Ministerio de Agricultura, se disolvió como empezó, pacíficamente.  A algunos de los nuestros los encaminé hasta el mejor sitio donde se degustan los bocadillos de calamares en Madrid, muy cerca de allí por cierto.

Espero que pronto el mercado del aceite se estabilice, y los precios vuelvan a estar en consonancia al menos de principio con el del coste de producción. Hay muchas familias de mi pueblo esperando que esto suceda, y sobre todo mucha gente temiendo no poder ganar un jornal. El hombre del campo desde siempre ha estado sufriendo, como aquellos de mis tiempos, curtidos todos por lluvias vientos y soles, y siguen ahora sus hijos y nietos  estando ahí de nuevo al pie del cañón, aguantando. ¡Hasta cuándo!    

PALABRAS EN MI NOMBRAMIENTO COMO EMBAJADOR LOCAL




En el magnífico pregón de las fiestas del barrio de San Miguel, que ofreció hace unos días Paqui Alcántara, dijo al comienzo de su alocución: La gratitud es la memoria del corazón.
Y yo, con ese corazón en la mano, te doy las gracias Paqui por haber desmenuzado aquí hoy mi vida, de forma tan elocuente y expresiva, reseñando y profundizando en todos los pasajes de mi historia. Estoy seguro de que al comentar algunas de mis duras etapas vividas aquí en mi pueblo, un cierto halo de tristeza te habrá invadido, al recordar, tal vez a tus padres o a tus abuelos, que de seguro vivieron también en primera persona en aquellos escenarios que a mí me tocó vivir.
Yo, quiero regalarte por tus palabras hacía mí, esta otra frase de Lionel Hampton que dice:
La gratitud se da cuando la memoria se almacena en el corazón, y no en la mente.
Pero yo voy a más, dado que esta gratitud la quiero almacenar en los dos sitios, en mi corazón, y en mi afortunadamente hasta hoy, impoluta memoria.
Muchas gracias.


Señora alcaldesa doña Francisca Medina Teba, señora concejala de bienestar social y nuevas tecnologías, doña Francisca Alcántara Godino, señora concejala de cultura doña Maria Jesús Rodriguez Pegalajar, restantes miembros de la corporación municipal, autoridades, a todos los aquí presentes y aquellos que nos escuchan a través de los medios, señoras y señores, muy buenas noches.

Hace apenas unos días, estando yo haciendo unas de las obligaciones diarias allí en mi tierra adoptiva de las muchas que tenemos los jubilados, en este caso uno de los “mandaos”, durante mi trayecto, en la calle, sonó mi móvil. Correspondía a un teléfono fuera de mi agenda  que estoy seguro de que cuando esto  ocurre, todos mostramos  un cierto recelo y desconfianza. Cuando abrí la llamada, la voz me tranquilizó. Era una voz de mujer que no conocía, una voz sosegada, serena y profunda, cuyo timbre armónico  siendo la primera vez que lo oía me transmitió seguridad.
Era la voz de  Francisca Alcántara Godino (Paqui, como así  gusta que la nombre) anunciándome que había sido seleccionado para recibir el título de Embajador Local de Torredelcampo en unos de los actos programados dentro de los muchos a celebrar en este mes de octubre y que han dado en llamar: Otoño Socio Cultural de las Personas Mayores, y para mayor sorpresa seria esta la primera vez que el Excelentísimo Ayuntamiento de Torredelcampo  otorgaba tal distinción.
Pasados los primeros momentos de sorpresa, esta dio paso en mí a un desconcierto e incertidumbre vacilante. Desconcierto por la confusión, e incertidumbre porque sigo pensando, y no es falsa modestia, que tal vez otros,    torrecampeños o torrecampeñas, pudieran ser más acreedores que yo para ostentar este regio galardón que hoy se me va a conceder, dado que yo, como he repetido  en otras ocasiones, en mi pared no  cuelga ningún título académico que me haga merecedor de ejercitar el cargo como el que hoy se me acredita, el de  desempeñar nada más y nada menos de diplomático, representando a la tierra que más quiero y venero, al pueblo donde vi la primera luz y que a pesar de llevar ausente de él cincuenta y dos años  no he llegado nunca a  desprenderme en ningún momento de ese cordón umbilical que me ha unido siempre con esta mi tierra.
Hechas estas salvedades durante mi diálogo con Paqui Alcántara, terminé aceptando el nombramiento  porque comprendí que era un honor para mí, además de un orgullo llevar este título que hoy se me concede,  puesto que renunciar a él hubiese sido una afrenta no sólo a nuestra máxima institución local, sino a mi pueblo.

Mucha responsabilidad es esta para mí la de ser embajador, ya que por estos poderes que hoy se me confieren, seré a partir de este momento el diplomático de más alto nivel que represente a Torredelcampo fuera de nuestro territorio, y quiero anunciar que para evitar costes al consistorio, mi casa allí en la Comunidad de Madrid se transformará a partir de este momento en la embajada torrecampeña, quedando a disposición de todos los torrecampeños y torrecampeñas que residan en la capital y en sus pueblos, como también, a los que transiten o pernocten, para desde esa minúscula parte de territorio torrecampeño, mi hogar hoy transformado en embajada, solucionarles todos los problemas que se les planteen cuando visiten mi tierra adoptiva.
Allí en esa embajada, la casa de todos los torrecampeños, aprovecharé al mismo tiempo que vayan a solucionar cualquier problema, para pedirles que me hablen de nuestro pueblo, lo mismo que yo hacía recién llegado a Madrid,  yéndome a la estación de Atocha los domingos a esperar el correo para ver si llegaba alguien del pueblo y me contara cosas de aquí. Eran otros tiempos.
Estoy convencido, de que cuando se enteren de la apertura de esta embajada aquellos hijos, o tal vez los nietos de los muchos que se fueron un día de nuestro pueblo y ya no volvieron,  la visitarán,  y querrán que les describa cómo era el pueblo de sus antepasados cuando emigraron.
Con mucho gusto les diré:
Era aquél, un pueblo blanco de cal y de verde campiña en los meses en que las siembras aún no encañadas se mecían y se despeinaban al compás de la brisa de la sierra próxima. Era un pueblo atravesado por un arroyo que nacía en las montañas; de aguas claras y cristalinas, con hierbas aromáticas en sus riberas donde pululaban y aleteaban pajarillos saltando entre los juncos, juncia y  zarzas que lo jalonaban, para luego perderse entre  valles y colinas cuajadas de olivos y  siembras.

Otros de aquellos, me dirán que su abuelo les contó que cuando salió del pueblo lo hizo en tren, y yo les apostillaré:

Cuando yo lo hice, tardé casi doce horas en llegar  en aquél lento y largo convoy  a Madrid, que en cada estación y apeadero iba recogiendo viajeros. Noche aquella de insomnio, con los pasillos atestados de gentes apretujadas y sin calefacción, con ruidos de martillos en cada parada golpeando las ruedas para detectar por el sonido si alguna había aumentado de temperatura. Voces de los que vendían tortas en algunas estaciones como Alcázar de San Juan mientras la gente dormitaba. Olor a humanidad y a zotal. Magrebíes, militares, expediciones de emigrantes rumbo a Europa y un sinfín más de viajeros.     Aquella serpiente interminable de vagones encabezada por una jadeante locomotora  llegó por fin a la estación de Atocha resoplando, como pidiendo perdón con ello por su retraso  y se despojó al momento de toda aquella abigarrada  carga humana, portadores todos de maletas de madera o cartón y paquetes amarrados con cuerdas, mezclándose aquella ingente muchedumbre con los mozos de equipaje y los carros de los ambulantes de correos mientras por megafonía no paraban de anunciar la llegada del tren denominado ómnibus, procedente de Andalucía, todo ello bajo aquella enorme bóveda de la estación, hoy jardín con plantas tropicales.
Con este éxodo, empezó lo que hoy han dado en llamar la España Vaciada, y que tratan de corregir.

Y de esta manera por la embajada de Torredelcampo, irán pasando gentes que vendrán sólo por pisar territorio torrecampeño, y por poder ver la bandera de su pueblo ondeando en mi balcón. Tal vez algunos de estos me dirán que de pequeños fueron a la aceituna a un cortijo, y yo le refrescaré la memoria diciéndole lo siguiente:

Recordarás como yo, hace sesenta años,  al amanecer, nuestras calles se envolvían con los sonidos que producían las caballerías al golpear con las herraduras el suelo, originando un discreto y relajante rumor. Sus ecos y acordes en las frías madrugadas quedaban suspendidos  entre el vaho del relente, casi meciéndose entre la bruma de los gélidos amaneceres aceituneros; después, estos sonidos se iban diluyendo perezosamente a medida que se alejaban los animales. Algunas mulas iban ataviadas con campanillas y en su bambolear al caminar, el grato y placentero tintineo de los refulgentes metales se mezclaban cada mañana con las voces de los aceituneros que partían para los tajos, los rebuznos de los borricos, el ladrar de los perros y los silbidos de sus amos.

Cada amanecer la luz del alba parecía dotar a las gentes de nuestro pueblo de la energía suficiente para una nueva y dura jornada de trabajo. Luego, como ríos caudalosos al principio, arroyos y regueros después, mujeres, hombres y niños se perdían por entre la espesura de los olivares para recoger el fruto en un andar por caminos infinitos y veredas fabricadas por albarcas y alpargatas de lona. 

Y el pueblo entonces quedaba solitario y sordo, con un silencio callado, alterado nada más que por el del tañer de las campanas de la iglesia dando las horarias, y el del ruido también de algún que otro chiquillo jugando solo en la calle porque su amigo con ocho años estaba ya ganando un exiguo, mezquino y miserable “jornal de niño” en la aceituna.

Seguiré diciéndole que ahora las gentes naturalmente no van a los tajos andando. Cada mañana después de sufrir el efecto embudo a la salida del pueblo, las hileras de vehículos que los transportan junto con los remolques se pierden todos por entre la amplia red de carriles que serpentean por todo nuestro extenso término, y  que desde la lejanía parecen dibujar estos senderos en el paisaje un laberinto de arterias y venas superficiales que sirven para dotar al olivar de accesos fáciles para los trabajos.

Y después, y en esto no ha cambiado nuestro pueblo en tiempo de recolección de aceituna, sigue quedándose solitario. Sus prolongados silencios se asemejan engañosamente a las mañanas domingueras donde nadie tiene prisa por levantarse, así, hasta poco antes de morir la tarde en el que el pueblo vuelve a recobrar su pulso cuando las gentes regresan y la aceituna en el molino llega a transformarse antes de ser aceite en un vale.

Y así, supongo será el devenir diario de esta embajada. No faltará quién me pida que le hable de nuestra romería. Y al hablar de nuestra romería, en ese pedacito de tierra madrileña, pero por derecho  torrecampeña , un nudo en la garganta ahogarán todas las palabras que en ese instante quisiera decirle a quien me pregunte, porque recordaré a nuestro querido amigo Manuel Galán Sabalete, persona que nos dejó hace muy poco tiempo y quién un día aquí, en este escenario me impuso esta medalla que luzco con orgullo en mi solapa, la medalla de nuestra Patrona Santa Ana.
Le regalo a él este breve recuerdo de antaño que aquí pronuncié y que alguien muy especial, muy querida y venerada por los torrecampeños y torrecampeñas le hará llegar hasta allí adonde ahora more en un rincón del Cielo:

A él van estas palabras;

Soy del campo, soy de pueblo, soy viento aceitunero,
viento de sierra y espliego, de verde olivar y de espigas añoradas, pueblo blanco, pueblo mío, pueblo  de parvas olvidadas, soy, aceituna en diciembre cuando la cubre la escarcha, y tallo de romero en mayo, en el trono de mi santa.

Soy del campo, soy labriego, nunca trovador ni poeta,
si  mudos sentimientos  expreso, en un papel con mi letra,
es pasión de un torrecampeño que vive lejos, en otra tierra, soy, arrogante jornalero de camisa de lienzo en brega, que con albarcas y alpargatas, hizo caminos y veredas.

Y así, entre charlas y recuerdos  además de las obligaciones propias de un embajador, me dará tiempo todavía para seguir soñando, aunque sea estando despierto, como estos sueños otoñales que escribí hace tan solo unos días, sueños que publiqué pero que hoy quiero regalaros a todas las personas que habéis acudido a este acto en este día de otoño:

Quiero soñar que estoy despierto y caminar estando en mi pueblo por intrincadas cañadas de álamos amarillos, y percibir las caricias de húmedas bocanadas de viento otoñal.
Quiero soñar que estoy despierto y llegar a poder dormir en aquél cortijo de chimenea y candil, de pajar como alcoba, y oír en noches oscuras el lamento de los mochuelos mezclado con el del ulular del viento.
Quiero soñar que estoy despierto y llegar a ser grano de trigo en la simienza, ser tierra que lo arrope con la vertedera del arado, y agua otoñal que empape los surcos fabricados en aquellas exiguas besanas.
Quiero soñar que estoy despierto y elaborar sueños de niño con miedos a leyendas ancestrales, miedo a la palmeta de aquél aprendiz de maestro, a la leche en polvo de aquél colegio, y miedo a no encontrar jornal en aquella plaza.
Quiero soñar que estoy despierto porque quiero ser flor otoñal en aquél añorado jardín de mi infancia, y poder contemplar los pétalos aterciopelados de sus rosas después de que la lluvia acunara en ellos gotas de plata cristalina.
Quiero soñar que estoy despierto y llegar a encontrar en los campos de mi pueblo a la Flor del Año para contar los granos de su fruto y así valorar la cosecha de cereal venidera, pero ni por asomo quisiera tropezarme con la flor de la mandrágora, planta que siempre he respetado por sus leyendas recelosas, ya que cuentan que donde mora, hasta las olivas, medrosas ellas, llegan a abrazarse en noches oscuras y tenebrosas.
Quiero soñar que estoy despierto y respirar el aroma de la tierra mojada, el del hinojo de los caminos, el del polvo hecho barro de aquella era, y el de aquél inconfundible olor a lapicero de cedro de mi escuela mezclado con el tufo a humanidad en una tarde gris, fría, y otoñal.
Quiero soñar que estoy despierto y poder oír el casi desaparecido canto de la perdiz retumbando al alba en las cañadas y en los valles, y también percibir el dulce murmullo de los pajarillos aleteando en regajos salpicados de higueras, nogueras, y zarzas mientras buscan a esa hormiga de ala que vuela libremente, y no a aquella prisionera en la trampa de una “costilla”.
Quiero soñar que estoy despierto y encontrarme en aquella huerta donde me bañaba en mi infancia. Observo en mi sueño que no navega en la alberca aquél barquito de papel, y sí hojas mustias del manzano y del melocotonero cercano que siguen durmiéndose a los acordes del agua cayendo en la poza.
Quiero soñar que estoy despierto y adentrarme en el bosque de La Bañizuela, porque quiero ser madreselva trepadora por el tronco de un quejigo, y desde allí, contemplar las llamaradas de los colores del zumaque y los variados tonos de la sierra que se viste con el color de la lumbre en este tiempo de otoño.
Quiero soñar que estoy despierto, pero duermo sin querer despertar. Disfruto de un sueño profundo soñando con paisajes y pasajes vividos en nuestra tierra, y es que reconozco que me gusta soñar que estoy en mi pueblo.

Queridos amigas y amigos, en mi poder las credenciales que se me otorgan, y seguro de recibir en pocos días el placet de la autoridad competente madrileña, la embajada de Torredelcampo queda inaugurada con el permiso de la corporación local, por lo que a partir de este momento este humilde embajador se pone a disposición de todos los torrecampeños y torrecampeñas allí en la Comunidad de Madrid.
Yo espero y deseo que las relaciones entre Torredelcampo y Madrid sean siempre amistosas, pero si por cualquier circunstancia llegaran algún día a tensarse, y después de agotadas todas las vías diplomáticas, confio que no lleguen al extremo  tal, que nuestra alcaldesa llegue a tener que llamarme a consultas.
Doy las gracias, cómo no, a ella, a nuestra alcaldesa Francisca Medina Teba, a la concejala de bienestar social y nuevas tecnologías, Francisca Alcántara Godino, y a todos los miembros de la Corporación del Ayuntamiento de Torredelcampo por este título que se me concede.
Estad seguros de que voy a representar y defender los intereses del pueblo de Torredelcampo aportando para ello todo mi esfuerzo, además de la dedicación y entrega necesaria para desempeñar con honor el título que hoy se me otorga. Os prometo que os tendré siempre al corriente a través de mis despachos vía valija diplomática.
Por último decir, que de lo único que me beneficiaré de este cargo, si me lo permitís, será el de utilizar la valija diplomática referida. Valija que me servirá para llevarme a Madrid lo mejor que produce nuestra tierra,  aceite, y cómo no, el cariño de mi pueblo, y el de todos vosotros que estáis hoy aquí, pero claro, tantos afectos y muestras de cariño recibidos, estoy seguro, no cabrán en esa valija por muy grande que ella sea.
Muchas gracias a todos por haberme acompañado en este acto. Gracias de todo corazón.