Cuando a los niños en
mis tiempos nos dolía la barriga, al día siguiente si persistía el dolor, lo
más recurrente era que en ayunas te dieran a beber un par de vasos de agua de
Carabaña. <<Dale una purga>> era lo que recomendaba la vecina más
experimentada que ya casó a todos sus hijos y que solucionaba este
problema cuando estaban estreñidos. El
agua de Carabaña venía envasada en botellas de cristal transparente de medio
litro, envase que era empleado después para otros usos, entre ellos el de
utilizarlo para que el cabrero a puerta de calle nos llenase de leche
directamente la botella desde las ubres de las cabras, y también para medir la
ración de vino del cabeza de familia.
Otra de las
recomendaciones de aquella vecina para paliar el dolor de tripa sería la de
emplear unas friegas con linimento del Tío del Bigote, aquél potingue oloroso
que en el frasco aparecía un señor luciendo un enorme mostacho, y una frase: Linimento Sloam, Mata Dolores. Si al
tercer día el niño no había evacuado, aquella buena vecina lo más seguro era
que ella misma le obligara a la pobre criatura a abrir la boca para que tragara
al menos dos cucharadas de aceite de ricino, por más que la abuela del
chiquillo se opusiera por los malos recuerdos que esto le traía de un tiempo
atrás, de cuando terminó la guerra, (…) y recomendaría mejor emplear una
lavativa, de las que se empleaban entonces, con el depósito de agua colgando y
la goma con su llave incorporada para abrir y cerrar a medida de la necesidad
del usuario.
Y así, con estos
remedios se solían aminorar muchos los dolores de tripa de mis tiempos, pero
ninguna de estas soluciones eran
eficaces cuando entre los recodos y sinuosidades de los intestinos anidaba la
solitaria, pero no voy a extenderme en esto último por lo desagradable que me
resulta resucitar escenas tan repugnantes. Pasados los retortijones, y
solucionado el problema de la evacuación, todo quedaba en una anécdota que
invitaba a la hilaridad ante cualquier comentario, pero cuando el dolor de
barriga se presentaba con vómitos y fiebres, sucedía que la familia no podía
disimular su preocupación ante el temor de que esos dolores fueran los de la “pendi”, a los que en mis tiempos también
llamaban “el dolor del miserere”, o cólico del miserere ya que quiénes lo
sufrían si no se diagnosticaba a tiempo no tenían salvación muriendo a los
pocos días entre fuertes dolores, fiebres, y vómitos.
Miserere, que significa en latín, apiádate o ten
piedad. Cierro mis ojos y me remonto siglos atrás cuando quiénes lo sufrían
recibían la visita del sacerdote entre cánticos en latín implorando
misericordia por el que iba a morir, lo que contribuiría a la desazón del
agonizante.
La palabra más usada en
nuestro pueblo cuando se sufrían retortijones de tripa era la de estar aterquinao, que en la mayoría de los casos eran por los excesos de
tantos y continuos potajes como se consumían en mis tiempos, pero por desgracia
no se estaba aterquinao por comer jamón de Jabugo o por consumir angulas de Aguinaga, ni tampoco por comer lo
que leí una vez en la carta de un restaurante: mar de arroz al toque de azafrán con hilos de mejillón, salpicado con
sudor de olivas jiennenses (hubiese quedado mejor con sudor de olivas
torrecampeñas) Cuando ahora te atiborras de estas exquisiteces lo más que te
puede pasar es que te diagnostiquen gases.
Todo ha cambiado
naturalmente a mejor, y es que las levaduras simbióticas, las bacterias, el
dióxido de carbono, y hasta el metano que producen nuestros intestinos es de
una calidad tal, que cuando salen al exterior llegan a confundirse con los mejores perfumes, como el del
parfum chanel nº 5 por poner un
ejemplo. En fin, no es cuestión de invitarles a comprobarlo.
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