miércoles, 3 de octubre de 2018

MI PRIMER VIAJE A LA CAPITAL




Ir en mi niñez a Jaén era toda una aventura.  Anhelaba el viaje contando los días para viajar a la capital. La primera vez que lo hice fue  acompañado de mi madre y de mi abuelo para comprarme los zapatos de mi primera comunión. Para ello,  no había otro establecimiento más recomendable que aquél donde iban la mayoría de los torrecampeños,  que era a  casa de Antón, comercio que estaba si mal no recuerdo en la Puerta Barrera. Me llamó la atención el enorme zapato que había a la entrada, y el olor tan característico que emanaba la tienda; era algo así como una mezcolanza propia del caucho de las incontables zapatillas,  combinado con el del cuero de los cientos de zapatos que de seguro albergaban sus estanterías.

El medio de transporte más usual y más cómodo para ir a la capital era utilizando el autocar de Manuel Alcántara, y para ello había que ir al menos una hora antes a sacar los billetes. Y allí, dentro del garaje que estaba frente  donde están las dependencias de Oleocampo, le recuerdo en su oficina expendiéndolos a través de una ventanilla. Preguntaba el nombre y apellidos del viajero que inmediatamente escribía de manera parsimoniosa en un taco  taladrado para cortar el ticket, pero antes,  ponía debajo un papel de calco para quedarse con una copia. Seguramente eran  normas establecidas en aquellos tiempos. Sus gafas de cristales redondos le ayudarían supongo en el manejo de la escritura. 

La ilusión desbordante del viaje hacía que disfrutara de él desde días antes. Ansiaba  montarme en aquél primitivo autobús para  luego presumir ante mis amigos. Recuerdo que aparcaba  aproximadamente donde ahora está la confitería. El meterme dentro del autobús y ocupar un asiento de eskay  al lado de la ventanilla fue un gozo desmesurado que apagaba el del olor intenso a gasolina que sin querer se saboreaba dentro. Cuando el chófer, un hombre de ojos prominentes, de cara arrugada, que lucía un blusón de color azul puso en marcha el vehículo, recuerdo que mi madre se santiguó como el resto las demás viajeras y eso me produjo cierto recelo.   

Ya en la capital, miraba todo extrañado, los edificios tan distintos de los del pueblo, el trasiego de tanta gente por las calles, donde mujeres con cestos se mezclaban con militares, clérigos, y monjas, además de los coches que circulaban por las principales avenidas, a los que un guardia urbano ayudaba  al tráfico de los mismos, todo esto lo retengo en mi memoria entre otras más cosas, además de albergar la sospecha de que  las gentes nos identificaban como catetos y pueblerinos. Fueron estos algunos  pequeños detalles que quedaron impresos en mi mente para siempre, y por estas cosas, mi anhelo por mi viaje se transformó en desasosiego deseando volver a montarme de nuevo en el autobús y regresar al pueblo. Muchas de estas extrañas sensaciones la percibí nuevamente recién llegado a Madrid hace ya más de cincuenta años.  

El hermano de mi abuelo paterno era conocido en el pueblo como José el Cochero porque tenía una calesa tirada por caballos y se dedicaba a llevar viajeros a Jaén; me remonto a últimos del siglo XIX y principios del XX.  Este familiar no escribiría de cómo era Jaén en sus tiempos, ni tampoco de su coche caballos. Lástima, era otra época.