miércoles, 25 de noviembre de 2020

EL CUADRO DE NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO

 

Puede que fuese en el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis, pero qué importa que yo tuviese en aquél tiempo siete, que ocho años, lo cierto es que en nuestra memoria  todos  coleccionamos recuerdos y escenas vividas que sin  pretenderlo, a veces,  de manera involuntaria se proyectan en nuestra mente porque en su día quedaron grabadas y guardadas en el desván donde atesoramos nuestras evocaciones como la que paso a relatar.

Sé que estaba jugando en la calle, lo hacía en compañía de mi amigo Joaquín mientras mi madre y la suya hablaban en animada charla a pocos metros de nosotros cuando desde la esquina de la calle del Camino de la Estación un hombre nos llamó a voces solicitando que fuésemos hasta él. Lo hicimos acompañados de nuestras madres. Al llegar,  vimos recostados en un poste de la luz que había en la esquina citada, varios bultos embalados en papel de envolver todos ellos muy bien abrochados con cuerda de bramante. Aquél señor que nos requirió,  por su indumentaria era fácilmente identificable con cualquier viajante, pues el traje y la corbata que vestía era el propio de estos señores que en mis tiempos iban visitando los comercios. No eran las horas de la llegada del correo, por lo que deduje más adelante que  aquél forastero arribaría a nuestro pueblo en los coches de Ureña, cuya parada estaba entonces frente al hotel.  

Aquél señor del traje y corbata se dirigió a nuestras madres para pedirles permiso para que les ayudásemos a llevar parte de aquellos bultos hasta la iglesia de nuestro pueblo a cambio de una propina. Nuestras madres no pusieron reparos por lo que el viajante cogió el envoltorio más voluminoso que a juzgar por la desenvoltura que lo aprehendió supuse que era el que menos pesaba, Joaquín, mi amigo, el que le seguía por orden de dimensión, pues era unos años mayor que yo, y en mi caso el que parecía más liviano de los tres paquetes, pero a pesar de tocarme a mí el que pareciera el de menos  volumen, creo que me endilgaron el más pesado ya que las cuerdas de aquél paquete se hundían en la tierna carne de mis manos puesto que a intervalos tenía que parar para descansar, así hasta llegar a la sacristía de la iglesia.

Dos reales en una moneda de aquellas de agujero,  le dio a mi amigo Joaquín, y a mí solo un real en tres monedas, dos perras gordas y una perrilla por llevar uno de aquellos paquetes que según le dijo el tacaño viajante o comerciante a Don Federico, contenían el cuadro de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, el que cuelga en los muros de nuestra parroquia. 

A lo largo de mi dilatada vida he vivido situaciones de peligro de las que siempre he salido airoso, y cuando ello me ha sucedido, la imagen del Perpetuo Socorro ha aparecido siempre en mi mente situándome delante de ella en nuestra iglesia en el sitio donde ha reposado muchos años, casi al final de la nave parroquial y próxima a la puerta de la sacristía. Ahora, desde hace un tiempo se encuentra  no muy distante de la también venerada imagen de la Virgen de los Dolores y la del Cristo yacente del Santo Entierro.

En mi alcoba, cuelga un pequeño icono de la Virgen María que por su estilo bizantino se asemeja a la del Perpetuo Socorro, regalo de la familia bielorrusa de la niña que durante muchos veranos años la tuvimos acogida en nuestro hogar. Estando visitando yo y mi esposa ese país al poco de la caída del muro, pernoctando en casa de los padres de esta niña, un día fuimos a por agua a una fuente que nacía en los márgenes del rio Dnieper, muy caudaloso por cierto,  donde allí a pocos metros de la citada fuente existía una pequeña edificación en forma de galería que pareciera adentrarse en el corazón de unas peñas. Su entrada estaba flanqueada por una verja de la que sobresalía una cadena oxidada al igual que su candado, lo que denotaba un abandono más que palpable. Detrás  de la reja aparecía  una puerta cerrada y desvencijada la que daba acceso  a la gruta, por lo que sintiéndome curioso  por saber que se escondía allí pregunté y me dijeron muy discretamente, casi entre dientes en su idioma, que dentro de aquella bóveda se veneraba a la Virgen María por la religión cristiana y no la ortodoxa que es la religión mayoritaria que se practica allí. Los abedules que pueblan todo ese país no podían faltar alrededor de aquella ermita. Era a principio del mes de mayo y estos árboles ya aparecían con las botonaduras de las primeras hojas a punto de eclosionar, por lo que la savia ya circulaba por sus ramas, y pude apreciar que perfiles de metal en forma de uve incrustados en sus troncos iban recogiendo la savia que se iba derramando gota a gota en  recipientes de plástico que colgaba del metal. Me dijeron que aquella esencia que derramaban los abedules cercanos a aquella gruta tenía poderes milagrosos.

Volviendo al cuadro de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de nuestra parroquia me gustaría saber la fecha en el que está inventariado. Un día se lo preguntaré a nuestro párroco Don Pedro, solo por asegurarme de que los bultos que llevamos  mi amigo Joaquín y yo contenían la tan venerada imagen junto con sus ornamentos dorados del contorno del cuadro.

Joaquín Mena, mi amigo de la infancia, años más tarde emigró a Bilbao y no ha vuelto a nuestro pueblo nada más que en contadas ocasiones, pero sé que la vida siempre le ha sonreído, y yo, la verdad, tampoco me he podido quejar.   

La fe es la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve.

Antero Villar Rosa

 

 

 

 

ESTELAS DEL PASADO

 


Año 1956

Es media mañana. Los ecos del que vendía las tortas de la confitería que a veces se mezclaban  con el de los churros –tallos calientes- ya se han apagado. Llego a la plaza y me acerco hasta el quiosco del Torero donde un grupo de niños de mi edad hojean tebeos. Me cuesta una perra gorda leer el último ejemplar salido del Capitán Trueno.

Nunca se me dio muy bien saltar los baluartes o “pinetes” que adornaban los muros que circundaban una parte de la plaza, en cambio a Pablo Villar y a su hermano Keko, los hijos del empleado del Banco Central, el del bigote,  son unos acróbatas, pues van saltando junto con otros chavales cada uno de los chirimbolos sin importarles el peligro que ello conlleva.

Es domingo. La gente se agolpa en uno de los laterales de la plaza para ver a unos novios que se dirigen a la iglesia para casarse. Delante, va la novia del brazo del padrino, detrás, lo hace el novio y la madrina, a los que les siguen todo un séquito de gente de las dos familias mientras las campanas redoblan a fiesta por ser domingo.

Hay músicos uniformados con sus instrumentos que se mezclan entre el bullicio de la plaza y van poco a poco dirigiéndose  hacía un espacio establecido donde todos los domingos ofrecen un concierto. Ya sentados frente a sus atriles esperan la indicación del maestro Pedro Benito Pancorbo para iniciar la función. Juanito González, el Ito va indicando a la gente con los dedos y poniéndose rígido, que son dos las personas fallecidas hoy en el pueblo. Después, se sitúa cerca del maestro de música, y  allí permanecerá con una trompetica de juguete en las manos hasta que suene la última partitura. El pasodoble Amparito Roca,  así como El Gato Montés, son muy aplaudidos por la concurrencia. El color negro de la vestimenta de las mujeres mayores y el de los galones del mismo color que lucen muchos hombres en las mangas de las chaquetas de “ballico”, más las  chalinas del mismo color que cuelgan en sus cuellos, se confunden ahora con la gama de colores vivos que visten los chiquillos que han salido del cine de la función de la mañana y se mezclan entre el gentío.

En una pared cercana a la confitería, la cartelera del cine Risán anuncia para el matiné una de tantas películas del oeste de Bob Steele, en torrecampeño,  Boteles, y para la noche, Scaramouche, de Stewart Granges. Merodeo junto con algunos amigos por los aledaños del cine para ver si podemos conseguir un prospecto de esta película. De nuevo las campanas de la iglesia voltean a la salida de los recién casados. Ahora, los novios del “bracete” se dirigen a la casa donde se celebrará el refresco junto con los invitados a la ceremonia.

De regreso a casa me paro en el herradero donde Eduardo y su hijo Pedro, ayudado por otro empleado, tratan de herrar a un mulo cerril al que por seguridad para evitar alguna coz le tienen amarradas las patas. Me gustaba ver con la maestría que clavaba los clavos en los cascos de las caballerías Eduardo, y como con aquél instrumento cortante sacaba virutas  de las pezuñas del animal hasta reducirlas antes de ponerles las herraduras.

Vuelvo a la plaza por la tarde, lo hago junto con algunos de los amigos del barrio. Dos borrachos van hablando entre ellos dando bandazos de un lado a otro de la avenida. A veces tienen que parar y sujetarse en algunos de los árboles de “bolicas” (en botánica cinamomos) del Camino de la Estación. Uno de mis amigos, Bastián, q.e.p.d., les reprende a voces con gritos de ¡paloma, paloma! que significaba en mis tiempos: borracho, a lo que no tardamos en sumarnos los demás. Uno de los beodos nos dice que nos da una peseta si dejamos de llamarlos paloma. Mi amigo, el agitador, coge la peseta e intenta quedársela para él, pero su hermano Diego Rubio de manera terminante le ordena repartir el botín entre los cuatro que formamos el grupo en el que también se encuentra Juanito Peragón, que asimismo nos dejó hace muchos años. Tocamos a real. Ya tenemos para ayudar a la entrada del cine a la primera función. ¡Qué golfos y gamberros éramos!

La fuente o mejor dicho Los Caños que estaban mirando siempre al Camino de la Estación caen cada uno de los chorros en su desagüe. Es extraño que no haya nadie como es habitual llenando cántaros. El agua se pierde en el abrevadero donde un hombre da de beber a una yunta de mulas. Juan Diego riega los boneteros de Los Jardinillos y algunas incipientes macollas de dompedros que antes de la feria abrirán sus flores al atardecer de cada tarde. Mañana este conocido empleado del ayuntamiento llevará en un carrillo de mano dos recipientes de aluminio llenos de agua a los colegios del Caminillo para la leche en polvo que tomamos todos los días.

En los banco de la plaza y en los poyetes hay algunas personas en animada charla. Un hombre subido en su caballería pasa por la puerta de La Peña donde hay tertulianos bajo un toldo color amarillento que se sostiene con puntales de metal anclados en la plaza. Están sentados alrededor de veladores a un lado a otro de la calle. La mula, al pasar por el pasillo entre ellos, suelta una buena ración de olorosas boñigas (en torrecampeño cajoneras) que van desperdigándose al paso lento de su caminar. Uno de los tertulianos que luce un traje adornado con un pañuelo blanco en el bolsillo de la chaqueta se levanta e increpa con voces destempladas al de la caballería. Este, vuelve con gesto serio la cabeza hacía el que vocifera pero no dice nada. Cuando deja de hacerlo y mira para la calle Las Cruces lo hace con una sonrisa que le llega de oreja a oreja. Un orondo municipal que se encuentra sentado en una silla en la puerta del ayuntamiento se levanta y se encamina para ver qué sucede. Al levantarse muestra el ancho cinturón de su uniforme escondido antes cuando estaba sentado por su abultada barriga. Al poco vuelve a su silla y de forma parsimoniosa lía un cigarrillo.  

Tengo un puñado de prospectos de cine para jugar a las bolas en las inmediaciones del cine, o cambiar los repetidos. Mis amigos y yo nos dirigimos hasta allí. Al cabo de un rato de estar jugando un chiquillo grita de manera desaforada que van a salir los bautizos de la iglesia. Todos los chiquillos que estábamos jugando salimos corriendo en tromba. Cuando sale la madrina con el primer niño en brazos envuelto en su faldón, todos los chavales a una sola voz gritamos “!arroña, arroña, arroña!”. El padrino ya preparado echa mano a sus bolsillos y lanza al aire varios puñados de monedas, todas perras gordas y perrillas que entre empujones y alguna pelea que otra vamos recogiendo. Al padrino que no lo haga, oirá a coro “!engorruñio, engorruñio!”.

Estoy contento, el dinero para ir al cine, lo tengo asegurado, pero he de pedir permiso a mis padres para la primera función. Mis padres acceden a cambio de que al día siguiente después del colegio debo de ir a la fuente a por dos cántaros de agua.

Empujones, codazos y algún que otro golpe para entrar en el gallinero. Mientras gritamos <<que lo echen ya>, una espesa niebla reina en el cine por el humo del tabaco. El Nodo se ve difuso y Joaquín desde la sala de proyección tiene que mandar a voces que se abran las ventanas del gallinero.

Cuando salgo del cine los “mosicos y mosicas” que daban vueltas y más vueltas en la plaza ya se marcharon. Algunos de ellos/as se habrán enamorado hoy.  Años más tarde  -creo que prematuramente-, cuando las hormonas de la pubertad de manera inexorable se agitaron en mí ser, yo, como tantos otros, también utilicé las viejas y heredadas técnicas de la seducción dando vueltas en nuestra plaza. Claro que aquello, como todo lo que narro en este escrito, eran otros tiempos

Antero Villar Rosa