viernes, 1 de noviembre de 2019

EN UNA SALA DE URGENCIAS



Eran aproximadamente la una de la tarde. La sala de espera con asientos para más de cien personas a esta hora sólo estaba ocupada por apenas una veintena. El trasiego de gente entrando y saliendo era muy fluido por lo que sostuve la esperanza de que nuestra espera no fuera a  prolongarse  mucho. No se oía nada más que el altavoz llamando a los pacientes y algún leve susurro.
Al poco, un grupo de gente vociferando  entró en tropel en la enorme sala e hizo que todos los presentes estuviésemos pendientes  más de esta cuadrilla, que del servicio de megafonía.  El colectivo lo formaban mujeres la mayoría enlutadas, muchas de ellas con pañuelos negros que cubrían sus cabezas y hombres algunos con sombreros del mismo color. Un enfermero empujando un carro hospitalario con una mujer acoplada en él, entró momentos después en la sala y aparcó el carrito junto a los que no paraban de hablar  a quienes les impartió antes de irse algunas instrucciones. Detrás de él venía otro grupo más numeroso que el anterior que se mezcló con los recién llegados rodeando a la supuesta enferma del carrito.
La paciente entrada en años y en quilos no paraba de quejarse. Sus enormes posaderas sobresalían y se derramaban por los huecos del carro, por lo que pensé que sus muelles y lona serian de una calidad extrema para soportar la presión de su enorme peso. Un señor mayor con un penacho de bigote blanquecino enarbolando un barnizado bastón adornado con crines recogidas en varios ramilletes de cuero repujado que colgaban en cascada en la garrota, se acercó a la paciente y le preguntó si tenía hambre. Otra mujer contestó por la aludida de manera afirmativa, por lo que  el del bastón tiró de cartera y ordenó a uno del grupo ir a comprar al supermercado.    
Los acompañantes de la supuesta enferma cada vez eran más, pues ahora  algunos niños acompañados de sus padres recién llegados correteaban de un lado a otro de la estancia. Los demás  de la cuadrilla cuchicheaban en grupos con claros signos de preocupación en sus rostros, mientras que las mujeres con caras compungidas agasajaban con palabras y gestos a la oronda señora acomodada en el carro.
El del “mandao” no tardó en llegar pues aunque el super estaba a un tiro de piedra del hospital, éste, debió de aligerar más de lo debido. Entró con un saco de papel repleto de barras de pan que dejó depositado en uno de los asientos junto con una bolsa casi a rebosar de viandas, e inmediatamente echando mano a su bolsillo, extrajo de él una navaja de grandes dimensiones que abrió ipso facto. El chirriar de muelles albaceteños resonó en la sala como el sonido de la puerta de aquella serie televisiva “Historias para no dormir”. Los que allí estábamos no perdíamos detalle, entre ellos, algunos musulmanes y rumanos, además de sudamericanos que no salíamos de nuestro  asombro.
El de la navaja empezó a abrir de arriba abajo barras de pan mientras que otros  se afanaban en rellenarlas de jamón, chorizo y queso. A los pocos minutos, casi todos, como si fuese un concierto para clarinetes y oboes en si bemol,  dirigida la orquesta por el de la garrota haciendo esta de batuta, enarbolaban entre sus dos manos un bocadillo de la largura de toda una barra de pan de cuarto de kilo, de las llamadas de pistola. Lo que más me extrañó es que la supuesta paciente, comiendo a dos carrillos engullía con una  avidez desmesurada uno de aquellos descomunales bocadillos ayudada por un familiar que le sostenía una botella de agua que le serviría para desatascar de cuando en cuando el “tragaero”.
Los musulmanes, entre ellos varias mujeres ataviadas con el  hiyab, miraban a los pecadores con la clemencia y extrañeza que las circunstancias aconsejaban, y rezarían a su dios por aquellos manifiestamente no sarracenos que degustaban jamón y chorizo prohibidos  por su religión con aquella voracidad tan desenfrenada. Una mujer joven de curvas sinuosas y de inhiestos senos, con un acentuado color más que tostado, de allende los mares, trataba de contener su risa y la disimulaba cuando no podía dominar la hilaridad tapándose el rostro con un sobado 20 Minutos.
Cuando me nombraron por megafonía, aún quedaban algunos de ellos dando cuenta del enorme bocata, no así la supuesta paciente que se lo embuchó en un pis-pas. Unos de los del grupo que se habían internado en las dependencias de urgencias instantes antes de que yo lo hiciera  sin esperar a su turno, suplicaba a una enfermera en el pasillo que atendieran cuanto antes a su “mama” que estaba “mu malica”; que atendieran a la del carrito, a la que se había metido entre pecho y espalda aquél enorme bocadillo.
La “reparación” a mi dolencia quedó solucionada con paracetamol, la de la susodicha señora lo ignoro, aunque tal vez le recetaran  otro bocata de igual calibre que el recién zampado.
Pero vamos progresando. Años atrás, en los jardines de otro hospital madrileño, haciendo guardia al enfermo, cocinaban gentes como estas en el césped entre tres piedras. El humo de la olla oliendo a francachela se expandía por todo el entorno y llegaría hasta el Retiro cercano donde se diluiría entre las fragancias de sus flores.
El colectivo que no he querido nombrar ni tampoco darle el nombre de etnia te habrá resultado fácil  identificarlo. Asimismo el acontecimiento narrado no he pretendido mostrarlo de forma despectiva e injuriosa hacia ellos, por lo que nadie interprete que es mi intención ofender ni menos mancillar sus costumbres, sino como una anécdota graciosa propia de su cultura que me ha parecido valía la pena compartir contigo. Seamos tolerantes. Que prevalezca el respeto.
                   



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