Eran aproximadamente la
una de la tarde. La sala de espera con asientos para más de cien personas a esta
hora sólo estaba ocupada por apenas una veintena. El trasiego de gente entrando
y saliendo era muy fluido por lo que sostuve la esperanza de que nuestra espera
no fuera a prolongarse mucho. No se oía nada más que el altavoz
llamando a los pacientes y algún leve susurro.
Al poco, un grupo de
gente vociferando entró en tropel en la
enorme sala e hizo que todos los presentes estuviésemos pendientes más de esta cuadrilla, que del servicio de
megafonía. El colectivo lo formaban
mujeres la mayoría enlutadas, muchas de ellas con pañuelos negros que cubrían
sus cabezas y hombres algunos con sombreros del mismo color. Un enfermero empujando
un carro hospitalario con una mujer acoplada en él, entró momentos después en
la sala y aparcó el carrito junto a los que no paraban de hablar a quienes les impartió antes de irse algunas
instrucciones. Detrás de él venía otro grupo más numeroso que el anterior que
se mezcló con los recién llegados rodeando a la supuesta enferma del carrito.
La paciente entrada en
años y en quilos no paraba de quejarse. Sus enormes posaderas sobresalían y se
derramaban por los huecos del carro, por lo que pensé que sus muelles y lona
serian de una calidad extrema para soportar la presión de su enorme peso. Un
señor mayor con un penacho de bigote blanquecino enarbolando un barnizado
bastón adornado con crines recogidas en varios ramilletes de cuero repujado que
colgaban en cascada en la garrota, se acercó a la paciente y le preguntó si
tenía hambre. Otra mujer contestó por la aludida de manera afirmativa, por lo
que el del bastón tiró de cartera y
ordenó a uno del grupo ir a comprar al supermercado.
Los acompañantes de la
supuesta enferma cada vez eran más, pues ahora
algunos niños acompañados de sus padres recién llegados correteaban de
un lado a otro de la estancia. Los demás
de la cuadrilla cuchicheaban en grupos con claros signos de preocupación
en sus rostros, mientras que las mujeres con caras compungidas agasajaban con
palabras y gestos a la oronda señora acomodada en el carro.
El del “mandao” no
tardó en llegar pues aunque el super estaba a un tiro de piedra del hospital,
éste, debió de aligerar más de lo debido. Entró con un saco de papel repleto de
barras de pan que dejó depositado en uno de los asientos junto con una bolsa
casi a rebosar de viandas, e inmediatamente echando mano a su bolsillo, extrajo
de él una navaja de grandes dimensiones que abrió ipso facto. El chirriar de
muelles albaceteños resonó en la sala como el sonido de la puerta de aquella
serie televisiva “Historias para no dormir”. Los que allí estábamos no
perdíamos detalle, entre ellos, algunos musulmanes y rumanos, además de
sudamericanos que no salíamos de nuestro asombro.
El de la navaja empezó
a abrir de arriba abajo barras de pan mientras que otros se afanaban en rellenarlas de jamón, chorizo
y queso. A los pocos minutos, casi todos, como si fuese un concierto para
clarinetes y oboes en si bemol, dirigida
la orquesta por el de la garrota haciendo esta de batuta, enarbolaban entre sus
dos manos un bocadillo de la largura de toda una barra de pan de cuarto de kilo,
de las llamadas de pistola. Lo que más me extrañó es que la supuesta paciente,
comiendo a dos carrillos engullía con una avidez desmesurada uno de aquellos descomunales
bocadillos ayudada por un familiar que le sostenía una botella de agua que le
serviría para desatascar de cuando en cuando el “tragaero”.
Los musulmanes, entre
ellos varias mujeres ataviadas con el
hiyab, miraban a los pecadores con la clemencia y extrañeza que las
circunstancias aconsejaban, y rezarían a su dios por aquellos manifiestamente no
sarracenos que degustaban jamón y chorizo prohibidos por su religión con aquella voracidad tan
desenfrenada. Una mujer joven de curvas sinuosas y de inhiestos senos, con un
acentuado color más que tostado, de allende los mares, trataba de contener su
risa y la disimulaba cuando no podía dominar la hilaridad tapándose el rostro
con un sobado 20 Minutos.
Cuando me nombraron por
megafonía, aún quedaban algunos de ellos dando cuenta del enorme bocata, no así
la supuesta paciente que se lo embuchó en un pis-pas. Unos de los del grupo que
se habían internado en las dependencias de urgencias instantes antes de que yo
lo hiciera sin esperar a su turno,
suplicaba a una enfermera en el pasillo que atendieran cuanto antes a su “mama”
que estaba “mu malica”; que atendieran a la del carrito, a la que se había
metido entre pecho y espalda aquél enorme bocadillo.
La “reparación” a mi dolencia
quedó solucionada con paracetamol, la de la susodicha señora lo ignoro, aunque
tal vez le recetaran otro bocata de
igual calibre que el recién zampado.
Pero vamos progresando.
Años atrás, en los jardines de otro hospital madrileño, haciendo guardia al
enfermo, cocinaban gentes como estas en el césped entre tres piedras. El humo
de la olla oliendo a francachela se expandía por todo el entorno y llegaría
hasta el Retiro cercano donde se diluiría entre las fragancias de sus flores.
El colectivo que no he
querido nombrar ni tampoco darle el nombre de etnia te habrá resultado
fácil identificarlo. Asimismo el
acontecimiento narrado no he pretendido mostrarlo de forma despectiva e
injuriosa hacia ellos, por lo que nadie interprete que es mi intención ofender
ni menos mancillar sus costumbres, sino como una anécdota graciosa propia de su
cultura que me ha parecido valía la pena compartir contigo. Seamos tolerantes. Que
prevalezca el respeto.
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