viernes, 14 de mayo de 2021

MI GRATO SUEÑO EN SEMANA SANTA


 


(Foto de Gabriel Martínez en Amigos de Torredelcampo)

En mi sueño, aparece el olivar que vuelve otro año más a estar de luto. En el silencio sepulcral que  impera la noche del Jueves Santo, una luna  llena a la que le falta una rebanada, arropa con un desgastado sudario plateado a olivares y derruidos cortijos. Una huérfana y astuta perdiz, insomne, entre dos terrones, vigila las sombras de las olivas que se van moviendo al paso lento del  farol que cuelga en el cielo. Rompe este sepulcral silencio el llanto de algunas aceitunas olvidadas por descuidados y apresurados aceituneros cuando bocanadas desganadas de viento mecen las ramas de las olivas.

En los intervalos en los que la luna se cuela por las ventanas de los nublos, aprovecha el mochuelo para salir por entre las piedras amontonadas del derruido cortijo para emitir aflautados y lastimeros aullidos que sobrecogen. Escombros y muros con historia los de estos cortijos que apenas pueden sostenerse y que otro año más aguzan su oído esperando a que el viento les regale el sonido de tambores y trompetas que a veces desde el pueblo volaban hasta allí para el gozo de los chiquillos cortijeros.

En la ladera de un camino solitario, un vetusto y desaliñado almendro de tronco negruzco, muestra su cosecha de tiernas allozas esperando el regreso otro año más  de aquellos niños anémicos que las birlaban mientras hacían la rabona (*). 

En el pueblo, el silencio es más espeso aún que el del campo. Extraña noche la del Jueves Santo sin la procesión del atardecer. Las calles solitarias sin penitentes parecen querer revivir los rezos de antiguas procesiones concediendo a las farolas un halo de mística bruma.  Otro año más están los balcones sin colchas y colgaduras que los engalanen y nadie lanzará desde ellos al aire una saeta. En la tranquilidad de la avanzada noche se oyen sollozos que salen desde una ventana, es el llanto  de una niña cofrade que llora desconsolada porque su túnica otra vez más reposa sin planchar en un cajón oliendo a alcanfor y no a cera e incienso.

Se acerca la madrugada. La plaza está solitaria porque nadie espera a que se abran de par en par las puertas del templo. No sonará la marcha real a la salida de Nuestro Padre Jesús, pero el Cirineo sigue ayudándole día tras día a llevar la Cruz. Lleva años, siglos, haciendo este trabajo y nunca se cansa. Me apunto a reemplazarle cuando él me diga. Todos dicen que llevamos nuestra cruz a cuestas, pero la de Cristo es la más  pesada, aun así, quisiera estar  de los primeros en esa lista.

En la frescura de la madrugada, una golondrina que acaba de llegar de su largo viaje se mece en un cable anunciando con sus gorjeos la estrenada estación. Por el Camino Viejo sube el pintor de la primavera que de un amarillo intenso pintará con otra mano más a las abulagas que en manchas desperdigadas pueblan el monte dotándolo de coloridos contrastes.

En la ermita, la Abuela juega en la lonja con la Niña mientras que la claridad del nuevo día se deja ver detrás de la agreste silueta de Reguchillo. Santa Ana le reprende a su hija que como niña quiere subir hasta la espadaña a jugar con la campana. Para consolarla, nuestra Patrona le entreteje una corona de estrellas de las más brillantes del firmamento y la Niña agradecida se funde con su madre en un abrazo. En mi sueño, le digo a Santa Ana que se ha dejado olvidada en la bóveda celeste la estrella más brillante, la del lucero del alba -entiendo que este olvido es producto de sus muchos años-. Me siento reconfortado con la cálida y dulce sonrisa que nuestra Abuela me dedica, e inmediatamente recoge el lucero del cielo y se lo entrega a su hija. Al momento, la Virgen Niña se ve envuelta por las ráfagas del resplandor imperecedero que merece y ostenta desde siempre la Madre de Dios.

Fuera de mi ensoñación, en la madrugada del Viernes Santo, veo a la luna madrileña envuelta en un revoltijo de sabanas negras. Mal presagio, y es que la pandemia persiste.

Queridos amigos/as, como soñar no cuesta nada, desde mi tierra adoptiva, en Semana Santa, he recorrido los campos de nuestro pueblo,  sus calles, y cómo no,  he visitado el lugar más sagrado de todos los torrecampeños/as, nuestra ermita. Tenía que hacerlo.

(*) Rabona: Faltar a clase

EL ALMOCAFRE.


 EL ALMOCAFRE.

En los meses de marzo y abril, el almocafre, o “almocafe” como a este instrumento se le conocía en nuestro pueblo, era la herramienta que servía para en el tiempo descrito, escardar los sembrados de las malas hierbas. Dentro del intenso color verde de la campiña mientras se efectuaba este trabajo, resaltaba en el sembrado el blanco de las camisas de los esforzados hombres del campo que encorvados iban con el almocafre aniquilando a las hierbas parásitas de la siembra.
Encorvados, con el brazo de la mano izquierda descansando sobre la entrepierna del mismo remo, era esta la postura correcta que servía para amortiguar el peso del cuerpo y al mismo tiempo darle juego al muelle de la cintura, al mismo tiempo que con la otra mano se sostenía el almocafre que con su picacho de metal iba aporcando el sembrado y liberándolo de las plantas inútiles que habiéndose hospedado en el cultivo, si no se exterminaban llegarían a terminar por asfixiarlo.
Me gustaba este trabajo porque daba tiempo mientras se realizaba a distraerme con las conversaciones de las personas mayores, unos, contando cosas de la guerra, otros soñando con vivir algún día con la misma calidad de vida que las de aquellos países que los emigrantes a su vuelta no paraban de elogiar, pero lo que más me gustaba escuchar eran las anécdotas y vivencias que estas personas contaban. Eran pues estos hombres, sobre todo aquellos que ya pintaban canas, una enciclopedia, y yo, una esponja que me nutria con su sabiduría y conocimientos que me valieron muchos de ellos para desarrollarme en aquél mundo que se me ofrecía a mis quince años.
Una de las anécdotas que yo recuerdo mientras ejercía el trabajo de la “la labra”, -así se le llamaba al trabajo de escardar-, me la contó un hombre realizando este trabajo en plena campiña pernoctando por las noches en un cortijo. Aquél hombre de estatura mediana, corpulento y de cejas muy pobladas se le conocía en nuestro pueblo como Salmerón, no sé si era apodo o apellido, y si memoria no me falla, vivía por La Rinconada o en la Carrera Baja, y para más señas tenía en aquél tiempo un caballo blanco al que cuidaba con esmero. Esta historia se las obsequié en su día a José Alcántara y a Juan Moral que la plasmaron en su libro: “Anécdotas, chascarrillos y otras historias de mesa camilla”, hecho que les agradecí. Libro este muy interesante cuajado de cosas curiosas que acontecieron en nuestro pueblo, y que aprovecho para recomendar su lectura.
Contaba el tal Salmerón, que siendo manijero de una cuadrilla de “pijalandrones” en Mingo López, “Mingalopes”, estando de vará, le robaron el pan de higo de su mochila que su mujer le había echado. Como ninguno de los mozalbetes dijo haberlo hurtado, aquél hombre le sugirió a su peón de confianza que inspeccionase con sigilo las defecaciones de sus compañeros, pues las semillas de los higos son muy delatoras y era la única manera de encontrar al culpable. Y así fue como aquél hombre descubrió al ladrón de pan de higo. Eran aquellos otros tiempos, tiempos en los que los garbanzos en los cortijos nadando en el tinajón se servían en la cena dando borbotones para que los avispados y tragones perdiesen el tiempo soplándole a la cuchara y no diesen así tantos viajes al recipiente donde se aposentaba el potaje, en detrimento de aquellos otros comedidos.
<<¡Niño, daleate pa otro lao en cuantico puedas!>> <<Búscate otro trabajo que no sea el del campo, mira que se pasan muchas fatigas y encima no somos bien miraos en ningún sitio>>, <<Si el trabajo del campo fuese bueno, ya nos lo habrían robado los ricos, y serian ellos los que estuviesen aquí en el tajo, y no los desgraciaos como nosotros>> Frases y consejos como estos los oía yo una y otra vez mientras que con el almocafre iba cercenando las malas hierbas de la siembra, tales como: “granillo oveja, jamalgos, amapoles, nerdos, ballico, paillas y otras,” pero sobre todo la hierba más perjudicial para el sembrado eran las avenas locas, planta que se confundía con las del trigo y la cebada; sólo para los entendidos era identificable porque sus hojas eran un poco más anchas y además tenían pelillos o filamentos. Aquellos que siendo jóvenes sabían distinguir a esta mala hierba, se hacían acreedores de un título que otorgaba la confianza de quienes los contrataban, y créanme que yo obtuve esa diplomatura. Esta planta una vez arrancada no se podía sacudir para quitarle la tierra de su cepellón, sino que se iba amontonando o echándolas en los majanos, pues su simiente que viajaba junto con las raíces, según contaban los más veteranos, valía para varios años.
Y así, en aquella campiña verde en los meses de marzo y abril me iba curtiendo a mis quince años en este menester al tiempo que las hormonas de la pubertad bullían en mi interior, y por este motivo, mis pensamientos solo lo ocupaban mis ya tempraneros escarceos amorosos. El Dúo Dinámico, con su canción: Quince años tiene mi amor, me invitaba a ello.
Aquél tiempo, como el del almocafre, ya es agua pasada. Hoy, he querido hablar de esta herramienta, que como otras muchas, anidarán en muchas cámaras entre el polvo y la herrumbre como la de la foto, cuando deberían de estar expuestas en una sala-museo en nuestro pueblo para que las nuevas generaciones y las futuras, puedan saber para qué se empleaban todas estas herramientas y demás aperos antes de la mecanización de la agricultura. Animo a nuestro Ayuntamiento a llevarlo a cabo antes de que desaparezcan.

QUISIERA ESTAR ALLÍ.

 

QUISIERA ESTAR ALLÍ.

Quisiera estar allí, pero sin estar estaré para acompañar al monte en su tristeza, y al mismo tiempo consolar a los pinos, que dicen, lloran abrazados cuando el viento agita su dolor. Me han dicho que las piedras milenarias de nuestra muralla ciclópea guardan luto silencioso, luto que se mezclará con otros duelos viejos sufridos a lo largo de su historia. Piedras mudas que no quieren manifestar el por qué hoy de su dolor a pesar de los ruegos incesantes del espíritu del Idolillo que salido de la cueva, durante la noche, le pregunta extrañado a la muralla por tanto silencio como impera hoy en el cerro. 

Quisiera estar allí, pero sin estar estaré para sentir la serena y olorosa brisa de la sierra mezclada con los gratificantes perfumes primaverales que envuelven nuestro cerro sagrado el primer domingo de mayo. 

Quisiera estar allí, pero sin estar estaré en la soledad de la ermita, para regalarle a nuestra Patrona, y a su Virgen Niña después de dos años de pregones mudos, este trocito de aquél, el de aquella romería que pregoné hace unos años donde recordaba lo solo que quedaba el monte después de que en procesión, todos, como era costumbre, acompañáramos a nuestra Patrona hasta la iglesia…

… y solo se quedó el cerro, sola se quedó la sierra. Por la noche retumbó el trueno, mientras que el agua regaba la tierra. Agua Virgen pura, agua de los mares, clamaban los romeros al morir la tarde. En la oscura noche, bebió con ansia el sembrado y saciaron su sed los olivos con el agua tan esperada en mayo. Agua de los cielos, no nos desampares, suplicaban los torrecampeños en la procesión a su Patrona. Y el aroma a monte recién duchado con gel de alhucema y mejorana, llegó a impregnar a la ermita, que solitaria estaba en la noche, porque en el cerro, no quedó ni un alma, ni un perro vagabundo, ni un rescoldo en las hogueras, tan solo una mujer, Dolores la Santanera. Se ve luz en su ventana, luz amarilla de una vela, asustada está la mujer, la que es vigía y centinela, le dan miedo los relámpagos, le dan miedo las tormentas, si Santa Ana estuviese allí, miedo ella no tuviera. 

Y el aire perfumado del monte mezclado con el de tierra mojada del olivar y la siembra, bajó raudo por el camino hasta llegar a la iglesia, donde tranquilas dormían la Madre de Dios y la Abuela.

Quisiera estar allí, pero sin estar estaré porque no quiero faltar a tu cita este primer domingo de mayo, una cita tan distinta de otros años, otra vez más huérfana de romeros en el monte, pero no de rezos y cánticos ante tu altar. Desde la distancia te imploro a Ti, y a nuestra Virgen Niña, que ruegues por tu pueblo aquejado e inmerso todavía en esta terrible pandemia. Abraza a todos los torrecampeños/as a los que llamó recientemente tu nieto nuestro Señor a su presencia, que estarán de seguro celebrando junto a Ti en el Cielo, de esa otra eterna romería. 

Siempre cobijado y reconfortado bajo el extenso manto de nuestra Patrona al que me abrigo y beso, os deseo desde la distancia una Feliz Romería con la prudencia que aconseja la situación que estamos atravesando.