jueves, 27 de diciembre de 2018

AQUELLA NAVIDAD DEL 58




La tarde fría de diciembre va agonizando lentamente. Los últimos rayos de sol alumbran con una luz mortecina los tejados de mi pueblo. En el corral, un gallo canta triunfante porque se ha quedado dueño del harén. Su contrincante, dentro de unas horas cantará en la sartén. Es Nochebuena. Cansadas, las aceituneras en un desfile de alpargatas de lona blanca, van entrando en el pueblo. Sus casi mudos pasos se mezclan con el afónico y apenas perceptible del producido por el de  las albarcas con las que los hombres arropan sus pies. Declina la tarde al tiempo que el humo de las chimeneas crea una neblina abrigando las calles. Los últimos mulos con su carga de aceituna al son de  campanillas que cuelgan de su cuello, se dirigen al molino. Algunos niños con pantalones cortos, ajenos a todo, juegan a las bolas restregando a veces sus arrecidas piernas entre el barro de la calle. Otro grupo de niñas juegan a la pata coja al “corache” sorteando una maraña de rayas y cuadrículas dibujadas en el blando barro. El niño aceitunero que siendo niño dejó de serlo para ganar un jornal,  portando una boina capada con la que se cubre su rasurada cabecita, pasa ante estos niños con muestras de preocupación. Teme la reprimenda de sus padres por haber roto trabajando una de sus alpargatas. Medio jornal tendrá que dejar esta noche por la compra de otras nuevas en casa de Lucia, la de la tienda de la calle las Cruces.

 La noche no se hace esperar. Se observa un inusitado movimiento de gentes en las calles aromatizadas ya por el humo de algunos adelantados guisos que expanden las chimeneas.  Se oyen carrascas y panderetas fabricadas a golpe de navaja. Los tapones de la cerveza aplastados sirven de címbalos emitiendo un sonido estridente. El Chache vende zambombas adornadas con rizos de papeles coloridos. Los tenderos atienden a las clientas cortando con la afilada bacaladera tajos de bacalao salado y famélico además de apergaminado que servirá para reforzar junto con algún pequeño trozo de tripa fina de salchichón de más que sospechosa carne grasienta, el sustento de la talega de la jornada de mañana.  Más tarde, grupo de mozos, de ronda, van por las calles desgranando risotadas y villancicos. En la casa de la moza interpretan “De quién es esta casa grande, con tantísimos balcones”. El padre de la muchacha se hace visible portando una botella rizada de anís Machaquito que circula de mano en mano. La futura suegra se hace también ver agasajando a los presentes con mantecados elaborados en el horno como aguinaldo. En otras casas suenan zambombas fabricadas con viejas orzas cubiertas su abertura con piel de conejo y como instrumento de percusión el carrizo de un “salao”.

Hace un frio que araña la cara y la gente anda presurosa por las calles. En la rampa entre los Jardinillos y la fuente de los Caños, unos niños entre los que me encuentro, con una lata, han derramado agua del pilar en los adoquines de la pendiente que al momento ha cristalizado. Nos escondemos detrás del quiosco del Vegeto, el de la esquina con el Camino de la Estación observando cómo la gente va cayendo al suelo dando trompicones, amontonándose a veces. ¡Qué cabrones éramos!  Hay grupos que van cantando villancicos. Los peces ya bebían en el rio por aquella fecha y Holanda tan lejos ya se dejaba ver. Pero villancico como “Madre en la puerta hay un niño” cantado por mi madre, era como una canción de cuna. Los abuelos entonaban otros con letras viejas y soniquetes que llegaban al alma. La cena será hoy en casi todas las casas especial. En otras, unas pocas de “rosetas” para los niños y unas batatas cocidas con azúcar y canela marcarán la diferencia esta noche. No se oyen ni cohetes ni petardos, pero Juanito, el Ito, explosiona en cada esquina a golpe de garganta todo un arsenal. En la confitería que está a pocos metros de La Peña, a través de la puerta de cuadriculados cristales, se observa a Luis y a su padre  Santiago, los confiteros, atendiendo a los parroquianos que demandan vino dulce que les ayudará a deglutir el polvorón que allí mismo consumen. <<Sólo quedan roquetas>>, le comenta una señora a otra en la puerta del establecimiento.

A medianoche, en la Misa del Gallo, don Federico, el prior, desde el púlpito derramará su sermón sobre la venida  al mundo del Redentor. Durante la homilía el sochantre vistiendo faldones de roquete para la ocasión igual que el monaguillo, sacará a la calle al borracho de siempre, aquél que a los pies del púlpito año tras año interrumpe la homilía. Es noche avanzada y el silencio se abraza con el frio relente. El runruneo de los rulos del molino de don Justo en el Camino de la Estación expande su cansino eco también en Nochebuena. El niño aceitunero duerme desde hace horas lo mismo que otros muchos como él. Mañana, por ser Navidad, tendrán que coger aceitunas entre la escarcha, arrastrando además, el barro de la “sarpa”.       

Así eran aquellas navidades de mi infancia. Puede que fuera en el 58, o en el 59, y por qué no en el 57. ¡Qué más da! El pueblo, los habitantes, y las costumbres, año arriba o abajo sigue estando todo impoluto durmiendo en los pasadizos de mi mente hasta que llegada la ocasión consigo  despertar evocaciones como estas que he narrado.

!!FELIZ NAVIDAD!!



martes, 27 de noviembre de 2018

AQUELLOS ZAPATEROS



Quién de los de mi generación no recuerda a aquellos antiguos zapateros. Sí, los del mandilón de cuero colgado al cuello sentados siempre frente a una diminuta mesilla reparando y fabricando calzado. Había al menos cinco o seis artesanos del cuero en nuestro pueblo que desaparecieron hace años como consecuencia de la fabricación en serie de calzados.

Una parte de la planta baja de la casa de estos laboriosos y aplicados artesanos la destinaban para ejercitar este  meritorio trabajo.  El olor a cuero de aquellos habitáculos, mezclado con el del montón de zapatos viejos por reparar que sin ningún orden solían reposar en un rincón, junto con el olor intenso y penetrable del betún, la cera, los pegamentos, además del que emanaba  aquél líquido rojo que le llamaban “dandi” que servía para dar color al calzado; todos estos olores se dejaban mecer por la calle y no había que preguntar dónde vivía el zapatero. 

Sentado en una silla baja, con el delantal ya reseñado, impregnado este de manchas negras y rojas producidas por el bregar diario, además de algún que otro corte provocado por descuidos de la afilada y larga cuchilla  con la que cortaba el cuero, el zapatero, alumbrado con una pobre luz que colgaba desde el techo hasta baja altura proyectándose su haz sobre la mesa, reparaba y confeccionaba a medida el calzado.

Me gustaba ver aquella mesita donde trabajaba repleta de pequeños compartimentos en su base colmados de tachuelas y clavos de distintas medidas, entre ellos, aquellos de metal en forma de media luna que servían para que no se desgataran las punteras ni los tacones y que sonaban tanto al andar. Las leznas de varios tamaños se hermanaban con otros raros punzones que servirían para taladrar los duros materiales de los calzados. Durante el trabajo de confección, la cuerda encerada era introducida por los agujeros realizados por los instrumentos antes reseñados; el coser a dos cabos revelaba la buena profesionalidad del maestro.

Aquellos artesanos no solo reparaban los calzados, sino que también sabían confeccionarlos a medida por encargo del cliente. Recuerdo que las botas para los hombres era lo más demandado,  sobre todo por los más pudientes, por los “vegueros”, “los que escupían por un colmillo”, frase esta de hondo calado en nuestro pueblo por aquél entonces que servía para identificar a los económicamente acomodados, el resto, llevaba los zapatos y botas a reparar con el encargo al zapatero de “ponerle un parche” al roto.

La horma era otra herramienta que no podía faltar en el taller del zapatero. Muchas veces esta imprescindible herramienta servía para ampliar un poco el calzado, así es que en mis tiempos, cuando el niño necesitaba un número más por el crecimiento normal de su desarrollo, muchas madres llevaban los zapatos para que metidos en la horma le diese algo de holgura, antes del desembolso de comprarle otros. En estos casos el martillo achatado con el que trabajaba cumplía de manera eficaz su función.

Así eran aquellos zapateros de mis tiempos donde no faltaba  algún tertuliano que le acompañaba al maestro mientras ejercía su trabajo. “Zapatero a tus zapatos” o “Con ellos ando”, frases las dos muy utilizadas y que se perderán con el tiempo como se extinguieron los zapateros que narro. Sirvan estas líneas como homenaje a estos artesanos y abnegados hombres que dejaron huella en nuestro pueblo.   


lunes, 19 de noviembre de 2018

BARRER LA PUERTA DE LA CALLE



Barrer la puerta de la casa es todavía una costumbre que en nuestro pueblo la siguen practicando las mujeres en muchas  calles torrecampeñas. Es esta una praxis muy extendida no solo en nuestro municipio, sino en otros muchos de cualquier rincón de la geografía española  que yo he podido comprobar cuando los he visitado.
Tal vez, este hábito de barrer el trozo de la calle aledaña a la propiedad, venga  desde la noche de los tiempos, de cuando las caballerías formaban parte de la vida de los habitantes de aquellas poblaciones rurales que subsistían de la agricultura. 

En mis tiempos, yo recuerdo mi calle, donde las mujeres barrían a diario la puerta de su casa con escoba de palmito o escobones, estos últimos fabricados de una planta llamada “cantarera” que se da mucho en nuestro pueblo. Así era muy normal en mi niñez ver a las mujeres barriendo la puerta de su casa ayudándose de un badil metálico de rabo corto para recoger la mugre. Barrían después de que las gentes del campo hubiesen marchado para los tajos, dado que las caballerías repartían boñigas a diestro y siniestro a su paso por las calles. Ni que decir tiene que este hecho se acentuaba en aquellas calles que servían de arteria para la salida al campo.
Durante la operación de limpieza, las vecinas, aprovechaban para ponerse al corriente de cualquier acontecimiento habido en el pueblo. Después de barridas la calles, los excrementos de las caballerías se depositaban en el “mulear”. No sé si la expresión muy popular de “ése barre para adentro” nacería como consecuencia del “egoísmo” de atesorar dentro de la casa la mugre.  

Muchas veces este trabajo de limpieza resultaba vano dado que el cabrero pasaba al poco con su rebaño de cabras sembrando esta vez de cagarrutas toda la calle. El cabrero, o los borricos del que vendía la cal, o el la miel de caldera, amén de otros que pregonaban sus mercancías que transportaban a lomos de un animal. En definitiva, el trasiego de caballerías por las calles dejaba su firma a su paso por ellas, por eso era muy común el ver cualquier calle, céntrica o no, adornada con “cajoneras”, algunas  olorosas,  recién salidas del horno, mezcladas con otras ya secas que denotaban que la calle o la puerta de alguna casa llevaba tiempo sin limpiarse.

Ahora, en nuestro pueblo, existen muchas mujeres que velan por la limpieza de su parcela de calle y acera. Un diez para todas ellas, sobre todo, porque en ocasiones tienen que recoger las huellas repelentes del apretón del perrito de turno  que su amo miró para otro lado incumpliendo las ordenanzas municipales después de que el animal ejerciera el acto de ciscar.  Pero a pesar de todo, en algo hemos ganado, pues seguro estoy de que estas ejemplares mujeres  que limpian de deposiciones perrunas las aceras de su puerta, ya no “barren para adentro”. Faltaría más.



  

miércoles, 3 de octubre de 2018

MI PRIMER VIAJE A LA CAPITAL




Ir en mi niñez a Jaén era toda una aventura.  Anhelaba el viaje contando los días para viajar a la capital. La primera vez que lo hice fue  acompañado de mi madre y de mi abuelo para comprarme los zapatos de mi primera comunión. Para ello,  no había otro establecimiento más recomendable que aquél donde iban la mayoría de los torrecampeños,  que era a  casa de Antón, comercio que estaba si mal no recuerdo en la Puerta Barrera. Me llamó la atención el enorme zapato que había a la entrada, y el olor tan característico que emanaba la tienda; era algo así como una mezcolanza propia del caucho de las incontables zapatillas,  combinado con el del cuero de los cientos de zapatos que de seguro albergaban sus estanterías.

El medio de transporte más usual y más cómodo para ir a la capital era utilizando el autocar de Manuel Alcántara, y para ello había que ir al menos una hora antes a sacar los billetes. Y allí, dentro del garaje que estaba frente  donde están las dependencias de Oleocampo, le recuerdo en su oficina expendiéndolos a través de una ventanilla. Preguntaba el nombre y apellidos del viajero que inmediatamente escribía de manera parsimoniosa en un taco  taladrado para cortar el ticket, pero antes,  ponía debajo un papel de calco para quedarse con una copia. Seguramente eran  normas establecidas en aquellos tiempos. Sus gafas de cristales redondos le ayudarían supongo en el manejo de la escritura. 

La ilusión desbordante del viaje hacía que disfrutara de él desde días antes. Ansiaba  montarme en aquél primitivo autobús para  luego presumir ante mis amigos. Recuerdo que aparcaba  aproximadamente donde ahora está la confitería. El meterme dentro del autobús y ocupar un asiento de eskay  al lado de la ventanilla fue un gozo desmesurado que apagaba el del olor intenso a gasolina que sin querer se saboreaba dentro. Cuando el chófer, un hombre de ojos prominentes, de cara arrugada, que lucía un blusón de color azul puso en marcha el vehículo, recuerdo que mi madre se santiguó como el resto las demás viajeras y eso me produjo cierto recelo.   

Ya en la capital, miraba todo extrañado, los edificios tan distintos de los del pueblo, el trasiego de tanta gente por las calles, donde mujeres con cestos se mezclaban con militares, clérigos, y monjas, además de los coches que circulaban por las principales avenidas, a los que un guardia urbano ayudaba  al tráfico de los mismos, todo esto lo retengo en mi memoria entre otras más cosas, además de albergar la sospecha de que  las gentes nos identificaban como catetos y pueblerinos. Fueron estos algunos  pequeños detalles que quedaron impresos en mi mente para siempre, y por estas cosas, mi anhelo por mi viaje se transformó en desasosiego deseando volver a montarme de nuevo en el autobús y regresar al pueblo. Muchas de estas extrañas sensaciones la percibí nuevamente recién llegado a Madrid hace ya más de cincuenta años.  

El hermano de mi abuelo paterno era conocido en el pueblo como José el Cochero porque tenía una calesa tirada por caballos y se dedicaba a llevar viajeros a Jaén; me remonto a últimos del siglo XIX y principios del XX.  Este familiar no escribiría de cómo era Jaén en sus tiempos, ni tampoco de su coche caballos. Lástima, era otra época.



sábado, 22 de septiembre de 2018

TODOS FUIMOS CULPABLES




Con las primeras aguas otoñales y las bajadas de las temperaturas, en mis tiempos, acudían a nuestros campos un sinfín de pajarillos a los que los agricultores torrecampeños para diferenciarlos de otras especies, a estos primeros visitantes, les llamaban “uverillos”, tal vez porque  gustaban de picotear aquellos gajos de uvas que después de vendimiar quedaban olvidados escondidos entre las pámpanas.

Para esperarlos y “agasajarlos” con un aperitivo canallesco, mucho antes, azadón en ristre se habían visitado los hormigueros en busca de hormigas de ala,  y  así obsequiar a estos pobres animalillos con estos insectos sirviendo de anzuelo en las trampas llamadas “costillas” que se colocaban en los “majuletos” y arbolicos de los arroyos y cañadas.

“Parchesillos”, así llamamos en nuestro pueblo a los petirrojos que eran los que más proliferaban, además de currucas, verdecillos, alzacolas y carboneros entre otros. Estos últimos, los carboneros, también conocidos como los “aguaquí”, entonaban su sinfonía que era como una oración clamando la lluvia. Y así,   con la llegada de estas aves, más aquellas que no eran migratorias, el campo se inundaba con sus cánticos; a veces, estos conciertos eran interrumpidos y se hacía un silencio momentáneo cuando el chasquido de la “costilla” al saltar, atrapaba entre sus mordaces alambres a algún infeliz. 

Estos pajarillos conocidos en la jerga “costillera” como “chiquitillos” quedaban relegados hasta que alguno cazaba el primer zorzal, conocido popularmente como “gordos”. A partir de ese momento los que vivían de la caza, durante el tiempo de permanencia de este pájaro en nuestros campos, inundaban los olivares con sus trampas que además de las susodichas “costillas” ejercitaban otra práctica más perversa aún, la de los  lazos conocidos como “perchas” que instalaban en las ramas de los olivos donde se solían posar los zorzales. La materia prima para la obtención de estos lazos la agenciaban con las crines de las colas de las caballerías, siempre, la mayoría de las veces, al descuido de los dueños de estos animales.   
  
En aquél tiempo, la mayoría de los hombres del campo, además de las herramientas y la talega, llevaban al menos dentro del serón  media docena de “costillas” compradas tal vez en aquellos tiempos a un artesano de nuestro pueblo muy ducho en  este menester llamado, Juan Luis.  

En las noches de invierno, esas oscuras y de ventisca, estas pobres aves se refugiaban al socaire del viento en los olivos de las cañadas y regajos, y entonces, aprovechando estas circunstancias, salían algunos bragados a cazarlas utilizando la luz de una mecha de petróleo o carburo y un palo de madera para golpear al  encandilado animal. Esta práctica era muy peligrosa pues había que conocer muy bien el terreno, ya que en la negrura de la noche había que saber muy bien donde se ponían los pies.

El bar de Civantos, cobró merecida fama por su gran experiencia en la degustación de los zorzales a la plancha. Los sábados y los domingos,  hubo un tiempo en el que los jaeneros solían venir atraídos por su rico, bien aliñado, y aderezado condumio. Además,  a estos visitantes también le servía el viaje para presumir y  hacerle el rodaje al seiscientos tan de moda en aquellos tiempos.   
   
Todos estos tipos de caza que he reseñado, para nuestro bien y para nuestras futuras generaciones quedaron prohibidos hace tiempo. Aunque tarde, nos hemos dado cuenta de tan tremendo error. Se llegaba a  presumir entonces del número de aves atrapadas  y hasta se rifaban en una ristra por la calle.

Desgraciadamente por esta falta de respeto a nuestro entorno ya no se oyen esos conciertos en nuestros campos amenizados por miles y miles de pájaros cantores. Todos fuimos culpables de ello. Yo también fui uno de los que “”puse costillas”, curé con pesticidas, y salí a cazar una noche de viento. Lo hice estando cogiendo aceituna en un cortijo sirviendo de acompañante del que llevaba el carburo, pero a lo sumo en toda mi vida  no habré matado una docena de estas aves, por lo que me declaro culpable,  y no quiero salvar mi responsabilidad por esta pírrica cantidad, ridícula  comparada con el porcentaje tan abultado de otros. O se es culpable o no. Yo lo fui.    


domingo, 9 de septiembre de 2018

EL YUGO Y LAS FLECHAS




No tenía ni idea de esta fotografía donde al fondo de ella aparece el yugo y las flechas. Me la mandó tiempo atrás el hijo de mi amigo Cristóbal Capiscol. Cristóbal, para más señas  fue durante la mayor parte de su vida laboral policía municipal en nuestro pueblo.

Y allí estoy yo, y mi mujer también, de novios. Mi amigo posa un poco acaramelado junto a Pilar, hoy su esposa. Nunca él me había hablado de esta fotografía, pero estoy seguro de que la tuvo durante los primeros años guarecida, oculta a buen recaudo en algún cofre de engrasados goznes,  no fuera a que alguien viese en ella motivos de censura y funcionaran las correveidiles, las lenguas de doble filo, y le llevaran el cante a la familia de Pilar, diciéndoles que a su hija la habían visto nada menos que por los Puentecillos con el novio en una pose, hoy tan normal,  pero tan comprometida en aquellos tiempos.

En la foto se observa que llevábamos carabina, pero “contó y coneso” los Puentecillos, era por aquél entonces terreno prohibido e infranqueable para los novios. Contaban cuando éramos pequeños de que sus bóvedas fueron testigos de incontables y desaforados apretones de amor, envueltos siempre entre el perfume de los restos de otras incontroladas necesidades fisiológicas. Por este último motivo todos los cantos rodados que albergaban su cúpula, decían, estaban firmados por sus autores con tinta marrón, y es que a falta de papel pues...

Se decía también que muchas parejas cuando las hormonas se les disparaban, solían apaciguar sus instintos carnales entre las cañas de los trigos de por mayo. Habladurías,  pero por esta leyenda pasado el tiempo, el ir a pasear por esa zona no estaba bien visto, o puede que estos chismes los lanzaran intencionadamente para  desprestigiar la simbología política del yugo y las flechas tan cercano a las tierras limítrofes de cereal. 

Mi amigo Cristóbal, como digo, doy por hecho que tuvo escondida mucho tiempo esta foto, pues a pesar de que podía demostrar que llevábamos carabina, andaría receloso en mostrarla ya que su suegro era hombre de carabina al hombro, y nunca mejor dicho, pues Gustavo, el padre de Pilar, era el Cabo de los Guardas, y vete tú a saber si en un acto de ofuscación, temiera Cristóbal, le diera a este hombre que dicho sea de paso fue en vida muy corpulento y autoritario, el mal “volunto” de utilizar la escopeta.

Bromas aparte, a mi amigo Cristóbal le doy las gracias por esta foto que me regaló por mediación de su hijo Gustavo, junto con otras. Estoy en deuda contigo, amigo. Un abrazo para ti y un beso para Pilar.
Como broche final me despido de ti con el estribillo de la canción de Amaral: Son mis amigos, en la calle pasábamos las horas.

CUANDO YO NO ESTÉ.



CUANDO YO NO ESTÉ.
Rebanadas de una vida.

(Escrito una tarde plomiza y tormentosa que invitaba al recogimiento)

Cuando yo  no esté, me llevaré en un bolsillo de mi traje negro, aquél beso que nunca pude darte en aquella plaza de  taciturnos amantes.

Cuando yo no esté, no busques mi amor en una cuenta, búscalo en mis libros, en mis escritos; quédate con mis historias; al final, la protagonista siempre has sido tú.

Cuando yo no esté, quédate libre de impuestos, con  ese amor que siempre hemos compartido por la tierra que nos vio nacer.

Cuando yo no esté,  aquél olivo seguirá llorando preguntando por mi padre, dile, que  aún se acurruca, y yo con él, en las frías noches de invierno dentro de las oquedades de su tronco.

Cuando yo no esté, me iré sin regularizar aquellos salarios de hombre, detraídos por tiranos a un niño.

Cuando yo no esté, búscame en los recodos del viento, en los recodos de los caminos, pero nunca en las  fanegas de amos avarientos,  ni en las eras de celemines sin atrojes, ni en las parvas desmedidas con  el pez  al derecho. 

Cuando yo no esté, nadie jugará con aquél trompo cambiado por un palo; nadie jugará con más juguetes que no fueran herramientas.

Cuando yo  no esté, esa tarde los jazmines no quiero verlos vestidos de negro; quiero  que su olor  por una sola vez lo ocupe el del incienso.

Cuando yo me muera, me llevaré la maleta que me hizo el carpintero, con remaches de metal y barniz de ataúd nuevo.

Cuando yo me muera, quiero vivir en mi pueblo, que soñando con él siempre he vivido, aunque muerto en otro pueblo.









miércoles, 1 de agosto de 2018

EN EL ENTIERRO DE JUANITO EL HARINERO


UN PUEBLO ROTO POR EL DOLOR.


En el entierro de Juanito el Harinero.


Escúchame amigo Juan, escúchame desde el otro lado, desde el  lado donde el silencio es eterno. Escucha hoy ese silencio que nunca quisiéramos haber oído.  Era  un silencio triste y espeso  que se mesaba en el aire.  Silencio…  ¡Pero cómo dolía ese silencio! 

Dicen, que en las calles nunca hasta  hoy  habló el silencio. ¿Dónde está la gente? Preguntó el silencio al viento. Los niños con las abuelas, los demás están de entierro. ¿Quién ha muerto que está el pueblo vacío? Volvió a preguntarle el silencio al viento. Y el viento le respondió con aire callado y lento:   Debió de ser una buena persona, porque en la Iglesia,  ni tú silencio, ni yo viento,  hoy  cabemos.
En el templo no cabían ni los suspiros, ni tan siquiera el aire entraba adentro. Por eso el viento se marchó, lento, muy lento, arrastrando la música de un pasodoble, aquél que lleva por título: Juanito el Harinero.

Amigo, empuja a las columnas, a las columnas del templo, y hazme por favor un hueco, que  quiero decirle adiós un buen hombre,  a  un buen torrecampeño.   Como testigos, allí estaban Santa Ana y Nuestro Padre Jesús Nazareno. Y la gente desfiló ante los que componían el duelo,  ¡qué gran entereza la suya!,   pues eran ellos los que consolaban a los que acudieron al sepelio, al entierro de aquél que fue músico, empresario y carpintero además de buena persona, al entierro de Juan Moral Alcántara, conocido como Juanito el Harinero que hoy ha muerto, pero que en Torredelcampo vive y vivirá en el recuerdo de todos los torrecampeños.

Dicen que por la Iglesia desfiló todo el pueblo, y me consta que los que faltaron también estuvieron.

Aquella noche el cielo se vistió de luto y la luna lloró sangre bañando de rojo el firmamento. Después,  el silencio se apoderó del pueblo a la hora de su entierro.

Descansa en paz amigo.


domingo, 8 de julio de 2018

EL PIK UP


Búscate una chica, una chica ye-yé, que tenga mucho ritmo y que cante en inglés...
Quién de mis tiempos no llegó a escuchar hasta la saciedad esta canción a mediados de los años sesenta. Década añorada por muchos como yo, en la que un aire fresco de cambios llegó a generarse en aquella sociedad de la que yo formaba parte. Época esta donde la juventud jugamos un papel muy importante, y en la que en un corto periodo de tiempo hubo muchos cambios sustanciales en nuestras vidas, así pasamos del radio de toda la vida, al televisor, y los más pudientes de nuestros padres, al seiscientos, y además ganamos un Festival de Eurovisión y hasta llegó el hombre a pisar la luna por primera vez.
  
Nuestra manera de vestir también cambió, y de esta suerte las mujeres dejaron aquellos vestidos estampados de amplios vuelos, de cintura de avispa, que fabricaban las modistas de nuestro pueblo para la feria, porque la minifalda y las faldas estrechas habían hecho su aparición.  
En los hombres, imperaba la camisa blanca de tergal y el traje con corbata de nudo delgado. No era de recibo los domingos ir a pasear a la plaza sin llevar puesto esta vestimenta, o en su defecto una americana, y menos si se iba de guateque.  

¡Ay, los guateques! Aquellos guateques de pik-up de maletilla ¿Os acordáis? Se celebraban en las casas, y siempre lo hacían grupos de amigos y amigas pertenecientes a un círculo determinado. Guateques en los que las madres de las muchachas también asistían en calidad de carabinas para husmear en la vida y la familia de aquél que sacó esa noche a bailar a su hija y que la niña siguiendo los consejos de su progenitora marcó el codo durante todo el baile en el pecho del muchacho para evitar contagio alguno. Es verdad, algunas debían de tener callos en los codos. Pero de nada valía cuando sonaban canciones lentas como “Ma vie”, de Alain Barriére, que versionó el Duo Dinámico, o esta otra que después de salir al mercado estuvo prohibida por la censura y hasta por el Vaticano, me refiero a “Je t’aime moi non plus”, de Serge Gainsbourg, y es que oyendo esta música, las hormonas se disparaban y las parejas se soldaban aunque fuesen por unos instantes de manera inevitable a sus acordes.

Todo lo prohibido era lo más tentador, y esta canción de jadeos y susurros marcó un hito. Para el que no lo sepa, la censura que estaba para justificarse, llegó en su día a cambiar hasta el título de la canción de Adamo “Mis Manos en tus caderas” por la que hoy conocemos como, “Mis manos en tu cintura”, pero nadie pudo parar ese movimiento de cambio donde la música tuvo un papel muy relevante.  

Del baile “agarrao” pasamos al baile suelto ya que llegó el twist basado en el rock and rock, y a partir de entonces las parejas bailaban sin tocarse al ritmo de Lolita, canción del Dúo Dinámico por poner un ejemplo.

Por tener, teníamos hasta la canción del verano. Temas como “Juanita Banana”, de Luis Aguilé, o “Maria Isabel” de los Payos, marcaron un hito cada verano, como también, “Tous les garcons et les filles” de Francoise Hardy, y es que la música francesa muy melódica ella, tuvo una gran influencia en nuestras vidas.
Fórmula V, Los Bravos, Los Brincos, Los Sirex, y tantos otros, nacieron al compás de los ecos de las canciones de Los Beatles, Los Rolling Stones,  Elvis Presley y muchos más a los que no hago referencia por no extenderme mucho. 

Yo creo que la música marca la adolescencia de las personas, etapa donde se define nuestro carácter y nuestros gustos y aquella música de los años 60 nos marcó a todos los de mi generación. Quién no se emociona, mayores y menos mayores, oyendo una canción de años atrás, canción que nos recordará momentos algunos tristes, pero la mayoría alegres, trasladándonos al pasado aunque solo sea por unos instantes, para  rememorar situaciones vividas y recordándonos a personas que ocuparon un lugar en nuestras vidas.  El primer amor, el primer beso, aquél enamoramiento frustrado, siempre, siempre, a todo esto, cada cual estoy seguro, le pone una banda sonora.

Pero yo de música soy un profano, pues quién más sabe de aquella de los años 60  es Juan Real. Hoy he invadido su parcela, pero mi única intención no era otra que la de transportarte querido lector/a con tu canción favorita a aquél momento inolvidable que guardas en tu memoria. Disfrútalo.     
   
  

   

MOSCAS



A la hora de la siesta, aquí en Madrid, hay días sobre todo los sábados y domingos, que reina a veces un silencio de infancia. Hasta los coches que se deslizan en una continuada hilera de un lado a otro de mi calle, ahora, dormitan a esas horas supongo en algún garaje, o puede que estén veraneando, tostándose sus chapas tal vez con otras lumbres menos ardientes que aquellas otras de rastrojos donde yo espigaba en mi niñez.

No se oye ni una mosca, dicho popular este, aunque la maldita mosca, sólo una, me ha despertado de esos quince minutos de mi acostumbrada siesta diaria del sillón, nada comparable mi siesta con aquellas otras de antaño de orinal y pijama como las que narraba don Camilo. Mosca esta la protagonista de mi relato, muy cabrona ella, cansina como las de los bares, pegajosa como las de los cementerios y veterana e incordio como las  que reinan en los tanatorios, pulula la que me ha tocado en suerte de un lado a otro del salón con un zumbido más que molesto.
Nos hemos acostumbrado a no tener moscas, y por eso como esta vez, en cuanto alguna invade nuestras dependencias tratamos cuanto antes de liquidarla. El golpe seco de un periódico enrollado acabó con el molesto insecto, y me felicité por mi eficaz puntería.  No tuve que recurrir a fumigar la estancia con ningún insecticida, o emplear otras alternativas que el mercado nos proporciona, pero me hizo esto recordar aquél aparato con el que  mi madre fumigaba mi casa que contenía un líquido al que llamábamos “fli”, el flit que muchos de mi edad recordareis que emanaba un olor muy intenso  a petróleo.

Recuerdo ir con aquél instrumento fumigador a casa de Tomás Albacete a llenar el depósito del líquido reseñado que años más tarde fue retirado del mercado por su alto contenido en DDT. Me servía de guía cuando con contados años iba a este establecimiento, el cartel de tintes Iberia que lucía en su pared. Otra alternativa en aquellos tiempos era la de utilizar cintas atrapamoscas. Estas, embadurnadas en miel colgaban del techo de las salas. Era asqueroso ver estas tiras con un sinfín de moscas muertas y otras tratando en vano de zafarse del pegajoso y dulce pegamento, lo que producía por este motivo antes de su muerte un ruido de aleteos y zumbidos constantes. Pero claro, era difícil antes no acostumbrarse a las moscas porque tenían buen calvo de cultivo ya que la mayoría de las casas eran de labranza, donde la cuadra, los animales, el “mulear” –algún día hablaré de él- y la “injaera” la del marrano, atraían y de qué modo a estos insectos.
Disfrutábamos hasta de moscas cojoneras, aquellas rubias que solian posarse alrededor de los genitales de las caballerías, las mismas que metíamos en botes y abríamos en el patio de butacas del cine. Había que ser gamberros.   

Se dice que la mosca cojonera es aquella que persiste en el incordio a animales de gran tamaño. Hoy  este díptero lo vemos con un lazo amarillo donde ha proliferado a gran escala   en cierta parte de España, todo, por no haber sacado el “mulear” a tiempo. ¡Qué pesadez! Tal vez con un poco de flit…


lunes, 25 de junio de 2018

LO QUE PASÓ EN EL CORTIJO EL ONTÍÑIGO



LO QUE PASÓ EN EL CORTIJO EL ONTÍÑIGO.
(En la foto de 2007, el lugar donde estuvo ubicado este cortijo)

En mi adolescencia llegué a conocer aquél paraje como la palma de mi mano; paraje quebrado, de sombrías cañadas, algunas, pobladas de álamos, además de higueras y frutales abandonados tiempos atrás. El agua de los arroyuelos en muchas de estas hondonadas corría cantarina muchos años hasta bien entrado el estío. El paisaje del olivar rompía el orden muchas veces de sus disciplinadas hileras cuando estas chocaban en algún pedregal sin roturar, en donde aquí, los “majuletos” llegaban a hermanarse con los “gamones”, el hinojo y el tomillo entre otras plantas.
Sí, llegué a conocer muy bien en mi pubertad todos los andurriales del cortijo La Ventana, muy próximo al del lóbrego Ontiñigo, separados ambos por una pronunciada cañada.

Lo que llegaba a escuchar a las personas mayores siendo adolescente de este último cortijo conocido como Ontiñigo eran frases cortas, siempre en voz baja, como: <<Ahí pasó algo muy gordo>> <<Dicen que mataron hace muchos años a varios>> << Se han ido los caseros porque dentro, dicen, pasan cosas muy raras>> Yo preguntaba, y siempre obtenía respuestas más o menos como estas: <<!Calla niño, tú no sabes de esas cosas!>> << ¡No seas tan “cachumetero”!>>

Hace años recibí una llamada de un señor que después de su presentación me hizo una pregunta: ¿Usted sabe si en el término de Torredelcampo, existe, o existió, un cortijo llamado  Fontiñigo? Le dije que yo conocía uno al que llamábamos Ontíñigo.
A los pocos días de esta conversación fui al pueblo, y por curiosidad me escapé hasta allí, y desde la lonja del cortijo La Ventana fotografié el lugar donde en su día estuvo ubicado este cortijo, porque ya no quedaba ni rastro de él habiendo en su solar olivas jóvenes que plantaron años atrás y que contrastaban con las demás veteranas. Esta fotografía la envié al señor que me llamó por si le servía de algo, fotografía que es la misma que aparece en la entrada de este escrito. 

Buceando por las redes sociales he descubierto esto en: Relato del blog de cassia. (Torredonjimeno)  que transcribo:



 El periódico “El Eco del Comercio” 18/6/1846 dice así en una noticia:
CÓRDOBA 11 junio.- Se asegura que los bandoleros que cautivaron al alcalde de Espejo señor Comas en su cortijo de este término, han sido encontrados en la provincia de Jaén, junto á la villa de Torre Campo; y que después de una obstinada resistencia fue rescatada la víctima, muriendo cuatro de los bandidos, entre ellos el célebre Lucena que se había escapado audacísimamente de esta cárcel antes de ponerlo en capilla por sentencia de sus crímenes anteriores. Gran servicio han hecho con ello á esta provincia las fuerzas de la de Jaén. Refieren que al señor Comas le decían que no querían mas de él sino que les acompañase á cumplir una promesa

Intrigado por el asunto, ojeo más diarios de la época, pues no es normal que un bandolero secuestre a un alcalde. Me interesaba saber el nombre del forajido, y algunos aspectos más sobre las circunstancias del suceso. Esa labor no siempre es fructuosa, y en algunas ocasiones, los rotativos decimonónicos no dan más información que los pequeños telegramas que se enviaban a las redacciones, con infinidad de erratas en los nombres y con muchas lagunas en los datos. Pero en este caso, en otro diario liberal titulado  El Clamor Público” 13/6/1846 podemos leer:

MINISTERIO DE LA GOBERNACIÓN DE LA PENÍNSULA;
El jefe político de Jaén, con fecha 9 del actual desde aquella ciudad, participa que habiendo sabido que de la parte de Sierra Morena habían bajado cuatro hombres á caballo y bien armados, al parecer sospechosos, y que les acompañaba un hombre de regular porte, los que se ocultaron en el cortijo de Fontiñigo, término de Torre del Campo, adoptó inmediatamente, de acuerdo con el comandante general, las convenientes disposiciones para sorprenderlos. Destinados á  este objeto cinco infantes de la guardia civil, seis de caballería de id., y cuatro del regimiento de Numancia, salieron inmediatamente, y apenas se presentaron á cercar aquel cortijo, principiaron á hacer fuego de dentro los individuos sospechosos, y tan sostenido, que creyendo el que mandaba esta fuerza que la obstinación de los malhechores, si resistían todo el día, podría proporcionarles la fuga favorecidos por la oscuridad de la noche, reclamó mas fuerza para precaver lograsen su objeto. El jefe político y el comandante general acudieron personalmente con mas fuerza de infantería y caballería. A su llegada encontraron que cuatro malhechores habían salido del cortijo por la piquera del pajar opuesta á la puerta principal, que ensancharon para caber con los caballos, y que en la resistencia que y los otros dos acuchillados por la caballería, habiendo causado la desgracia de la herida que recibió en la frente el sargento de caballería de la guardia civil, Diego López.
Reconocido el cortijo se encontró á don Miguel de Comas, teniente de alcalde de Espejo en la provincia de Córdoba, á quien tenía de rehenes ínterin entregaba 40,000 rs. Que exigían por su rescate; y al regidor del ayuntamiento de Torre del Campo, don Bartolomé del Moral. Según manifestación del teniente de alcalde de Espejo, los cuatro malhechores que quedaron muertos en su fuga del cortijo de Fontiñigo se llamaban Francisco Lucena, natural de Espejo, que los capitaneaba, Felipe Choclán, vecino de Córdoba, Cristóbal Moral y Manuel Sánchez, de Jerez de la Frontera, desertores de presidio, á que estaban destinados por muertes y robos. El jefe político recomienda el comportamiento de la guardia civil, individuos de tropa, carabineros hicieron habían caído dos muertos al fuego de la infantería de la guardia civil individuos de tropa, carabineros y agentes de seguridad que le acompañaron y contribuyeron á este importante servicio, de suma consideración para la tranquilidad y seguridad individual de aquella provincia y la de Córdoba.
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sábado, 23 de junio de 2018

PASEO POR LA VÍA VERDE



La última vez que paseé por la Via Verde, fue hace unas semanas, porque estando ahí en nuestro pueblo es esto una tentación a la que creo vale la pena ceder. Lo hice un día meón, de esos muchos que esta primavera nos ha regalado, de cielo arrebujado, pintado de nubes con jirones negros que amedrentaría a más de un andarín, pues la soledad fue mi compañera durante todo el recorrido.

Siempre que lo hago comienzo mi ruta por el punto más cercano a mí domicilio, justo, en nuestra antigua estación, solitaria ella ahora, además de silente. Si hablaran sus muros contarían historias de despedidas y bienvenidas, siempre todas al compás del chirriar de las ruedas de los trenes, entre nubes de vapor y el sonido cantarín de su campana. Digo adiós a la vieja y destartalada estación y me adentro en la vía con dirección al túnel.
Observo, como algunos árboles frutales en los terraplenes que en su día tuvieron dueño sin documento fehaciente, apuntan ya sus frutos que serán supongo, cuando sazonen, para disfrute y gozo de los viandantes. Las dos regueras que adornan el paseo antes de llegar al túnel, como consecuencia de algún venero permanecen con agua estancada, donde en sus cauces prevalece muy prolífica y vigorosa, la espadaña, sosteniendo algunas de estas plantas sus vistosos penachos, y esto me recuerda al hombre aquél que iba por las calles con un haz de estas largas hojas arreglando sillas de anea.
    
 Nunca, ni el más atrevido de mis amigos se aventuró de pequeño a internarse por el túnel, y ahora, yo, al cabo de mis muchos años lo sigo haciendo cuando estoy en nuestro pueblo, aunque siempre que me adentro, un incierto recelo me invade, como si temiera la llegada de unos de aquellos trenes a los que conocíamos como: el mixto, el balastro, y el correo. Mis pasos resuenan bajo la bóveda y me temo que estoy despertando al viejo túnel, pues sospecho que soy el primer andarín de la mañana. Observo cómo a pesar de los años, su construcción permanece firme e inexorable, y traslado mis pensamientos como homenaje hacía aquellos hombres que un día, tal vez como únicas herramientas, las de un pico y un azadón, llegaron a construir esta magnífica obra de arquería.

Al salir, algunas gotas de lluvia bendicen el campo, pero no me amilano y sigo mi camino. Una mata de alcaparras casi escondida en uno de los lados de la calzada no puede disimular su desagrado por las persistentes lluvias y temperaturas de esta lluviosa y fresca primavera y lo demuestra vergonzosa ella con el color parduzco de sus tallos, por lo que presumo de que este año las alcaparras y alcaparrones se retrasarán.
El campo es un jardín, una explosión de color y de belleza a lo que los olivos en esta época, en flor, no se quieren quedar atrás sumándose a la hermosura del entorno.

Más adelante, me sale al paso un majuelo que sostiene una enorme y exagerada carga de “majuletas” y sospecho de que este verano las de con canute con tan anunciada buena cosecha abaratarían su precio si existiese aquél hombre de nariz de pellizco que las vendía con su esportilla colgada del brazo. La de pescozones que nos hemos ganado siendo niños lanzando como dardos el hueso a través de la caña verde los domingos en la plaza.

El hinojo al ser mojado por la lluvia que cae como cribada por un fino tamiz, me regala su oloroso aroma mezclado con el de cientos de flores que adornan de manera artificial los ribazos a un lado y otro del camino. Aligero el paso y veo como algunos sauces llorones lloran la lluvia que les es regalada. Más adelante me refugio unos instantes bajo un moral y descubro con júbilo algunos de sus frutos en plena sazón. No pude contener el deseo y devoré con avidez dos o tres moras, y al instante, estallaron  de júbilo mis glándulas gustativas;  su grato y azucarado sabor sirvió para retrotraerme en el tiempo trasladándome de inmediato a aquél pasado donde recolectábamos cuando éramos niños hojas de morera para los gusanos de seda.     

Y así, llego al puente de hierro donde camino sobre las traviesas que un día sirvieron para sostener los raíles del tren. Este viejo mastodonte obra de la ingeniería de más de dos siglos atrás, guardará en su memoria la tragedia de algunos torrecampeños que no encontrando otra salida para paliar muchas y perentorias necesidades optaban por lo más difícil. También en época de estrarpelo donde al tiempo de que el tren aminorara la marcha, por las ventanillas, una vez pasado el puente, echaban fardos o talegas conteniendo productos de contrabando que eran rápidamente retirados por compinches.

Al final del puente, contemplo un higuerón “brevuo” de fruto vano, al que parece no afectarle el desnivel, ya que debe sentirse cómodo año tras año presumiendo de no padecer la patología del vértigo, muestra éste orgulloso su abundante y estéril cosecha.  Unos pasos más adelante, un cañaveral se balancea al compás de unas fuertes ráfagas de viento. Cañas que se muestran orgullosas al saberse ahora indultadas por aquellos “blanqueores” de un tiempo pasado.
Retrocedo, y a mitad del puente, de nuevo, observo la belleza del paisaje, ese paisaje que en su día nos retrató con todo acierto Manuel Moral con pintura estilo naif.
     
Un fuerte trueno inunda la quietud de las colinas y cañadas cuajadas de olivos que adornan el paisaje. Apresuro la marcha y antes de llegar al túnel, a medio camino de él, empieza a llover un poco más fuerte. Un ciclista que marcha a toda velocidad me da ánimos para llegar pronto a refugiarme bajo la bóveda. Me distancio de la vía y me cobijo de la lluvia bajo la espesura de las ramas de un viejo almendro que estoy por asegurar que nutriría de “allosas” a los que las vendían por las calles al grito de “allosas dulces”.
Refugiado bajo el enorme paraguas del almendro, contemplo como las cortinas de lluvia se mecen arrastradas por el viento antes de regar cada rincón del campo. Al poco, dejó de llover, y el arco iris apareció radiante muy a lo lejos, de seguro que sus colores impregnarían las piedras del derruido castillo del Berrueco.

De regreso a casa, casi a las puertas de junio, después de una ducha, apetecía sentarse al grato calor de una lumbre. Por vergüenza no la encendí. 
Lo que sí he encendido hoy han sido todos estos gratos recuerdos de mi último paseo por la Via Verde que he querido compartir con todos vosotros.
               
                                        Antero Villar Rosa