viernes, 25 de diciembre de 2020

SALVAR AL BAR DE TU BARRIO

 

Desde mi tierra adoptiva, en solidaridad con el sector hostelero,  torrecampeño, como asimismo con el pequeño comercio.

Cada uno tiene un bar habitual, bar en el que saben quién eres, no solo Pepe, el dueño del establecimiento, aquél que cada mañana cuando me ve entrar se apresura hacía la máquina del café para prepararme ese largo americano sin azúcar y que al tiempo de darme los buenos días me proporciona el periódico para leer, ese periódico que nadie ha mojado todavía con saliva para pasar página y que huele a tinta de imprenta. El bar de Pepe es un lugar donde también me conocen por mi nombre muchos parroquianos con los que a menudo entablo tertulia.

Suelo tomarme ese café sentado, y allí, a veces, pareciendo como que leo las noticias o algún artículo de algún columnista del diario, de soslayo me gusta estudiar aunque de forma discreta a la gente que entra y sale del establecimiento. Observo muchos días como hay clientes que le cuentan confidencias a Pepe, e intuyo que lo hacen porque necesitan una palabra amiga o algún consejo, como los que me dijeron les da a veces a los que negándoles la última copa aguantan en el bar hasta las tantas de la noche  refugiándose en la bebida, en estos casos son  aquellos que tienen miedo a marcharse y enfrentarse a la realidad en sus desestructurados hogares. En definitiva, Pepe es el desahogo de las penas y el confidente de muchos.

El bar de Pepe es ese lugar entrañable donde cuando hay partido te permite vociferar al árbitro y soltar algún que otro exabrupto cosa que no haces en tu casa. Lugar este donde te sientes seguro y en el que hasta conoces donde está la llave de la luz en el servicio, y en el que cuando entras a él te sorprendes de  las barbaridades y obscenidades nuevas con las que han vuelto a pintarrajear sus paredes  que el bueno de Pepe tratará de borrar como tantas veces, aunque luego se noten los refregones descoloridos de la pintura.

Hay muchos bares como el de Pepe que desde el mes de marzo notarán la falta a la hora del café a clientes como este que escribe porque dejamos de ir por culpa del maldito coronavirus. También echará de menos a aquél señor muy mayor, alto y enjuto, vestido siempre con traje a lo Arturo Fernández, con bastón de Antonio Gala y sombrero de Leonard Cohen, el que siempre al caminar lo hace sujeto por el brazo de su asistenta, sentándose ambos   después en un rincón del bar para desayunar y a los que Pepe, al tiempo de serviles los cafés, le facilita a este señor una servilleta con la que se abrocha el cuello para no mancharse a la hora de mojar en la taza su croissant.

Este bicho del coronavirus ha cambiado nuestros hábitos, sobre todo a las personas que por nuestra edad somos más vulnerables al covid, y no es porque en el bar de Pepe no se cumplan los protocolos establecidos, sino porque los mayores somos estadísticamente un potencial de riesgo. Ahora, el café lo tomo en casa, pero día tras día echo de menos esa tertulia con los amigos y sobre todo la gentileza de Pepe.

Sé que Pepe como todos los de su gremio lo están pasando muy mal, hasta el punto que los pocos ahorros que presumiblemente dispondrían ya los habrán gastado, viéndose muchos en la necesidad de haber tenido que pedir un préstamo al banco para hacer frente a los gastos fijos que tienen que soportar, tales como: autónomos, luz, agua, teléfono, alquiler, impuestos, y paro de contar.

Yo no quiero que el bar de Pepe eche el cierre, lo mismo que tú tampoco quieres que desaparezca ese que tú acostumbras a ir en nuestro pueblo, el mismo posiblemente que yo frecuento cuando allí estoy, ni tampoco quieres que eche el cierre el restaurante donde alguna vez que otra vas a comer con tu mujer.

He pensado que tal vez, si Pepe aceptara, le compraría un vale para veinte o treinta cafés para cuando esto del coronavirus pase. Si cunde el ejemplo contando que al menos serán doscientos o más clientes los que frecuentábamos su local de forma acostumbrada, les ayudaríamos a solventarle su situación hasta que pasen estos meses y vuelva todo a la normalidad con la vacuna.

Los bares, qué lugares, tan gratos para conversar. Así dice la letra de la canción de Gabinete Galigari.

El escenario de este escrito ha sido el de un bar, pero podía haber sido el de muchos comercios de nuestro pueblo que están en crisis también por la pandemia. Ayudémoslos. Seamos solidarios.

RECUERDOS DEL CAMINO DE LA ESTACIÓN.

 

Aquél año, habiéndose ya despedido las pocas atracciones de feria del descampado de lo que hoy es la calle Pintor Manuel Moral, los chiquillos teníamos que buscarnos otro entretenimiento y no el de merodear de día por entre los cachivaches y las casetas de turrón contemplando a veces como con nuestro griterío despertábamos a algún que otro feriante, como el que dormía en el suelo escondido bajo la sombra de los caballicos, el que cuando esto ocurría salía tras de nosotros vociferando por haberle alterado el sueño. Había pues que agenciarnos otra forma de entretenernos como era la de buscar nidos de tórtola en los olivares más próximos al pueblo.

Mordisqueando una manzana de aquellas no muy voluminosas de color blanquecino que decían que eran del rio, salí de casa en busca de mis amigos. (Con relación a estas manzanas muy sabrosas que se cultivaban en las huertas del rio Guadalbullón, he de añadir que eran de temporada, las únicas que por aquél entonces se comercializaban durante el año, al menos en nuestro pueblo. Luego, en mi adolescencia, empezaron a llegar a los mercados en todos tiempos para asombro de los mayores, manzanas de la variedad golden, a las que en nuestro pueblo las bautizamos como peros), pero volvamos a la calle.

Al llegar al Camino de la Estación ya iba acompañado por mis amigos: Pepe Mena, y  Manuel Rubio, el Parejo. Paulino, el hijo del guardia civil Fernando que estaba jugando en la elevada explanada del cuartel donde ahora está el colegio Príncipe Felipe, quiso unirse a nosotros pero alegó que teníamos que esperarlo, así que para ello subimos una de las dos escalinatas de izquierda y derecha que daban acceso al cuartel y nos dispusimos a hacer tiempo cobijados bajo la sombra de uno de los dos árboles que adornaban la terraza, siempre, bajo la atenta mirada del bueno del guardia Ortega que hacía el servicio de puertas. A Paulino lo vimos salir de una de las viviendas en bajo ubicadas en el patio empedrado del interior del cuartel e inmediatamente nos dirigimos avenida abajo revueltos entre la gente que iban a esperar la llegada del tren correo.

Dejamos a nuestra izquierda las vagonetas de alquitranar del contratista Capiscol que sin ningún orden establecido reposaban entre hierbajos secos en el descampado de la “tiladora” término torrecampeño que identificaba el paraje, ya que en su día existió allí una destiladora-. Al fondo, a lo lejos, se divisaba el yugo y las flechas entre un paisaje de rastrojos barbechos y alguna que otra era. La casa de don Manuel Pulgar, el médico, se erigía distanciada de la avenida y se accedía a ella mediante un corto camino enlosado. Un anuncio de Nitrato de Chile colgaba en la edificación colindante propiedad de don Salvador el practicante y pareciera como que el caballo y el jinete que figuraban en el poster estuviesen siempre observando al taller mecánico existente en la acera de enfrente, como también a la casa de Juan Moral (el zorro) el padre de mi amigo Antonio Tomasico .

Dos vacas subían la avenida a marcha lenta  bajo la atenta mirada siempre de su amo en busca del abrevadero de Los Caños sembrando a su paso de blandas boñigas la calzada del Camino de la Estación. El chalé de Juanito Valderrama ejemplo de modernidad, sobresalía entre todos los inmuebles de alrededor arropado en uno de sus lados por la casa de Vicentito. La solitaria casa de Lola y Pablo, -los de las vacas-  le hacía de escolta al chalé en la esquina de enfrente casi siempre adornada esta por la ropa lavada puesta al sol que las mujeres tendían en  la hierba ahora seca en los solares linderos.

Al cruzar la carretera, en el margen derecho aparecían algunas edificaciones de reciente construcción situadas frente donde hoy está la gasolinera. El resto, casi todo era campo. Descendiendo con dirección a la estación, en el ala izquierda surgía un complejo amurallado a lo que se le conocía como El Saladero. Lo componía la vivienda de la familia Martínez, sus amplios jardines, el matadero de cerdos, las salas de despiece y elaboración de embutidos, además del establecimiento al público por el que se acedia desde el Camino de la Estación por una puerta que colindaba con una verja del referido jardín. Las veces que entré a comprar a este establecimiento acompañado por mi madre, recuerdo un pasillo largo y una sala con un mostrador de azulejos blancos, todo bañado por el aroma propio de las chacinas.

El molino de aceite de la Cooperativa Santa Ana  veía día tras día como algunas edificaciones en calles transversales de reciente diseño se iban aproximando a la almazara. Aún faltarían algunos años para que Pedro Pancorbo, el que fuera encargado de esta entidad, hoy jubilado, plantara los pinos dentro de su recinto. Pinos que algunos aún perduran y que estoy seguro habrán mecido a cientos de millares de pájaros que acostumbraban al anochecer buscar refugio entre sus ramas sin importarles a veces cuando el viento arreciaba en noches de invierno el ruido de su desoladora música de silbidos.

Dejado atrás El Saladero, aparecía un terreno que limitaba con un arroyuelo seco que provenía desde Los Puentecillos en el que sobresalía un manzano que para el mes de junio cuando las manzanas no eran más gordas que un madroño ya dábamos buena cuenta de ellas los chiquillos atentos siempre al dueño, manzanas a las que llamábamos perillos enanos, también existía un árbol pequeño que daba fuera de época moras muy sabrosas y que después de muchos años estoy por asegurar que no era otra cosa que frambuesas. La casa de reciente construcción de Antonio Perete aparecía solitaria alejada al otro extremo del arroyuelo en medio del campo antes de llegar a la estación.

Llegado a la estación, esperando la llegada del tren correo había un nutrido grupo de personas entre las que destacaban algunas madres que esperaban ansiosas la llegada del hijo que venía licenciado o con algunos días de permiso. No estaba bien visto en aquél tiempo que las novias fuesen a esperar al novio en la estación. Allí no faltaba Gregorio el peatón (El Patón) empleado de Correos que con su valija al hombro esperaba a que los ambulantes desde el vagón le entregaran la correspondencia. Tampoco faltaba Cabeso, el que fuera el pionero del transporte en patín. Este hombre vivía en una miserable casilla en condiciones infrahumanas lindando con la pared del molino de don Damián en la explanada del ferial donde jugaban al fútbol los equipos El Rayo Azul y El Calavera.

El jefe de la estación a golpe de campana anunció la pronta llegada del convoy que ya se sentía silbar a lo lejos. Mi amigo Manolo, El Parejo, se hizo de un alambre y fabricó con él algo parecido a unas gafas y lo depositó en uno de los raíles entre los gritos  de la gente que le alertaban del peligro ya que el tren se estaba aproximando.  Cuando el tren inició de nuevo la marcha y se internó en el túnel entre una humareda de vapor, Manolo recogió el alambre ahora aplastado del grosor de una hoja de papel y los cuatro amigos cruzamos la vía camino de los olivares del Caballico en busca de nidos de tórtola, nidos que después de descubrirlos los dejábamos para otro día volver y ver como crecían los pichones.

Nada más amigos. He querido dibujar con mis palabras una buena parte del Camino de la Estación, el que fue escenario de mi infancia.   

Antero Villar Rosa

Pd. Los apodos los menciono de forma cariñosa sin ninguna acritud, y sobre todo bañados con mi más profundo respeto.

miércoles, 25 de noviembre de 2020

EL CUADRO DE NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO

 

Puede que fuese en el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis, pero qué importa que yo tuviese en aquél tiempo siete, que ocho años, lo cierto es que en nuestra memoria  todos  coleccionamos recuerdos y escenas vividas que sin  pretenderlo, a veces,  de manera involuntaria se proyectan en nuestra mente porque en su día quedaron grabadas y guardadas en el desván donde atesoramos nuestras evocaciones como la que paso a relatar.

Sé que estaba jugando en la calle, lo hacía en compañía de mi amigo Joaquín mientras mi madre y la suya hablaban en animada charla a pocos metros de nosotros cuando desde la esquina de la calle del Camino de la Estación un hombre nos llamó a voces solicitando que fuésemos hasta él. Lo hicimos acompañados de nuestras madres. Al llegar,  vimos recostados en un poste de la luz que había en la esquina citada, varios bultos embalados en papel de envolver todos ellos muy bien abrochados con cuerda de bramante. Aquél señor que nos requirió,  por su indumentaria era fácilmente identificable con cualquier viajante, pues el traje y la corbata que vestía era el propio de estos señores que en mis tiempos iban visitando los comercios. No eran las horas de la llegada del correo, por lo que deduje más adelante que  aquél forastero arribaría a nuestro pueblo en los coches de Ureña, cuya parada estaba entonces frente al hotel.  

Aquél señor del traje y corbata se dirigió a nuestras madres para pedirles permiso para que les ayudásemos a llevar parte de aquellos bultos hasta la iglesia de nuestro pueblo a cambio de una propina. Nuestras madres no pusieron reparos por lo que el viajante cogió el envoltorio más voluminoso que a juzgar por la desenvoltura que lo aprehendió supuse que era el que menos pesaba, Joaquín, mi amigo, el que le seguía por orden de dimensión, pues era unos años mayor que yo, y en mi caso el que parecía más liviano de los tres paquetes, pero a pesar de tocarme a mí el que pareciera el de menos  volumen, creo que me endilgaron el más pesado ya que las cuerdas de aquél paquete se hundían en la tierna carne de mis manos puesto que a intervalos tenía que parar para descansar, así hasta llegar a la sacristía de la iglesia.

Dos reales en una moneda de aquellas de agujero,  le dio a mi amigo Joaquín, y a mí solo un real en tres monedas, dos perras gordas y una perrilla por llevar uno de aquellos paquetes que según le dijo el tacaño viajante o comerciante a Don Federico, contenían el cuadro de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, el que cuelga en los muros de nuestra parroquia. 

A lo largo de mi dilatada vida he vivido situaciones de peligro de las que siempre he salido airoso, y cuando ello me ha sucedido, la imagen del Perpetuo Socorro ha aparecido siempre en mi mente situándome delante de ella en nuestra iglesia en el sitio donde ha reposado muchos años, casi al final de la nave parroquial y próxima a la puerta de la sacristía. Ahora, desde hace un tiempo se encuentra  no muy distante de la también venerada imagen de la Virgen de los Dolores y la del Cristo yacente del Santo Entierro.

En mi alcoba, cuelga un pequeño icono de la Virgen María que por su estilo bizantino se asemeja a la del Perpetuo Socorro, regalo de la familia bielorrusa de la niña que durante muchos veranos años la tuvimos acogida en nuestro hogar. Estando visitando yo y mi esposa ese país al poco de la caída del muro, pernoctando en casa de los padres de esta niña, un día fuimos a por agua a una fuente que nacía en los márgenes del rio Dnieper, muy caudaloso por cierto,  donde allí a pocos metros de la citada fuente existía una pequeña edificación en forma de galería que pareciera adentrarse en el corazón de unas peñas. Su entrada estaba flanqueada por una verja de la que sobresalía una cadena oxidada al igual que su candado, lo que denotaba un abandono más que palpable. Detrás  de la reja aparecía  una puerta cerrada y desvencijada la que daba acceso  a la gruta, por lo que sintiéndome curioso  por saber que se escondía allí pregunté y me dijeron muy discretamente, casi entre dientes en su idioma, que dentro de aquella bóveda se veneraba a la Virgen María por la religión cristiana y no la ortodoxa que es la religión mayoritaria que se practica allí. Los abedules que pueblan todo ese país no podían faltar alrededor de aquella ermita. Era a principio del mes de mayo y estos árboles ya aparecían con las botonaduras de las primeras hojas a punto de eclosionar, por lo que la savia ya circulaba por sus ramas, y pude apreciar que perfiles de metal en forma de uve incrustados en sus troncos iban recogiendo la savia que se iba derramando gota a gota en  recipientes de plástico que colgaba del metal. Me dijeron que aquella esencia que derramaban los abedules cercanos a aquella gruta tenía poderes milagrosos.

Volviendo al cuadro de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro de nuestra parroquia me gustaría saber la fecha en el que está inventariado. Un día se lo preguntaré a nuestro párroco Don Pedro, solo por asegurarme de que los bultos que llevamos  mi amigo Joaquín y yo contenían la tan venerada imagen junto con sus ornamentos dorados del contorno del cuadro.

Joaquín Mena, mi amigo de la infancia, años más tarde emigró a Bilbao y no ha vuelto a nuestro pueblo nada más que en contadas ocasiones, pero sé que la vida siempre le ha sonreído, y yo, la verdad, tampoco me he podido quejar.   

La fe es la garantía de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve.

Antero Villar Rosa

 

 

 

 

ESTELAS DEL PASADO

 


Año 1956

Es media mañana. Los ecos del que vendía las tortas de la confitería que a veces se mezclaban  con el de los churros –tallos calientes- ya se han apagado. Llego a la plaza y me acerco hasta el quiosco del Torero donde un grupo de niños de mi edad hojean tebeos. Me cuesta una perra gorda leer el último ejemplar salido del Capitán Trueno.

Nunca se me dio muy bien saltar los baluartes o “pinetes” que adornaban los muros que circundaban una parte de la plaza, en cambio a Pablo Villar y a su hermano Keko, los hijos del empleado del Banco Central, el del bigote,  son unos acróbatas, pues van saltando junto con otros chavales cada uno de los chirimbolos sin importarles el peligro que ello conlleva.

Es domingo. La gente se agolpa en uno de los laterales de la plaza para ver a unos novios que se dirigen a la iglesia para casarse. Delante, va la novia del brazo del padrino, detrás, lo hace el novio y la madrina, a los que les siguen todo un séquito de gente de las dos familias mientras las campanas redoblan a fiesta por ser domingo.

Hay músicos uniformados con sus instrumentos que se mezclan entre el bullicio de la plaza y van poco a poco dirigiéndose  hacía un espacio establecido donde todos los domingos ofrecen un concierto. Ya sentados frente a sus atriles esperan la indicación del maestro Pedro Benito Pancorbo para iniciar la función. Juanito González, el Ito va indicando a la gente con los dedos y poniéndose rígido, que son dos las personas fallecidas hoy en el pueblo. Después, se sitúa cerca del maestro de música, y  allí permanecerá con una trompetica de juguete en las manos hasta que suene la última partitura. El pasodoble Amparito Roca,  así como El Gato Montés, son muy aplaudidos por la concurrencia. El color negro de la vestimenta de las mujeres mayores y el de los galones del mismo color que lucen muchos hombres en las mangas de las chaquetas de “ballico”, más las  chalinas del mismo color que cuelgan en sus cuellos, se confunden ahora con la gama de colores vivos que visten los chiquillos que han salido del cine de la función de la mañana y se mezclan entre el gentío.

En una pared cercana a la confitería, la cartelera del cine Risán anuncia para el matiné una de tantas películas del oeste de Bob Steele, en torrecampeño,  Boteles, y para la noche, Scaramouche, de Stewart Granges. Merodeo junto con algunos amigos por los aledaños del cine para ver si podemos conseguir un prospecto de esta película. De nuevo las campanas de la iglesia voltean a la salida de los recién casados. Ahora, los novios del “bracete” se dirigen a la casa donde se celebrará el refresco junto con los invitados a la ceremonia.

De regreso a casa me paro en el herradero donde Eduardo y su hijo Pedro, ayudado por otro empleado, tratan de herrar a un mulo cerril al que por seguridad para evitar alguna coz le tienen amarradas las patas. Me gustaba ver con la maestría que clavaba los clavos en los cascos de las caballerías Eduardo, y como con aquél instrumento cortante sacaba virutas  de las pezuñas del animal hasta reducirlas antes de ponerles las herraduras.

Vuelvo a la plaza por la tarde, lo hago junto con algunos de los amigos del barrio. Dos borrachos van hablando entre ellos dando bandazos de un lado a otro de la avenida. A veces tienen que parar y sujetarse en algunos de los árboles de “bolicas” (en botánica cinamomos) del Camino de la Estación. Uno de mis amigos, Bastián, q.e.p.d., les reprende a voces con gritos de ¡paloma, paloma! que significaba en mis tiempos: borracho, a lo que no tardamos en sumarnos los demás. Uno de los beodos nos dice que nos da una peseta si dejamos de llamarlos paloma. Mi amigo, el agitador, coge la peseta e intenta quedársela para él, pero su hermano Diego Rubio de manera terminante le ordena repartir el botín entre los cuatro que formamos el grupo en el que también se encuentra Juanito Peragón, que asimismo nos dejó hace muchos años. Tocamos a real. Ya tenemos para ayudar a la entrada del cine a la primera función. ¡Qué golfos y gamberros éramos!

La fuente o mejor dicho Los Caños que estaban mirando siempre al Camino de la Estación caen cada uno de los chorros en su desagüe. Es extraño que no haya nadie como es habitual llenando cántaros. El agua se pierde en el abrevadero donde un hombre da de beber a una yunta de mulas. Juan Diego riega los boneteros de Los Jardinillos y algunas incipientes macollas de dompedros que antes de la feria abrirán sus flores al atardecer de cada tarde. Mañana este conocido empleado del ayuntamiento llevará en un carrillo de mano dos recipientes de aluminio llenos de agua a los colegios del Caminillo para la leche en polvo que tomamos todos los días.

En los banco de la plaza y en los poyetes hay algunas personas en animada charla. Un hombre subido en su caballería pasa por la puerta de La Peña donde hay tertulianos bajo un toldo color amarillento que se sostiene con puntales de metal anclados en la plaza. Están sentados alrededor de veladores a un lado a otro de la calle. La mula, al pasar por el pasillo entre ellos, suelta una buena ración de olorosas boñigas (en torrecampeño cajoneras) que van desperdigándose al paso lento de su caminar. Uno de los tertulianos que luce un traje adornado con un pañuelo blanco en el bolsillo de la chaqueta se levanta e increpa con voces destempladas al de la caballería. Este, vuelve con gesto serio la cabeza hacía el que vocifera pero no dice nada. Cuando deja de hacerlo y mira para la calle Las Cruces lo hace con una sonrisa que le llega de oreja a oreja. Un orondo municipal que se encuentra sentado en una silla en la puerta del ayuntamiento se levanta y se encamina para ver qué sucede. Al levantarse muestra el ancho cinturón de su uniforme escondido antes cuando estaba sentado por su abultada barriga. Al poco vuelve a su silla y de forma parsimoniosa lía un cigarrillo.  

Tengo un puñado de prospectos de cine para jugar a las bolas en las inmediaciones del cine, o cambiar los repetidos. Mis amigos y yo nos dirigimos hasta allí. Al cabo de un rato de estar jugando un chiquillo grita de manera desaforada que van a salir los bautizos de la iglesia. Todos los chiquillos que estábamos jugando salimos corriendo en tromba. Cuando sale la madrina con el primer niño en brazos envuelto en su faldón, todos los chavales a una sola voz gritamos “!arroña, arroña, arroña!”. El padrino ya preparado echa mano a sus bolsillos y lanza al aire varios puñados de monedas, todas perras gordas y perrillas que entre empujones y alguna pelea que otra vamos recogiendo. Al padrino que no lo haga, oirá a coro “!engorruñio, engorruñio!”.

Estoy contento, el dinero para ir al cine, lo tengo asegurado, pero he de pedir permiso a mis padres para la primera función. Mis padres acceden a cambio de que al día siguiente después del colegio debo de ir a la fuente a por dos cántaros de agua.

Empujones, codazos y algún que otro golpe para entrar en el gallinero. Mientras gritamos <<que lo echen ya>, una espesa niebla reina en el cine por el humo del tabaco. El Nodo se ve difuso y Joaquín desde la sala de proyección tiene que mandar a voces que se abran las ventanas del gallinero.

Cuando salgo del cine los “mosicos y mosicas” que daban vueltas y más vueltas en la plaza ya se marcharon. Algunos de ellos/as se habrán enamorado hoy.  Años más tarde  -creo que prematuramente-, cuando las hormonas de la pubertad de manera inexorable se agitaron en mí ser, yo, como tantos otros, también utilicé las viejas y heredadas técnicas de la seducción dando vueltas en nuestra plaza. Claro que aquello, como todo lo que narro en este escrito, eran otros tiempos

Antero Villar Rosa

jueves, 29 de octubre de 2020

YA LLEGA LA FERIA

 

¡Ya llega la feria! Venga, que ya están aquí las casetas del turrón; los primeros feriantes anunciadores de nuestras fiestas ya han llegado con su goloso pero duro y pétreo Primitivo Picó, envuelto todo con el aroma a  tabla de carpintería. Ya está aquí también el del Chupetón de la Tonta, con su espeso bigote, más poblado su penacho que el año anterior. Las escopetas si el año pasado las tenía amañadas para el lado izquierdo este año las tendrá preparadas al lado contrario, así que habrá que estar atentos para derribar el palillo.

Los conejos en los corrales presagian su triste destino como los presos de la milla verde. Sus pellejos colgarán al sol esperando a la gitana que se los llevará al trueque de unas agujas de coser mientras las avispas y moscas dan buena cuenta de ellos. Al igual que en el cine Callao de Madrid, cuelgan carteles de pintura en los balcones de la plaza con los protagonistas, anunciando la película que se proyectará en el cine Paseo. ¡Vamos que llega la feria! 

En las eras no hay descanso, se trilla, se ablenta y se envasa con mucha ansiedad el grano contando las fanegas a golpe de cuartilla, cada cuatro, una fanega. Los sacos de grano se amontonan en los alrededores del almacén de trigo esperando ser pesados mientras personas mayores hacen guardia custodiándolos. Las mujeres ya han comprado los melocotones para el ponche. Hay en las azoteas vasijas al sol rebosantes de pajón donde maduran las alcaparras y alcaparrones, mientras que los “blanqueores”  siguen encalando las casas de sol a sol.

¡Ya ha llegado la feria! Cohetes, música, procesión, y campanas al vuelo. Hay un olor penetrante a tierra mojada producido por Juan Diego que riega en Los Jardinillos mientras los chiquillos gritan ¡Juan Diego riega y aquí no llega! Los dompedros y boneteros agradecen el refresco mientras los peces de colores se confunden con los azulejos de la fuente. En la plaza hay carrera de cintas. Antes, en los Puentecillos ha habido concurso de tiro al plato. Como todos los años el premio ha sido para el de Rependa. Los de las “voladoras” descamisados ellos, de torsos achicharrados por incontables ferias,  ponen a punto las barcas contando los sacos de arena que les servirán de contrapeso. El retratista con el caballito de cartón ya ha llegado a la posada.

¡Venga que ha llegado la feria! ¡Qué rica la cerveza tomada en jarrilla! ¡Simón, dadnos un saquillo de patatas fritas! ¡Que rica  tomada bajo palio en el Testarazo, o en casa de Bernardo! ¡Lástima que sea nada más que de feria en feria! Hay guapas mujeres luciendo moñas en el pelo y vestidos de estreno. Los jazmines en los patios cada atardecer, donan su cosecha en pos de su belleza.  La plaza está a rebosar. ¡A gorda la barrigá! Así pregonan el agua para el que quiera saciar su sed en porrón. Otros se refrescan con los helados el Chache ¡Que ricos! Hay música en la plaza… ¡Coño, la animadora…! ¡Música…! ¡Chunda, chunda, pom, pom, pom! Pero… ¡Jo…! ¡Vaya, me había quedado dormido! ¡Que sueño más dulce! Pero sigue el chunda, chunda, y el  pom, pom pom…

Esta música persiste enlatada en mi subconsciente martilleando mi cerebro hasta después de mi regreso a Madrid. Es la que otro año más, estoy seguro, “disfrutaré” sin ser partícipe a escasa distancia de los del botellón. Otro año más ellos, los jóvenes, estarán divirtiéndose a su manera. Esta es otra feria, la feria de ahora que alguien escribirá  dentro de muchos años contando esto del botellón y los más, el color de los paraguas playeros y la paella del chiringuito. Pero yo a pesar de todo, seguiré volviendo como ave migratoria cada feria a mi pueblo, ellos se lo pierden.


MI VISITA A LA ERMITA EN NOCHEBUENA.

 

(Es difícil estando en Madrid visitar la ermita la misma Noche Buena, pero como soñar es gratis, lo haré hoy, pocos días antes de Navidad, imaginándome en mi sueño que estoy viviendo la realidad en esa noche, utilizando para ello la fantasía que nos sobra a los abuelos en estas fechas tan entrañables.

Mi visita la haré al morir la tarde para poder ver desde el cerro entre nublos bermellones el encendido del crepúsculo, y de cómo lentamente estos, irán siendo devorados por las sombras de la noche. Después, internado en la ermita disfrutaré del silencio que produce la paz en ese sagrado lugar. Allí estaré hasta después de que mi mente que no mis labios haya estado un buen rato en comunicación con Ellas a través de la oración. ¡Qué silencio disfrutaré!,… es tanto el que reinará dentro  que creeré percibir hasta el sonido de mi alma, alimentada y reconfortada esta por el espíritu navideño en esta noche de amor y de paz. 

Después, he salido al atrio de la ermita cuando es noche cerrada. Sigo con mi ensoñación y veo desde allí el centelleo de las luces de mi pueblo a mis pies, y el titilar de las estrellas en la techumbre del cielo en la fría noche navideña, en la que un gajo de luna en forma de daga curvada, pende arrecida en el firmamento desarropada de su sábana amarilla que le arrastra por su áureo y decadente halo pajizo.

Pero mi mejor sueño esa noche será ver desde la lonja de la ermita a mi pueblo difuso  entre la espesura de la niebla, o entre las brumas de continuas cortinas de lluvia, y así poder oler la paz del monte empapado de agua, y de  regreso,  quisiera reparar como el viento entre la oscuras sombras, zarandea a los árboles, a las nogueras y a los olivos, solitarios ellos en el Llano de Santa Ana, mientras que los pinos del cerro entonan en la oscura noche extraños silbidos en su bambolear, que interpretaré como villancicos serranos. 

Ya en el pueblo, observo un trasiego inusitado de gentes y vehículos, y es que dentro de poco será la hora de la cena, y las familias ya se preparan para reunirse. Hijos que cenan en casa de los padres, padres que cenarán en casa de sus hijos, y así, abuelos y nietos, todos juntos unos y otros, se disponen a celebrar la Noche Buena.

No quiero despertar de este sueño sin antes haber paseado por las calles de mi  pueblo cuyas preciosas luces navideñas con sus coloridos y dibujos alegóricos sirven como estimulante a todos los torrecampeños/as para alimentar su estado de ánimo con la alegría, la felicidad y cómo no, la nostalgia de muchos como yo al recordar aquella nuestra niñez licenciada.

Un fuerte petardo explosiona cerca de mí y me devuelve a la realidad. Esto no estaba previsto.   

Queridos amigos y amigas, después de haber visitado la noche de Nochebuena en la ermita de nuestro pueblo  a la Madre de Dios y a su Abuela, y haber paseado por nuestro pueblo, aunque en sueños, creerme que me siento muy reconfortado.      

Con estas ensoñaciones navideñas tan nuestras, que de haber podido estar ahí las hubiese hecho realidad, aprovecho para desearos desde la distancia a todos los torrecampeños y torrecampeñas  una, ¡Feliz Navidad!

miércoles, 28 de octubre de 2020

LA CARRETERA


 

Mi reconocimiento y gratitud a toda la gente de la carretera, y en especial a los camioneros, engranaje esencial  para nuestro bienestar demostrado en esta pandemia.

Llueve y está mojada la carretera, qué largo es el camino que larga espera, así empieza la canción de Julio Iglesias titulada La Carretera. Hoy, escuchando la letra tan evocadora de esta canción, mi imaginación ha volado en el tiempo recordando pasajes y vivencias de tantos viajes como habré hecho a lo largo de cincuenta y dos años a nuestro pueblo.

Recién llegado a Madrid tenía dos posibilidades de viajar hasta Torredelcampo, una era en tren, con  salida a las 11,45 de la noche y llegada a las nueve de la mañana. La otra manera de viajar hasta allí era en autobús, en La Pava, cuyos garajes estaban en el barrio de Delicias, en la calle Palos de Moguer. Puntuales siempre a la hora de la salida pero informales con la hora de llegada puesto que a partir de la localidad de Ocaña se terminaba la  autovía existente transformándose la Nacional IV a partir de este punto en carretera de una sola dirección, por lo que  había que armarse de paciencia ya que en el mejor de los casos las seis o más horas de viaje estaban siempre aseguradas.

Pero había otra manera de desplazarse que descubrí con el tiempo y que os cuento. En los aledaños de la estación de Atocha había un bar que dicho sea de paso su estampa desde fuera no invitaba a pasar. Era un cuchitril mugriento con los fogones ennegrecidos y una plancha con costras de rancias grasas en la que casi siempre andaban chamuscándose algún chorizo, morcilla o alguna que otra salchicha para atender el apetito de una clientela poco exigente, casi siempre viajeros que pululaban por las inmediaciones de la estación con un estómago poco sibarita y un tanto menos escrupuloso. Y allí en su interior, entre el humo del tabaco y el de los fogones nada más acomodarme en la barra  con el bolso en la mano porque en suelo no se podía dejar por la cantidad de desperdicios existentes, no tardaba en acercarse cojeando un hombre con aspecto de indigente que de soslayo me preguntaba el destino de mi viaje. Con la taza de café en mi mano y de forma muy discreta le respondía que quería ir a Torredelcampo. 

-Tiene usted suerte amigo -me contestaba con mucho sigilo aquellas veces que no tenía que esperar- hay uno que es de Jaén  que le va a llevar hasta su pueblo. Está a la vuelta de esta calle en un Seat 1500 y al que solo le falta un viajero. Sígame usted distanciado a unos metros de mí y le llevo hasta donde está aparcado.

Todo esto lo hacía con mucha cautela ya que la policía secreta siempre merodeaba por allí pues era delito el hacerle la competencia a la Renfe, y este individuo según me contaron estaba fichado por reincidente.

Después de darle los cinco duros de rigor que reclamaba con descaro por su trabajo a aquél sujeto de mala catadura, frase que recuerdo de los tebeos de Roberto Alcazar y Pedrín, me internaba en el coche. A partir de aquella primera vez, casi siempre mis viajes para ver a mi familia y a la novia lo hacía utilizando este medio a últimas horas de la tarde, así que la mayoría de las veces   era noche cerrada al pasar por Aranjuez y ya  el silencio imperaba dentro del vehículo invitando a dar alguna que otra cabezada. Siempre eran taxistas que venidos desde la provincia a Madrid con alguna familia, aprovechaban para llevarse de regreso algún pasajero.

Kilómetros pasando pensando en ella, ¡qué noche que silencio, si ella supiera! Las luces de los coches que van pasando, el ruido de camiones acelerando. No hay gente por la calle y está lloviendo, los pueblos del camino ya están durmiendo. Los bares a estas horas están cerrando, hoteles de parejas siempre esperando.

La letra de la canción de Julio Iglesias vuelve a proyectar en mi memoria momentos de aquellos viajes. Uno de ellos, en pleno invierno, poco antes de llegar a Despeñaperros, una niebla muy espesa hizo  que nos detuviésemos de madrugada en un restaurante de carretera. Recuerdo que en el local había muchos camioneros que al igual que nosotros no se atrevían a penetrar en la enmarañada y serpenteante carretera que se prolongaba a partir de ahora durante kilómetros, de doble circulación, con curvas sinuosas,  cuestas pronunciadas, pendientes de tobogán, y además con una niebla muy densa y meona. Pasado un rato, uno de aquellos aguerridos camioneros, dijo que emprendía viaje. El conductor de mi vehículo mandó montarnos a todos en el coche ya que según él, aunque lentamente, el camión nos abriría camino siguiendo detrás de él hasta pasar Despeñaperros.

Y así fue como aquella noche cruzamos este famoso paso montañoso. Después, Antonio, el taxista, al llegar a La Carolina se desvió para llevar a una familia que nos acompañaba hasta una pedanía cerca de Úbeda, y para que la letra de la canción se haga cierta, nos detuvimos durante el trayecto para dar paso a un tren largo y lento que nos cruzó el paso.

Cuando llegamos a Torredelcampo, nuestro pueblo todavía dormía, esta vez al son de los acordes de la  relajante música de las canales.  

Os preguntareis quién era el taxista de aquella noche y os diré que se llamaba y se llama Antonio, al que no quiero identificarlo por el apodo. Este hombre hoy, de edad avanzada, conocía y conocerá al dedillo donde vivimos cada uno de los torrecampeños en Madrid, y  hablo en presente porque todavía está lúcido. Hace poco, al cabo de mucho tiempo le llamé. Quería saber de él, del hombre siempre servicial que antes de tener yo coche me llevaba al pueblo a ver a la novia y a la familia, y después en muchas ocasiones acompañado de mi esposa y de mis hijas siendo estas pequeñas. Cuando regresábamos, recuerdo que su maletero llegaba a convertirse en una  despensa de avíos que la familia nos proporcionaba. Siempre, y sin ningún reproche por su parte, había hueco para la garrafa de aceitunas y las cajas de aceite.

También cabían en su coche nuestros suspiros a la hora de dejar el pueblo, y esto, creerme,  pesaba más que todo el equipaje.

sábado, 19 de septiembre de 2020

PASAJES DE AQUÉL MADRID DE LOS AÑOS SESENTA

 Ahora, cuando algún joven se marcha lejos de nuestro pueblo a trabajar a alguna ciudad, bien porque lo hubieran destinado como funcionario o porque hubiese encontrado en ella un trabajo estable, lo primero que suele hacer es en una primera avanzadilla  visitar la ciudad de destino para buscar un piso alquilado o bien utilizando su red de amistades una vivienda compartida con personas afines. Me parece estupendo, pero antes, en los años sesenta la cosa era diferente.

Entonces, la maleta de madera o de cartón delataba en Madrid al venido de provincias. Lléveme a una pensión, (pensión que la mayoría de la veces era provisional hasta encontrar una “patrona” más asequible) era la frase más repetida a los taxistas que en la estación de Atocha esperaban a los trenes que venidos de Andalucía descargaban su abigarrada carga humana repletos de gentes buscando un futuro mejor. Había que estar muy atentos ante tantos carteristas, timadores, y descuideros que pululaban por los andenes y en el hall de la estación, donde estos sinvergüenzas se valían de la ingenuidad de los pueblerinos robándolos o timándolos.

La picaresca del taxista dando vueltas por varias manzanas hasta llegar a la pensión para aumentar el contador de la carrera, era otra forma de aprovecharse del recién llegado. En la calle de Atocha y sus aledañas, así como en el barrio de Tirso de Molina y Antón Martín, abundaban las pensiones. En la fachada de todas ellas un cartel de porcelana blanco con letras de color negro anunciaban el establecimiento como este que cito a modo de ejemplo: Casa de Huéspedes Amparo. Piso tercero. Sólo huéspedes estables. Las persianas alicantinas de tablillas de color verde en los balcones y ventanas,  destacaban sobre el sucio de las fachadas de estos barrios antiguos que hacían añorar a viajeros nostálgicos, al pueblo blanco andaluz que dejaron atrás.

Algunas de estas pensiones disponían de toda una planta del edificio con pisos comunicados. Los precios variaban dependiendo si la habitación era individual, o compartida con  dos o más inquilinos que incluía además una ducha gratis a la semana y a cinco duros las restantes.  Aquellas casas de huéspedes solían oler a cocido muchos días, inundando con el olor a berza la escalera comunitaria para por la noche el caldo del mismo transformarse en una sopa olorosa de fideos con hierbabuena. A la hora de la cena, en el comedor, allí se podía ver entre otros a aquél que fuera oficial de notaria ya jubilado desde hace años que no tenía más familia que la amistad con la “señá” Amparo dueña de la pensión. Al sereno, gallego este, que uniformado salía disparado nada más terminar la cena a realizar su ronda. Al viajante cántabro de conservas de pescado, al matrimonio valenciano rentistas de pisos que siempre hablaban entre ellos sobre el trabajo que les costaba cobrarles el alquiler a sus arrendatarios. Allí estaba también el viejo actor de teatro de papeles irrelevantes venido a menos, que decían que debía no sé cuantos meses a la señá Amparo y que le recitaba el Tenorio de Zorrilla a la chica que con cofia y mandil blanco servía las mesas, y tantos personajes extraños que acompañados por las vinagreras y el salero cenábamos solos cada uno en nuestras mesas mirándonos unos a otros de soslayo. Qué tristeza envuelve a todo mí ser cuando ahora observo a alguien cenando solo. 

El periódico Ya en la sección de ofertas de trabajo dedicaba todos los días varias páginas ofreciendo empleos, la mayoría de ellos solicitando mano de obra para la construcción y también de las más variopintas profesiones, ayudando al recién llegado a buscar un puesto de trabajo de manera rápida.

La vida en aquél Madrid de los años sesenta, de camisas blancas de tergal, prenda muy de moda en los hombres, de autobuses atestados, donde en las horas puntas la gente iba hacinada en ellos pareciendo querer derramarse los viajeros sobre el asfalto dado que las puertas permanecían abiertas durante su recorrido. El  rancio y espeso olor de entonces del metro donde la gente andaba deprisa y a veces corriendo por sus intrincadas galerías desde primeras horas de la madrugada en busca de su puesto de trabajo. Los letreros en los vagones: Prohibido escupir, y Asiento destinado a caballeros mutilados, siguen perdurando en mi memoria como todo lo narrado, recuerdos que colecciono en mi mente en un álbum de estampas viejas desgastadas por el paso de los años, todas ellas en blanco y negro de un tiempo pasado en  aquél Madrid de los años sesenta.  

Bueno, os dejo, pues tengo que escribir a mi novia y también a mis padres para contarles cosas como estas que hoy os he contado.

Ja, ja, ja,… Ya quisiera yo volver al Madrid de entonces, donde para comunicarme con mi novia y con mi familia lo más común era escribirles una carta. ¿Cuántas cosas como estas que hoy os he contado les explicaría yo a ellos a través de aquellas cartas diarias?

LAS CASAS DE NUESTROS MAYORES

 


No hay calle en nuestro pueblo que no tenga, una, dos, o más casas viejas cerradas. Algunas, mantienen un cartel de “Se vende” ya descolorido por el paso del tiempo, mientras que el polvo en sus puertas y ventanas, así como  la falta de cal o pintura en sus fachadas, denotan   un abandono más que palpable.

Fueron algunas de ellas las casas donde vivieron nuestros padres y abuelos, las mismas en las que vinimos al mundo muchos de los que ya andamos echando cosas en la maleta para cuando nos llamen. Casas estas llenas de vida hace setenta, ochenta o más años y que hoy estamos dejando morir no solo su estructura, sino la historia familiar que encierran cada una de ellas.

Fueron viviendas construidas sin permisos ni licencias, ni dibujadas por delineantes o arquitectos, pues la idea sobre el diseño la ponía el dueño al albañil en base a sus necesidades, y este, utilizando la materia prima existente para la construcción en aquellos tiempos que eran piedras, ripios, y yeso, edificaba la casa. ¿Cuántas viviendas fueron construidas con el yeso elaborado en Los Hornillos? La herida profunda en la pequeña colina sigue siendo testigo palpable del barrenado habido hace años en sus entrañas. La llegada novedosa del cemento conocido al principio en nuestro pueblo como “porla” (de Portland) sustituyó al yeso. Recuerdo las casas de quienes “emporlaban” la planta baja sustituyendo al tradicional empedrado con yeso derretido, ser visitadas por un rosario de gentes, sobre todo mujeres, que iban a comprobar lo “lisico” que quedaba el suelo, lo que ayudaba a la hora de barrerlo y de fregarlo.    

Ahí siguen estando esas casas, algunas ruinosas que fueron en su día reflejos de alegrías incontables y cómo no, de infinitas tristezas que anidarán todavía en  sus viejos muros esperando que alguien vaya a despertar a estos sentimientos, aunque para muchos, presumo, que todo lo que hay dentro de  ellas sea ya memoria perdida.

Casas de pajar en la cámara, con piquera que desembocaba en los pesebres. De graneros tabicados donde reposaba la cebada para las bestias y otras semillas cosechadas. Cámaras algunas que todavía albergarán utensilios de labranza como horcas, “viergos” y zarandas que colgarán en sus paredes o en alguna viga de madera. Desvanes estos, donde en sus rincones, entre las telarañas, seguro que reposarán viejas cántaras de metal y ánforas repletas, no de aceite, pero sí de recuerdos. Todo este bagaje de utensilios estoy seguro que echarán de menos al niño que subía temeroso durante la cena a por un melón por encargo de su padre, y que estando allí huía aterrado por las figuras aleatorias que dibujaban las sombras en la pared cuando algún objeto colgante se bamboleaba ante la menor brisa de aire.    

Habitaciones las de estas viejas y desvencijadas casas donde seguirá  estando en alguna de ellas todavía la veterana cama de los abuelos, aquella de hierro con relucientes perinolas doradas, y que ahora,  motivado por la herrumbre, ya no se verá reflejado en su metal el cuadro de grandes dimensiones con la foto en blanco y negro de los antepasados de ellos, fotografía que estará  más que difuminada por el paso del tiempo a pesar de seguir guarecida en un cristal, hoy presumiblemente deslucido con picaduras irisadas que seguirá donde siempre,  colgado en la pared haciendo guardia a la vieja cómoda.

 Hogares los que describo que quisieran seguir manteniendo el olor a viejas lumbres de palos de olivos que crepitaban en el fuego en el invierno entre el murmullo de los hervores de su savia que se derramaba por el liso corte producido por el hacha. Muros y paredes los de estas casas hoy  agonizantes que fueron empapados hace años por espesos y rancios sabores a morcillas y chorizos en aquellas matanzas añoradas, y que hoy olerán a humedad y a aire viciado. Casas estas, muchas de ellas bañadas hace tiempo a las puertas del otoño por el aroma a matalahúga, mezclándose  a veces este olor con el de los tomates de la huerta que eran triturados para la conserva.

Hogares estos donde nacieron niños que castigados sus padres a no tener libros de recetas de cocina, tuvieron  la fortuna de jugar sin juguetes en la calle hasta bien entrada la noche. Las voces de sus madres llamándolos a gritos para acostarse me parece haberlas oído hoy cuando entrando con sigilo en mi ensoñación a una casa como las que describo, me he encontrado en un puchero de barro estos recuerdos que comparto contigo, recuerdos todos de un pasado feliz vividos por mí en un pueblo llamado Torredelcampo, en el que aún me parece seguir jugando con mis amigos, aquellos  que en la calle pasábamos las horas,  Amaral.

martes, 25 de agosto de 2020

HIGOS

 


HIGOS

En las quebradas, en los regajos, y en los olivares de terrenos abruptos se solían plantar higueras, abundando esta planta bíblica en las zonas más cercanas a nuestro pueblo. No había viña que a la sombra de la higuera los meses de estío no cobijase bajo su frescor el hato del dueño y a alguna caballería durante las tórridas siestas. También proliferaban mucho en los corrales de las casas: Higuera breval, una o dos en el corral, dice el refrán.

Los higos en la posguerra aliviaron el estómago de muchas personas en nuestro pueblo. Quienes eran poseedores en aquél tiempo de algunas higueras, durante el mes de agosto cuando el higo suele estar en plena sazón, solían satisfacer parte de su apetito comiendo este fruto, así el panaseite con unos higos, era y será, para algunos entre los que me encuentro, un manjar, que además de proporcionar placer a mis glándulas gustativas me vale para rebobinar la máquina de mi memoria y recordar escenas de aquellos tiempos. También los higos solían servirse de postre supliendo a otras frutas en beneficio de la necesitada economía familiar.

En aquella época, para que algunos avispados no birlasen este fruto, si el dueño tenía chiquillos, eran estos los encargados de vigilar las higueras y al mismo tiempo ahuyentar a los pájaros para que no picoteasen los higos. En estos casos  a la hora de regresar a casa eran ellos los encargados de recolectarlos para el disfrute familiar. Viene a mi memoria aquellas pequeñas cestas elaboradas con varetas que servían en estos casos para acarrear los  higos, y como tapadera se colocaban unas hojas de la higuera lo que adornaba su presentación.

La variedad más extendida por aquella época era el higo negro conocido en nuestro pueblo como goén. He leído que a  esta clase de higos se le denomina Cuello de dama negra, destacando estos por el  muy acentuado y dulce sabor de su  pulpa, lo mismo que el verdal que también  abundaban muchas higueras de esta gama.

Un año, después de caer las primeras lluvias otoñales, “haciendo suelos” en un paraje de nuestro pueblo muy conocido por mí, un tío mío a la hora de comer me mandó hasta una cañada cercana, casi oculta esta del bregar de la gente y  por la que entre la intrincada profundidad de su vertiente algunos veranos llegaba a discurrir un hilillo de agua. El objeto del mandado era ver si una higuera que allí se guarecía tenía frutos. Teniendo en cuenta que estábamos en los primeros días de octubre creía que me estaba tomando el pelo, pero mi sorpresa fue cuando llegado al lugar vi a la higuera que  estando casi desnuda de hojas, sus ramas mostraban orgullosas sus frutos en plena sazón. Eran estos higos verdales, achatados, que derramaban miel por los orificios de la parte inferior al cabo  lo que en botánica se le conoce como ostiolo, siendo  estas pequeñas aberturas de un rojo bermellón muy intenso destacando este color escarlata con los del verde profundo de los higos. Llevo casi seis décadas sin asomarme por ese paraje y no sé si vivirá aún esa higuera de frutos tardíos. La higuera que sí sobrevive y que creo será la más longeva de nuestro pueblo es la que está próxima a los Puentecillos, donde antes instalaban el ferial, a la que yo hace años la bauticé con el nombre de Higuera Comunitaria, ya que desde el amanecer hasta bien entrada la mañana, años atrás, era un continuo deambular de gentes con bolsas y cañas para beneficiarse de  sus frutos.   

Quería hacer mención al pan de higo que se obtenía con  higos puestos al sol y luego triturados. A esta masa compacta se le podía añadir algunos ingredientes como aguardiente, matalahúga y ajonjolí. Si alguno de mis lectores ha comido pan de higo con alguna bellota dentro, estoy por asegurar que rondará mi edad.

Mientras esto escribo, he despertado a mi apetito que me pide degustar algunos higos. Mañana iré a la frutería y compraré una docena a sabiendas que nunca tendrán el sabor, la textura, y hasta el olor de los de mi pueblo, sobre todo los que producen las higueras de alguien al que estimo llamado Antonio; los de éste, me recuerdan a aquella higuera tardía que descubrí en una oculta cañada  mientras trabajaba en mi pubertad.   


LA ÚLTIMA CARTA DE MI ABUELO

  

LA ÚLTIMA CARTA DE MI ABUELO.

La despedida. Pintura de Juan Lucena.

Es tan humano su contenido que no he podido reducir el texto.

(Basada en una historia real que escuché, y  recreada a mi manera)

Mi nombre es Juan Manuel, tengo doce años y vivo en un barrio muy humilde de Madrid bastante alejado del centro. Voy al colegio donde hago el último curso de educación primaria. Bueno, he dicho que voy al colegio, aunque no es cierto del todo porque no asisto a él desde que comenzó lo del coronavirus. Mi padre murió de cáncer cuando yo tenía cinco años. De él recuerdo muy poco, vagamente que me llevaba a un parquecito cercano a mi casa y me montaba en un columpio. Yo le pongo cara en mi mente debido a las múltiples fotografías que inundan mi modesto hogar que mi madre se encarga de adornar con flores, sobre todo una muy grande que reposa en el salón.

Desde que mi padre murió, mi abuelo Antonio que vive desde siempre con nosotros ha sido  mi fortaleza protectora, mi refugio, mi consejero, y también mi confidente, además del principal baluarte en el plano económico  familiar contribuyendo con su pensión a la mezquina paga asignada a mi madre por viudedad.    

Era sábado, catorce de marzo. La noche anterior mi abuelo no quiso cenar y se fue a la cama antes de lo acostumbrado. De madrugada le oí toser, y a mi madre entrar y salir de su habitación obligándole en voz baja a tomar alguna pastilla. Cuando me levanté, mi abuelo seguía peor, la tos había aumentado y la fiebre casi rozaba los treinta y nueve grados. <<No te preocupes hijo, esto es un resfriado más, me dijo>>   Una mirada cómplice con mi madre premonitoria de que podía ser el coronavirus y no un simple resfriado, hizo que esta se alejara de la habitación de mi abuelo y marcase el número de urgencias. Inmediatamente después, siguiendo el protocolo de recomendaciones de los del otro lado del teléfono, yo ya no pude entrar en su habitación. Por la tarde sonó el timbre de la casa y dos enfermeros vestidos de blanco con un traje lo más parecido al de un buzo vinieron y se lo llevaron al hospital. Nada de abrazos y acompañamiento. Yo estaba en un extremo del pasillo cuando desde el umbral de la puerta antes de irse se giró, me miró fijamente durante unos instantes y por la expresión de su rostro intuí que quería esconder la preocupación que le embargaba. Desde la calle antes de entrar en la ambulancia percibió que le estaría observando desde la ventana y esta vez me envió un beso con la mano al tiempo que le oí gritar un sonoro y efusivo adiós agitando su mano, lo que fragmentó mi frágil estado emocional, pues rompí a llorar de forma desconsolada a escondidas de mi madre. Esta fue la última vez que vi a mi querido abuelo.

Al día siguiente nos confirmaron lo que sospechábamos y temíamos, que mi abuelo había contraído el coronavirus. Durante los dos días siguientes  comunicamos con él a través de un teléfono de una enfermera llamada Pilar, que decía él que era un ángel. Luego, cuando entró en la UCI, fueron las llamadas diarias desde el hospital al móvil de mi madre dándonos a conocer cada vez más su gravoso estado, teléfono que dejó de atender ella a raíz de que en unas pruebas posteriores que nos hicieron había dado positivo y sintiéndose mal recomendaron su ingreso en el mismo hospital donde estaba mi abuelo. Así que me quedé solo en casa confinado. Al ser menor de edad me visitaron los asistentes sociales recomendándome ingresar en no sé qué institución de menores pero me negué a ello rotundamente. Desistieron cuando una tía mía que vivía en un barrio al otro extremo de la ciudad dijo encargarse ella  de atenderme, en hacerme las compras y sobre todo estar al tanto de mí.

Del teléfono ahora esperaba a diario dos llamadas, la de mi madre que hablaba con ella y la de la encargada de comunicarme la situación de mi abuelo. Pasados tres días, de madrugada, recibí la noticia. La persona que estaba al otro lado del teléfono al oír mi voz aún infantil recomendó que se pusiera mi madre u otra persona mayor. Le dije que era su nieto y que estaba solo, pero  preparado para lo peor. Me derrumbé al saber la noticia, y en mi dormitorio lloré sin consuelo alguno. En mi aflicción que aún me dura, constantemente venían a mi memoria escenas de mí vivir con él. Los viajes constantes a su pueblo andaluz que ansiábamos siempre. Las de veces que estando yo enfermo lo sentía de madrugada entrar una y otra vez en mi habitación con mucho sigilo. El dinero que me daba a escondidas de mi madre para satisfacer mis precarios caprichos,  y muchos más detalles, todo ello  aumentaban mi congoja, y lo peor, la constante preocupación porque que a mi madre le ocurriera lo mismo. 

Pero afortunadamente mi madre a la que le dieron la triste noticia estando en el hospital, volvió a casa a los pocos días de fallecer mi abuelo, si no restablecida del todo, al menos convaleciente.  Seguíamos confinados a la espera de que nos avisasen para enterrar su cuerpo que lo llevaron al Palacio de Hielo,  convertido en morgue. Al cabo de tres semanas pudimos darle sepultura. Yo asistí junto con mi madre a su entierro donde un sacerdote en el mismo cementerio rezó unas cortas exequias por su alma. Mi abuelo reposa en un nicho provisional hasta que más adelante cumpliendo su promesa llevemos sus restos a su tierra añorada donde descansarán para siempre.

Ayer sonó el timbre de mi casa. Abrí la puerta. Una mujer joven preguntó si yo era el nieto de Antonio, mi abuelo. Se identificó como Pilar, la enfermera que lo cuidó hasta que murió. Sentados en el salón, mi madre la bombardeó a preguntas, pero todos sus diálogos terminaban siempre invocando una y otra vez mi nombre con frases de mi abuelo hacía mí. Palabras que la enfermera estando mi abuelo aún consciente transcribió en un papel con la promesa de hacérmelo llegar y que ella de seguro las hilvanó enriqueciendo el texto a juzgar por su manera tan preciosa  en sus descripciones:

La carta que leyó la enfermera decía lo siguiente:

Querido nieto Juan Manuel:

Teniendo la certeza de que voy a morir quiero que durante toda tu vida tengas presentes estos mis últimos consejos:

Juanma –así acostumbró desde siempre a llamarme-, cuídate mucho de aquellas personas que en vez de repartir felicidad van sembrando odio y rencor; el mundo está cuajado de ellas. Las llegarás a identificar a medida que irán cicatrizando en ti las heridas que te hagan. Aquí, en este mundo que se te ofrece, cuando comiences a caminar por sí solo encontrarás tus cielos y tus infiernos. No te desanimes ante la adversidad, pero cuando ello ocurra solicita siempre el consejo de tu madre a quién deberás de querer y proteger. No la abandones nunca.

Yo soñaba siempre que el día que me muriese iba a estar acompañado por tu madre y por la dulce caricia de tus manos, pero Dios no lo ha querido. Me voy cuando más me vas a necesitar, ya que a falta de tu padre hubiese sido tu consejero para servir de puente entre tu madre y tú, sobre todo cuando llegues a esa etapa tan difícil de tu vida llamada pubertad tan llena de interrogantes donde el adolescente tiene la convicción de ser un incomprendido. Es, en ese período de tu vida cuando deberás de conducir tu conducta por los senderos rectos que yo y tu madre te hemos enseñado. Si un árbol crece torcido y no se corrige a tiempo se desarrollará con el tronco inclinado para siempre. El saber escoger a tus amigos te evitará de muchos problemas. Esto es fundamental.

 

Respeta siempre a las personas mayores; en ellos reposa y se apacienta la sensatez. Y si ellos no han estudiado y no están a tu altura en conocimientos, piensa que tal vez fue porque no pudieron, y no porque no quisieron. No te rías nunca de su ignorancia, pues sin estudiar, ellos, poseen el poso que la universidad de la vida les ha enseñado y a veces el significado de una frase pronunciada por estas personas mayores encierra tanta o más racionalidad que la expresada por cualquier filósofo. 

 

Quisiera decirte tantas cosas, pero no tengo tiempo pues la vida se me acaba. No llores hijo, tu abuelo Antonio va a emprender un viaje hasta donde se encuentra la abuela Juana, de modo que estaré siempre acompañado por ella, distinto viaje este  de aquél cuando me fui solo a Alemania. No pierdas la costumbre de ir a nuestro pueblo. Reza en la ermita como yo te enseñé. Adiós querido Juanma, desde el Cielo velaré siempre por ti y por mi hija, tu madre. Cuídala siempre.

 

Desde el principio de la lectura los sollozos de mi madre no sólo me contagiaron a mí, sino que la enfermera hubo de hacer varias pausas afligida también por el llanto. Después, del sobre que contenía la carta, sacó  algo y me lo dio. Reconocí de inmediato la medalla que siempre llevaba colgada en el cuello mi abuelo, la medalla de la Patrona de su pueblo que le regaló mi abuela cuando se fue a Alemania y que según la enfermera quiso que fuera para mí, medalla que desde ese mismo momento cuelga en mi cuello.

Pilar, la enfermera nos dijo que cuando murió, ella estaba de guardia y que no le abandonó ni un solo segundo. Su mano, manifestó, suplió a la mía, a la de su nieto Juan Manuel. Mi agradecimiento de por vida a esta gran mujer y a todo el personal sanitario.

Este fue el triste final de mi querido abuelo, la historia de su muerte habrá sido semejante a las de tantos otros que murieron en la soledad de un hospital por el coronavirus, sin el calor y el consuelo de la familia.  

Descansa en paz abuelo.

Que así sea, querido chaval. Este que escribe se une a tu dolor y al de tantos nietos que dijeron adiós a sus abuelos por culpa de la pandemia, como los niños de la pintura que ilustra este escrito. Verdaderamente no merecieron, ni siguen mereciendo morir así. Dramas como este lamentablemente se sucederán porque esto no ha acabado.