martes, 25 de agosto de 2020

HIGOS

 


HIGOS

En las quebradas, en los regajos, y en los olivares de terrenos abruptos se solían plantar higueras, abundando esta planta bíblica en las zonas más cercanas a nuestro pueblo. No había viña que a la sombra de la higuera los meses de estío no cobijase bajo su frescor el hato del dueño y a alguna caballería durante las tórridas siestas. También proliferaban mucho en los corrales de las casas: Higuera breval, una o dos en el corral, dice el refrán.

Los higos en la posguerra aliviaron el estómago de muchas personas en nuestro pueblo. Quienes eran poseedores en aquél tiempo de algunas higueras, durante el mes de agosto cuando el higo suele estar en plena sazón, solían satisfacer parte de su apetito comiendo este fruto, así el panaseite con unos higos, era y será, para algunos entre los que me encuentro, un manjar, que además de proporcionar placer a mis glándulas gustativas me vale para rebobinar la máquina de mi memoria y recordar escenas de aquellos tiempos. También los higos solían servirse de postre supliendo a otras frutas en beneficio de la necesitada economía familiar.

En aquella época, para que algunos avispados no birlasen este fruto, si el dueño tenía chiquillos, eran estos los encargados de vigilar las higueras y al mismo tiempo ahuyentar a los pájaros para que no picoteasen los higos. En estos casos  a la hora de regresar a casa eran ellos los encargados de recolectarlos para el disfrute familiar. Viene a mi memoria aquellas pequeñas cestas elaboradas con varetas que servían en estos casos para acarrear los  higos, y como tapadera se colocaban unas hojas de la higuera lo que adornaba su presentación.

La variedad más extendida por aquella época era el higo negro conocido en nuestro pueblo como goén. He leído que a  esta clase de higos se le denomina Cuello de dama negra, destacando estos por el  muy acentuado y dulce sabor de su  pulpa, lo mismo que el verdal que también  abundaban muchas higueras de esta gama.

Un año, después de caer las primeras lluvias otoñales, “haciendo suelos” en un paraje de nuestro pueblo muy conocido por mí, un tío mío a la hora de comer me mandó hasta una cañada cercana, casi oculta esta del bregar de la gente y  por la que entre la intrincada profundidad de su vertiente algunos veranos llegaba a discurrir un hilillo de agua. El objeto del mandado era ver si una higuera que allí se guarecía tenía frutos. Teniendo en cuenta que estábamos en los primeros días de octubre creía que me estaba tomando el pelo, pero mi sorpresa fue cuando llegado al lugar vi a la higuera que  estando casi desnuda de hojas, sus ramas mostraban orgullosas sus frutos en plena sazón. Eran estos higos verdales, achatados, que derramaban miel por los orificios de la parte inferior al cabo  lo que en botánica se le conoce como ostiolo, siendo  estas pequeñas aberturas de un rojo bermellón muy intenso destacando este color escarlata con los del verde profundo de los higos. Llevo casi seis décadas sin asomarme por ese paraje y no sé si vivirá aún esa higuera de frutos tardíos. La higuera que sí sobrevive y que creo será la más longeva de nuestro pueblo es la que está próxima a los Puentecillos, donde antes instalaban el ferial, a la que yo hace años la bauticé con el nombre de Higuera Comunitaria, ya que desde el amanecer hasta bien entrada la mañana, años atrás, era un continuo deambular de gentes con bolsas y cañas para beneficiarse de  sus frutos.   

Quería hacer mención al pan de higo que se obtenía con  higos puestos al sol y luego triturados. A esta masa compacta se le podía añadir algunos ingredientes como aguardiente, matalahúga y ajonjolí. Si alguno de mis lectores ha comido pan de higo con alguna bellota dentro, estoy por asegurar que rondará mi edad.

Mientras esto escribo, he despertado a mi apetito que me pide degustar algunos higos. Mañana iré a la frutería y compraré una docena a sabiendas que nunca tendrán el sabor, la textura, y hasta el olor de los de mi pueblo, sobre todo los que producen las higueras de alguien al que estimo llamado Antonio; los de éste, me recuerdan a aquella higuera tardía que descubrí en una oculta cañada  mientras trabajaba en mi pubertad.   


LA ÚLTIMA CARTA DE MI ABUELO

  

LA ÚLTIMA CARTA DE MI ABUELO.

La despedida. Pintura de Juan Lucena.

Es tan humano su contenido que no he podido reducir el texto.

(Basada en una historia real que escuché, y  recreada a mi manera)

Mi nombre es Juan Manuel, tengo doce años y vivo en un barrio muy humilde de Madrid bastante alejado del centro. Voy al colegio donde hago el último curso de educación primaria. Bueno, he dicho que voy al colegio, aunque no es cierto del todo porque no asisto a él desde que comenzó lo del coronavirus. Mi padre murió de cáncer cuando yo tenía cinco años. De él recuerdo muy poco, vagamente que me llevaba a un parquecito cercano a mi casa y me montaba en un columpio. Yo le pongo cara en mi mente debido a las múltiples fotografías que inundan mi modesto hogar que mi madre se encarga de adornar con flores, sobre todo una muy grande que reposa en el salón.

Desde que mi padre murió, mi abuelo Antonio que vive desde siempre con nosotros ha sido  mi fortaleza protectora, mi refugio, mi consejero, y también mi confidente, además del principal baluarte en el plano económico  familiar contribuyendo con su pensión a la mezquina paga asignada a mi madre por viudedad.    

Era sábado, catorce de marzo. La noche anterior mi abuelo no quiso cenar y se fue a la cama antes de lo acostumbrado. De madrugada le oí toser, y a mi madre entrar y salir de su habitación obligándole en voz baja a tomar alguna pastilla. Cuando me levanté, mi abuelo seguía peor, la tos había aumentado y la fiebre casi rozaba los treinta y nueve grados. <<No te preocupes hijo, esto es un resfriado más, me dijo>>   Una mirada cómplice con mi madre premonitoria de que podía ser el coronavirus y no un simple resfriado, hizo que esta se alejara de la habitación de mi abuelo y marcase el número de urgencias. Inmediatamente después, siguiendo el protocolo de recomendaciones de los del otro lado del teléfono, yo ya no pude entrar en su habitación. Por la tarde sonó el timbre de la casa y dos enfermeros vestidos de blanco con un traje lo más parecido al de un buzo vinieron y se lo llevaron al hospital. Nada de abrazos y acompañamiento. Yo estaba en un extremo del pasillo cuando desde el umbral de la puerta antes de irse se giró, me miró fijamente durante unos instantes y por la expresión de su rostro intuí que quería esconder la preocupación que le embargaba. Desde la calle antes de entrar en la ambulancia percibió que le estaría observando desde la ventana y esta vez me envió un beso con la mano al tiempo que le oí gritar un sonoro y efusivo adiós agitando su mano, lo que fragmentó mi frágil estado emocional, pues rompí a llorar de forma desconsolada a escondidas de mi madre. Esta fue la última vez que vi a mi querido abuelo.

Al día siguiente nos confirmaron lo que sospechábamos y temíamos, que mi abuelo había contraído el coronavirus. Durante los dos días siguientes  comunicamos con él a través de un teléfono de una enfermera llamada Pilar, que decía él que era un ángel. Luego, cuando entró en la UCI, fueron las llamadas diarias desde el hospital al móvil de mi madre dándonos a conocer cada vez más su gravoso estado, teléfono que dejó de atender ella a raíz de que en unas pruebas posteriores que nos hicieron había dado positivo y sintiéndose mal recomendaron su ingreso en el mismo hospital donde estaba mi abuelo. Así que me quedé solo en casa confinado. Al ser menor de edad me visitaron los asistentes sociales recomendándome ingresar en no sé qué institución de menores pero me negué a ello rotundamente. Desistieron cuando una tía mía que vivía en un barrio al otro extremo de la ciudad dijo encargarse ella  de atenderme, en hacerme las compras y sobre todo estar al tanto de mí.

Del teléfono ahora esperaba a diario dos llamadas, la de mi madre que hablaba con ella y la de la encargada de comunicarme la situación de mi abuelo. Pasados tres días, de madrugada, recibí la noticia. La persona que estaba al otro lado del teléfono al oír mi voz aún infantil recomendó que se pusiera mi madre u otra persona mayor. Le dije que era su nieto y que estaba solo, pero  preparado para lo peor. Me derrumbé al saber la noticia, y en mi dormitorio lloré sin consuelo alguno. En mi aflicción que aún me dura, constantemente venían a mi memoria escenas de mí vivir con él. Los viajes constantes a su pueblo andaluz que ansiábamos siempre. Las de veces que estando yo enfermo lo sentía de madrugada entrar una y otra vez en mi habitación con mucho sigilo. El dinero que me daba a escondidas de mi madre para satisfacer mis precarios caprichos,  y muchos más detalles, todo ello  aumentaban mi congoja, y lo peor, la constante preocupación porque que a mi madre le ocurriera lo mismo. 

Pero afortunadamente mi madre a la que le dieron la triste noticia estando en el hospital, volvió a casa a los pocos días de fallecer mi abuelo, si no restablecida del todo, al menos convaleciente.  Seguíamos confinados a la espera de que nos avisasen para enterrar su cuerpo que lo llevaron al Palacio de Hielo,  convertido en morgue. Al cabo de tres semanas pudimos darle sepultura. Yo asistí junto con mi madre a su entierro donde un sacerdote en el mismo cementerio rezó unas cortas exequias por su alma. Mi abuelo reposa en un nicho provisional hasta que más adelante cumpliendo su promesa llevemos sus restos a su tierra añorada donde descansarán para siempre.

Ayer sonó el timbre de mi casa. Abrí la puerta. Una mujer joven preguntó si yo era el nieto de Antonio, mi abuelo. Se identificó como Pilar, la enfermera que lo cuidó hasta que murió. Sentados en el salón, mi madre la bombardeó a preguntas, pero todos sus diálogos terminaban siempre invocando una y otra vez mi nombre con frases de mi abuelo hacía mí. Palabras que la enfermera estando mi abuelo aún consciente transcribió en un papel con la promesa de hacérmelo llegar y que ella de seguro las hilvanó enriqueciendo el texto a juzgar por su manera tan preciosa  en sus descripciones:

La carta que leyó la enfermera decía lo siguiente:

Querido nieto Juan Manuel:

Teniendo la certeza de que voy a morir quiero que durante toda tu vida tengas presentes estos mis últimos consejos:

Juanma –así acostumbró desde siempre a llamarme-, cuídate mucho de aquellas personas que en vez de repartir felicidad van sembrando odio y rencor; el mundo está cuajado de ellas. Las llegarás a identificar a medida que irán cicatrizando en ti las heridas que te hagan. Aquí, en este mundo que se te ofrece, cuando comiences a caminar por sí solo encontrarás tus cielos y tus infiernos. No te desanimes ante la adversidad, pero cuando ello ocurra solicita siempre el consejo de tu madre a quién deberás de querer y proteger. No la abandones nunca.

Yo soñaba siempre que el día que me muriese iba a estar acompañado por tu madre y por la dulce caricia de tus manos, pero Dios no lo ha querido. Me voy cuando más me vas a necesitar, ya que a falta de tu padre hubiese sido tu consejero para servir de puente entre tu madre y tú, sobre todo cuando llegues a esa etapa tan difícil de tu vida llamada pubertad tan llena de interrogantes donde el adolescente tiene la convicción de ser un incomprendido. Es, en ese período de tu vida cuando deberás de conducir tu conducta por los senderos rectos que yo y tu madre te hemos enseñado. Si un árbol crece torcido y no se corrige a tiempo se desarrollará con el tronco inclinado para siempre. El saber escoger a tus amigos te evitará de muchos problemas. Esto es fundamental.

 

Respeta siempre a las personas mayores; en ellos reposa y se apacienta la sensatez. Y si ellos no han estudiado y no están a tu altura en conocimientos, piensa que tal vez fue porque no pudieron, y no porque no quisieron. No te rías nunca de su ignorancia, pues sin estudiar, ellos, poseen el poso que la universidad de la vida les ha enseñado y a veces el significado de una frase pronunciada por estas personas mayores encierra tanta o más racionalidad que la expresada por cualquier filósofo. 

 

Quisiera decirte tantas cosas, pero no tengo tiempo pues la vida se me acaba. No llores hijo, tu abuelo Antonio va a emprender un viaje hasta donde se encuentra la abuela Juana, de modo que estaré siempre acompañado por ella, distinto viaje este  de aquél cuando me fui solo a Alemania. No pierdas la costumbre de ir a nuestro pueblo. Reza en la ermita como yo te enseñé. Adiós querido Juanma, desde el Cielo velaré siempre por ti y por mi hija, tu madre. Cuídala siempre.

 

Desde el principio de la lectura los sollozos de mi madre no sólo me contagiaron a mí, sino que la enfermera hubo de hacer varias pausas afligida también por el llanto. Después, del sobre que contenía la carta, sacó  algo y me lo dio. Reconocí de inmediato la medalla que siempre llevaba colgada en el cuello mi abuelo, la medalla de la Patrona de su pueblo que le regaló mi abuela cuando se fue a Alemania y que según la enfermera quiso que fuera para mí, medalla que desde ese mismo momento cuelga en mi cuello.

Pilar, la enfermera nos dijo que cuando murió, ella estaba de guardia y que no le abandonó ni un solo segundo. Su mano, manifestó, suplió a la mía, a la de su nieto Juan Manuel. Mi agradecimiento de por vida a esta gran mujer y a todo el personal sanitario.

Este fue el triste final de mi querido abuelo, la historia de su muerte habrá sido semejante a las de tantos otros que murieron en la soledad de un hospital por el coronavirus, sin el calor y el consuelo de la familia.  

Descansa en paz abuelo.

Que así sea, querido chaval. Este que escribe se une a tu dolor y al de tantos nietos que dijeron adiós a sus abuelos por culpa de la pandemia, como los niños de la pintura que ilustra este escrito. Verdaderamente no merecieron, ni siguen mereciendo morir así. Dramas como este lamentablemente se sucederán porque esto no ha acabado.