viernes, 12 de junio de 2015

HORTALIZAS Y TAMBIÉN MELONES.

El ayudar a plantar las hortalizas cuando yo era pequeño era un trabajo que a mí y a todos los chiquillos nos gustaba. Recuerdo el olor que desprendían aquellas diminutas plantas de tomates que habían sido arrancadas de un semillero. Mi abuelo solía plantarlas a últimos del mes de abril. Lo hacía recostándolas en mitad de la ladera del surco por el que el agua del riego debía de circular y otras a estancarse. Las plantas al principio adolecían inclinándose sobre su nuevo lecho hasta que después del primer riego que debía de ser abundante parecían resucitar acomodadas en la esponjosa tierra colmada de nutrientes naturales con los que la huerta se abonaba.
Más tarde, cuando la planta se iba desarrollando me gustaba registrar sus tallos para ver cómo los pequeños tomates iban creciendo; por este motivo mi ropa quedaba manchada por el verdín amarillento de los olorosos y brillosos pelos glandulares de las matas por lo que el castigo después estaba asegurado pues estas manchas eran difíciles de quitar. 
Pasado el tiempo, antes de la feria, comenzaban las matas a dar frutos. Eran tomates con sabor a tomate, nada en comparación con los de ahora que no saben a nada; estos últimos, los que vemos en el los mercados son muy vistosos pero huérfanos de sabor y hasta de olor como consecuencia sin lugar a dudas del marchamo del laboratorio por el que fueron creados, y no como aquellos que yo recuerdo de nuestras huertas un poco arrugados por la parte del cabillo por donde se nutrían. Muchos eran de color casi rosado y de un sabor muy dulce y agradable además de ser todo pulpa y no  huecos ni llenos de agua como algunos de los de ahora.  Tomates que hacían las delicias de nuestro panaseite una vez restregados en el pan, y de nuestras ricas ensaladillas a nuestra manera torrecampeña.
Recuerdo también aquellos pepinos con la piel un poco amarillenta que al pelarlos la casa se inundaba con ese su olor tan característico. Aquellos a los que me refiero no llegaban a repetirse por mucho que comiéramos. En los gazpachos eran un ingrediente primordial muy diferentes su sabor de estos que nos venden de invernadero de piel verde-oscura.
Pero dejo la huerta con sus plantas de pimientos, berenjenas, calabazas y otras hortalizas regadas con el agua de la alberca, para dedicarle también un recuerdo a una planta de secano que se cosechaba mucho en nuestro pueblo y que para muchos agricultores llegado el verano después de la recolección de los cereales les servía su cultivo de distracción. Me voy a referir al melón.
Se solía sembrar cuando las temperaturas de la primavera lo aconsejaban, pero para últimos de abril ya debían de tener sus matas algunas hojas. Las semillas para la siembra solían emplearse las que se guardaban como simiente para futuras plantaciones cuando algún melón de los que se degustaba en la casa daba más que el aprobado. Por lo general se escogían siempre los de una de una variedad que ya desapareció en nuestro pueblo muy parecida a los de piel de sapo de hoy pero aquellos eran más redondos y de cáscara más gruesa. Les llamábamos de pepitapero y también romanicos. Eran melones de cámara y que llegado la Semana Santa algunos aún se conservaban.            
Días antes de la siembra la semilla se dejaba reposar en agua y así se dejaba caer en un hoyo no muy profundo que equivalía a una cavada echa con el azadón allanándose la tierra con las manos para que al brotar no encontrase la planta obstáculo alguno.
En las lindes se solía sembrar maíz rosetero de palomitas, o también otro que sus penachos servían para escobas.  También en las zonas más húmedas del terreno se solían plantar algunas plantas de girasol.   
El primer trabajo era la recaba del terreno cuando el perímetro de las matas era el de un sombrero de paja arropándolas con tierra esponjosa en la cruz de donde emergían sus tallos, los llamados látigos, que se arrastraban por el suelo mientras que sus flores amarillas fecundaban el fruto diminuto a los que de principio llamábamos bellotas. Las hojas formaban un entramado muy tupido lo que hacía que el fruto estuviese preservado por los inclementes rayos de sol. El olor de estas hojas era muy peculiar, y quedó grabado en mi pituitaria para siempre.
El fabricar la choza para guardarlos de los intrusos para cualquier niño de mi edad en aquellos tiempos era una ilusión que llegaba a consolidarse el día que se fraguaba esta a base de palos y de carrizos. El dormir bajo la bóveda celeste en aquellos veranos calurosos mientras mi padre me contaba muchas veces las penurias pasadas por él en la guerra al tiempo que las estrellas fugaces arañaban con sus estelas el firmamento no tardaba en llevarme hasta los brazos de Morfeo. Ahora, pensando en aquellos momentos, en noches de insomnio fruto de mi edad veo aquél cielo estrellado y me traslado hasta allí por lo que pensando en tan gratos recuerdos no tardo en conciliar el sueño.
Para septiembre, más concretamente para la feria de Jamilena, los melones ya habían alcanzado el grado suficiente de azúcares para ser cortados, y así se hacía por lo que después viaje tras viaje eran transportados dentro del serón con la mula de carga hasta las cámaras de las casas .
Los años que recolectábamos matalahuga solíamos enterrar algunos melones en las trojes donde se depositaba este grano, consiguiendo con ello que el melón adquiriera el sabor de esta planta que servía para obtener el anís.
Tiempos aquellos de tan añorados sabores y olores ya desaparecidos. ¿Volverán alguna vez? Lo dudo.