viernes, 17 de junio de 2011

NO TODO SERÁ UTOPIA

  
                                         Laguna a los pies de Cuesta Negra en una vieja cantera.

        Aquél antepasado suyo debía de haber amado mucho a su pueblo. Esa fue la conclusión que sacó Juan Quintana Alcántara una vez leídos los contenidos de aquellos dos disquetes de ordenador de más de tres siglos de existencia. Le costó incorporarlos a la nuevas tecnologías de la informática existente, pero al final toda su información la tenia ahora a su alcance y se deleitaba leyendo una y otra vez de cómo aquél hombre describía a la tierra que le vio nacer y crecer, pero a pesar de su acentuado arraigo tuvo que emigrar siendo joven hacia otras latitudes; no obstante aunque vivió el resto de su vida fuera de su pueblo, él, no había perdido nunca su contacto, es más, había ido inculcando según se desprendía de sus escritos el amor por su tierra a sus descendientes.  
         Relataba sus costumbres, su manera de hablar tan característica, sus olivares, sus fiestas, sus calles, sus personajes, pero sobre todo describía de manera muy especial a la naturaleza que rodeaba el pueblo. Daba vida en sus relatos a los montes que lo circundaban, a sus arroyos, a sus plantas autóctonas, llamándolos a todos por su nombre, pero lamentablemente las palabras polución, deterioro, degradación, y contaminación también aparecían en reiteradas ocasiones.
         Repasando la historia de este ascendiente, resultaba ser que le había tocado vivir en una época muy difícil. Nació en la posguerra, de la última guerra habida en España, pues afortunadamente a pesar de varios siglos transcurridos, la paz reinaba no solo en nuestro país sino en todo el planeta Tierra; el hambre, la miseria, las dictaduras y las grandes diferencias de clases habían dejado de existir. Todo ello sucedió como consecuencia de lo que se llamó la Gran Catástrofe, cuando la madre Naturaleza hastiada de los continuos abusos hechos por el hombre pasó factura. Pueblos enteros, ciudades, islas, y atolones desaparecieron bajo las aguas. Lluvias torrenciales, y graves sequías azotaron durante al menos dos décadas a la Tierra. El planeta sufrió un recalentamiento motivado por los abusos al ecosistema por los llamados países desarrollados, y por este motivo todas las naciones y pueblos se unieron y pararon el desarrollo incontrolado por un desarrollo sostenible. Los ejércitos enterraron sus armas y estos sólo servían para preservar el medio ambiente. Los carburantes habían sido sustituidos por energías alternativas no contaminantes, asimismo todos los agentes químicos y sus derivados fueron prohibidos. El agua como fuente de vida era el tesoro más apreciado y respetado.
         Durante un cierto tiempo la idea de visitar el pueblo de su antepasado invadía a Juan. Lo que al principio le parecía una curiosidad, se fue transformando en un compromiso, por lo que llegó a creer que estaba en deuda con aquél hombre, y ese sentimiento  punzante hizo que su interés se convirtiera en realidad.
         Así que aquél día tenia la oportunidad que llevaba buscando. Hoy por fin podría comprobar que lo reflejado en los escritos de su antepasado sobre aquella tierra eran ciertos. Visitaría muchos de los lugares que el describía: sus calles, la plaza del pueblo, la iglesia, la ermita y sobre todo sus montañas, las cuales ya escribía sobre su deterioro.
         Aquél día, Juan, se dirigió con su vehículo de energía solar hacia la autopista inteligente del Sur. Antes de entrar en la misma utilizó una de las máquinas de rutas. Programó el punto de destino como Torredelcampo, y como velocidad una intermedia; asimismo eligió a mitad del camino salir a un área de descanso. Casi todas las redes viarias estaban dotadas de este sistema por lo que los accidentes de circulación habían casi desaparecido. Cuando ocurría alguno, este era informado por los medios de comunicación como una noticia relevante.
         Al entrar en la autopista programada el vehículo dejó de tener autonomía propia, por lo que mientras se deslizaba por la carretera inteligente, Juan se dispuso a leer la prensa a través del ordenador personal que llevaba a bordo. Ese día todos los diarios recordaban lo que hacia cien años fue una noticia trascendental para la humanidad, pues se cumplía un siglo del descubrimiento de la vacuna contra el cáncer, ya una enfermedad totalmente erradicada.
         Transcurridas dos horas aproximadamente, el automóvil dejó como estaba previsto la autopista para adentrarse por la entrada oeste de Torredelcampo. Nada más incorporarse, desde lo alto de una colina señalizada con el nombre de El Caballico se detuvo a contemplar el pueblo de su antepasado que desde allí aparecía recostado, como dormido sobre los montes que lo rodeaban. No era muy grande en si. Desde allí se apreciaban los edificios del casco antiguo con viviendas de tres y cuatro alturas que se diferenciaban de lo edificado con arreglo a las normativas medio ambientales vigentes.
         A la entrada del pueblo pudo observar una vieja y antigua estación de tren que habían conservado, seria la misma que ya describiera su antepasado. Enfiló una avenida que se abría a las espaldas de la citada estación, y se dirigió al centro del pueblo. Dejó su vehículo en el aparcamiento del hotel donde se instaló, y al poco abandonó el mismo. El primer contacto había sido con el empleado de recepción y ya notó en su manera de hablar un cierto acento y seseo que su antepasado ya manifestaba como forma de hablar en el pueblo y que a pesar del tiempo transcurrido aún persistía.
         La plaza cercana al hotel donde se hospedaba seguía siendo rectangular. Bajo la misma se ubicaba un auditorio con un cartel con el nombre de La Floresta. Ese día representaban La Malquerida por actores de un grupo de teatro local. También hacia las veces de cine y sala de conferencias. La puerta principal estaba situada delante de un jardín salpicado de árboles centenarios.
         Juan, disponía solo de dos días, por lo que tenía que darse prisa. Lo primero que hizo es dirigirse al Centro Cultural donde recogió información sobre los lugares a visitar, luego, pasó por el Registro Civil donde buceó por sus archivos repasando el árbol genealógico de su familia. Esto le llevó casi toda la tarde pero valió la pena ya que ahora disponía de datos sobre sus antepasados desde últimos del siglo XVIII. Después pasó por la iglesia. El retablo aún conservaba unas pinturas de un célebre pintor torrecampeño.
          Atardecía. La tarde era espléndida e invitaba al paseo.  Repasó el folleto que recogió en el Centro Cultural y se decidió a conocer la Senda del Olivar, y el castillo del Berrueco.  Llanuras y colinas de olivos envolvían todo el paisaje. A esas horas sus ramas más altas pintadas por un sol de cobre daban su último adiós al atardecer. El castillo estaba bien conservado. Fue restaurado a principios del siglo XXI, así lo decía una placa en unos de sus muros, recordando también a la alcaldesa que ordenó tal menester. De camino al pueblo también visitó una torre vigía. Antes de cenar paseó por calles que aún conservaban muchas el nombre descrito por su antepasado.
         Al día siguiente, nada más amanecer quiso visitar la ermita y algunos de sus montes circundantes. Lo hizo siguiendo uno de los paseos que jalonaban a un lado y a otro todo el curso del arroyo Santa Ana hasta llegar a Cuesta Negra.  El arroyo discurría por una gran vertiente. De forma escalonada habían construido presas, de modo que pequeños pantanos retenían no solo el agua que manaba del arroyo sino también las de las lluvias. Cañaverales, aneas, carrizos y otras plantas acuáticas por entre las cuales se escondían patos y otras aves daban vida al arroyo. El agua retenida auto-abastecía más que suficiente a la población. El arbolado a todo lo largo del camino era muy tupido y frondoso. Llegado a Cuesta Negra se encaminó con dirección a la ermita.          
         Encinas y pinares poblaban los montes tamizados por tomillo, retamas, y espliego. El visitante solo podía hacerlo a través de veredas ya diseñadas. El grado de conservación era extraordinario y muy digno de mención. Más adelante comprobó como siglos atrás, la herida sufrida el monte por una cantera de áridos había sido taponada y repoblada. El pequeño bosque de La Bañizuela con sus quejigos y encinas se diferenciaba por su espesura del resto. Una alfombra de hiedra, esparragueras y madreselvas daban frescura y preservaban al bosquecillo de la erosión.
         La ermita al pie del cerro Miguelico pintada de blanco y que describiera repetidamente su antepasado aparecía tal y como la relataba. Santa Ana en su camerino seguía siendo el centro de la atención fervorosa y mariana del pueblo.
         Cuando salió de la ermita no pudo por menos que permanecer un buen rato contemplando desde allí el paisaje. El pueblo blanco a sus pies. Al fondo un gran valle todo pintado por el verde oscuro del olivar.                   
         Al despedirse de Torredelcampo percibió un sentimiento de tristeza y recordó el grado de sufrimiento que hubo de vivir aquél hombre que un día tuvo que abandonar y vivir ya el resto de su vida lejos de esta su querida tierra.