miércoles, 21 de diciembre de 2011

CRONICA DE NAVIDAD DE UNO DE TANTOS.

Este relato aunque contado en primera persona es de mi invención. He querido con él reflejar de
algún modo la crisis económica además de la crisis social en la que estamos sumergidos. 
           
        Allí estaba yo otro año más en la barra de aquél restaurante días antes de Navidad haciendo tiempo a que llegara el jefe para la consabida comida de empresa. Para distraerme me entretengo mirando la televisión y como el año pasado no ha cambiado nada. De nuevo en la pequeña pantalla la gente descorcha botellas de espumosos en las puertas de algunas de las administraciones de lotería agraciadas. Todos los premiados dicen que lo destinarán a tapar agujeros. Observo también las caras cariacontecidas de los que vieron colgado el número en el bar o en la tienda y no compraron. Estos últimos invocarán de seguro a la salud. El restaurante está atestado de gente. Por una vez al año todas las categorías revueltas, jefes, apoderados, administrativos y subalternos; hoy, todos con un objetivo común: la comilona. Veo pasar al impresentable de mi jefe, -otro año más que llega tarde- vistiendo de Armany empapado de perfume tal vez de la misma marca pero seguro del más caro. La gomina con la que se unta el pelo es de un brillante que deslumbra. Le acompaña como una lapa el hombre sin piedad y sin escrúpulos, el temido subdirector.
Me dirijo a la mesa siendo uno de los últimos en tomar asiento. Allí está Ordoñez, el graciosillo de siempre tratando de no pasar desapercibido -hoy menos que nunca- ante los ojos del mandamás. No falta sentado a la mesa también el muy cabrón de Galindo, el de personal, el que tuvo muy en cuenta el permiso que pedí cuando mi mujer estuvo hospitalizada y no las horas que por la cara echo de más todos los días, ésas que ni siquiera se atreve a incorporar en mi expediente como dedicación y entrega a la empresa. No falta Diez, el pelotas, el primero en aplaudir y levantarse cuando el jefe diga la consabida arenga. Allí está cómo no, García, el amargado, el que sale solo a tomar café y no se relaciona con nadie; el que aguanta bromas sin alterarse lo más mínimo hasta de Gervasio el ordenanza. Hoy los tiene a todos muy cerca y estará deseando de que acabe cuanto antes la pantomima para al menor descuido irse a casa.
No faltan los del grupito, esos que siempre salen juntos a desayunar que forman un clan entre ellos y que cuchichean a tu paso, siempre conspirando, y que de seguro como en años anteriores después de la comida se irán de fulanas para después durante unos días alardear sobre si fueron dos o tres las faenas acabadas. Todo mentira.  Petri, la de impagados con su voz alegre y cantarina en esta ocasión no dirá la tan temida frase que repite ahora casi a diario debido a la crisis: ¡Otro que tiene que echar el cierre! Salgado el de riesgos, el sabueso, hay que verlo comer. Es todo un espectáculo; con la servilleta colgada por un pico a la altura de la nuez la cual le sirve para protegerse de alguna posible mancha. Come muy lentamente ajeno a casi todo apartando con el cubierto con mucha minuciosidad las espinas del pescado. Es un sibarita y un dandy en el vestir, lleva pajarita en vez de corbata. Domínguez, el del área de clientes. No me lo imagino sin el teléfono entre el hombro y la oreja mientras atiende el teclado de su ordenador. Casi siempre está hablando con su mujer repitiendo una y otra vez: cari, cari, cari. Cuando se despide de ella la llama pitufina.  Y cómo no, el señor Nicanor, el más mayor de todos. Lo de señor le viene porque así lo impuso él tanto a los clientes como a los compañeros, aunque para estos últimos lo de señor lo sueltan muchos con irónica sorna, y más parece un apodo que no un signo de respeto y distinción.  
Allí están todos, y yo una vez más con ellos tratando de poner buena cara, sonriendo, con sonrisas prestadas a unos y a otros. Todos, supongo, saben que estoy sentenciado. Es un secreto a voces divulgado por Segura, el chivato. Lo que no saben es que ellos irán tras de mi. ¡Que se jodan!
Tengo que soportar el discurso del de la gomina. Sé que será el último que aguante. Ayer me llamó a su despacho. El muy joputa quería que maquillara el balance para esconder pérdidas. Como jefe de contabilidad invoqué mi profesionalidad además de mi conciencia. Sus últimas palabras fueron: -Márchese y espere acontecimientos, porque quiero que sepa usted de que aquí mando yo. Y las mías: –Sepa usted que la empresa está en quiebra técnica. Los hechos son evidentes-. Fui benevolente, le tenía que haber dicho en quiebra culpable. No hubo más. Abandoné su despacho y miré sabiendo que seria la última vez el cuadro que colgaba en la pared con el credo de la empresa donde rezaba por este orden: Dios, trabajo y familia.Y ahí está el muy cabronazo brindando con vino barato y no con el Dom Perignon, o el Vega Sicilia de las mejores añadas que aparece en las facturas que pasa a la empresa por comidas de trabajo. Mentira. La mayoría con sus amigotes y esposas.
Mientras dura la perorata de falsedades el subdirector me mira con una mirada retadora que intuyo que esconde una pregunta ¿por qué estoy yo hoy allí? Le correspondo con una sonrisa de satisfacción y de triunfo en vez de un gesto que denotara en mi preocupación. A todo ello no aparto la mirada. Es un desafío entre los dos.  Al final gano yo. Él se repliega y busca una servilleta a la que acaricia para distraerse. Seguro habrá adivinado que me estoy ciscando en todos sus muertos. Vive en una mansión al igual que el que está soltando el discurso pagadas ambas con los sobresueldos que cobran. Ahora no quieren participar de garantes para la financiación de la empresa alegando que su patrimonio es suyo, los muy cabrones. 
Salgo en cuanto puedo de allí. Sólo me despido de Petri y de mi compañero Paco Salinas, el que trabaja a diario codo con codo conmigo. Una buena persona. Me tropiezo al salir con García, el amargado. Me acompaña hasta el metro. Ya no tendremos que volver al trabajo hasta pasada la Navidad. Yo tal vez lo haga por última vez.
De regreso a casa pienso que ya ha pasado la primera parte de la obra de teatro navideña. Mañana tocará la segunda, la de ir a cenar a casa de mi madre. Mi madre es una mujer para colmarla siempre de besos y en estas fechas aún más, pero mi hermana y sobre todo mi cuñado son para mandarlos a la mierda, sin embargo todo sea por mi madre, por ella tendré que empezar ya a ensayar hasta mañana mi sonrisa de "profiden". No me equivoqué. Fue como el año anterior. El niño de mi hermana, Carlitos, el gafitas, no dejó a mi madre oír el discurso del Rey explosionando petardos en la terraza ante la pasividad de mi hermana y mi cuñado. Mi cuñado es un vago redomado siempre dado de baja en el trabajo por no se qué dolencia de columna. Un cuentista dando siempre sablazos a mi pobre madre con la complicidad de mi hermana. Todos los años me hablan de sus viajes al extranjero. Esta vez tocaba uno a un país exótico. Lo peor de este año ha sido el cabrón del niño en los postres ya que se atragantó con una peladilla y al tiempo de expulsarla su boca era un volcán echando toda la cena. Creo que vomitó hasta la de la noche anterior.
Me fui en cuanto pude. Caminé hasta mi casa en el silencio de las calles en Noche Buena. ¡Que silencio! Sólo irrumpía la quietud algún petardo a lo lejos y algún coche muy de tarde en tarde. El ruido de mi móvil me volvió a la realidad aparcando mis pensamientos para otra ocasión. Era mi ex. ¿Qué querrá? Me pregunté. Sabía que no seria para felicitarme. No acostumbraba a ello, claro que yo le correspondía de la misma manera. Tampoco seria para solicitarme la pensión por mi hija dado que era lo primero que atendía nada más cobrar. La voz angelical de mi hija Sonia de cinco años me alegró el alma.
         -Papi, ¿por qué no vienes?
         -Esta noche no, cielo -le respondí. 
         - Es Navidad Papi.
         -Sí cariño. Lo sé. ¿Lo estás pasando bien? –pregunté.
         -Sí Papi. Javier me ha comprado una casita.
         Tardé en contestar. Javier es la pareja de mi ex.
         -Yo te llevaré otro día los regalos que dejará Papa Noel en mi casa para ti.
         -¡Vale papi! –la oí decir toda alborozada. Luego agregó de inmediato -Pero                 pondrás los zapa... zapatitos en el balcón ¿verdad?
         -Si mi vida, pondré todos los zapatos para ti.
         -Vale papi. Feliz Navidad.
         -Feliz Navidad. Hijita. Adiós.
Desde principio de mi conversación un halo de tristeza empezó a invadirme hasta que unas lágrimas enturbiaron mi visión en la noche gélida madrileña.   
Eran poco más de las doce de la noche. A lo lejos se dibujaba la silueta encendida de la iglesia de mi barrio toda de un color blanco de nieve. A medida que iba avanzando unos apagados tonos musicales navideños se mecían por entre la fría bruma haciéndose cada vez más audibles a medida que avanzaba. Al pasar a la altura del templo el canto de Noche de Paz salido de un coro de gargantas infantiles me contaminó con el llamado espíritu navideño.  Entré en la iglesia y allí durante la liturgia hice balance de mi vida. No tenía nada. Estaba peor que mi empresa. Dios, trabajo y familia, así rezaba en el cuadro colgado en el despacho de mi jefe. Reflexioné. No, poseía algo muy valioso, el cariño de esa vocecita que acababa de oír por teléfono, y mi fe en mis creencias religiosas. Dos activos de un valor incalculable los cuales esperaba revalorizar día a día. En el pasivo sólo debía mi alma a Dios y la hipoteca al Banco. Nada comparado con lo anterior. Terminado de analizar mi triste vida el coro parroquial interpretó Adeste Fideles al tiempo que una extraña sensación me invadió.
A la salida del templo algunos feligreses me desearon Feliz Navidad. Yo también les deseé a ellos lo mismo que a ti te deseo. 
                 
                                    ¡FELIZ NAVIDAD A TODOS!

Pd. Si en tu entorno de trabajo y fuera de él no existe nadie parecido a alguno de los personajes que describo llámame.         
            

sábado, 17 de diciembre de 2011

MI LIBRO: CUANDO LOS OLIVOS LLORAN

        



         El pasado día 12 de diciembre se celebró en la Diputación Provincial de Jaén la presentación de mi libro: Cuando los olivos lloran.
         Dentro de la historia que narro en mi libro doy vida a personajes creados por mi fantasía literaria en el Torredelcampo que me tocó vivir, desde mi niñez en la posguerra, hasta después de mi adolescencia.
         La trama de mi novela se basa en una tortuosa historia de amor  donde la adversidad y el infortunio se ceba con los principales personajes que describo, todos pobres de solemnidad, pero siempre, en todas sus desgracias, se apoyaban en la estructura sólida de la familia, donde afincaba el respeto y la honradez. 
         La mayor parte de la vida del protagonista de mi novela, transcurre en un cortijo torrecampeño, donde nació, creció, y se hizo hombre, sin ver más horizontes que aquellos que sus ojos vieron al nacer, y que no eran otros más que colinas y llanuras infinitas de olivos además de campiña torrecampeña, acompañado siempre de una niña que creció en el mismo entorno, la que lo dejaría marcado para toda su vida. También una parte de mi novela discurre en el Madrid de los años sesenta.
         Aquellos que lleguen a leer, “Cuando los olivos lloran”, podrán descubrir a través de las fantasías de mis relatos, el amor que el protagonista de mi novela siente por la tierra donde nació y dio sus primeros pasos. Aquella tierra que hizo desde siempre suya, sabiendo que pertenecía sólo a unos pocos, pero aún así, su arraigo por su pueblo nunca decreció, a pesar de que llegado un día tuvo que emigrar.
         Dibujo en mi historia a los poderes fácticos de aquella sociedad, todo ello desde el espejo impoluto en que la vi reflejada, desde el cual pude contemplar y palpar el antagonismo existente entre la burguesía y el campesinado, los excesos y la abundancia en unos y las miserias y el hambre en otros.
         He de añadir, que nadie me contó nada de aquél tiempo, porque yo lo viví en primera persona, por eso, estos recuerdos que narro en mi libro, no los hago míos, son de mi pueblo, de Torredelcampo, desde donde salieron, dando rienda suelta a mi imaginación literaria. A mi pueblo se los debo, y a él los lego, y los pongo a disposición de todos los torrecampeños, y torrecampeñas y también para aquellos que no los sean. A todos, seguro estoy, les despertará si lo tienen dormido, el amor por la tierra que les vio nacer, cuando lean “Cuando los Olivos lloran”.
         Los sentimientos que transmito en este libro deberían de estar para todos los eruditos de la literatura, por encima de las imperfecciones posibles que puedan encontrar, pues ya me justifico al principio de mi obra con una cita muy aclaratoria de Diógenes que dice: Te dedicas a la filosofía y nada sabes. Le dijo el perro al mendigo. El pordiosero respondió: Aspiro a saber y eso es justamente la filosofia.
         Mi libro ha sido coeditado por la Diputación Provincial de Jaén y el Ayuntamiento de Torredelcampo.
         El acto de presentación fue muy entrañable y estuvo presidido por la Diputada del Área de Cultura y Deportes de la Diputación Provincial de Jaén, doña Antonia Olivares Martínez, como también por la Alcaldesa de Torredelcampo doña Francisca Medina Teba, quienes glosaron mi obra y  la figura de este humilde escritor con expresiones de elogio, y sobre todo con un conocimiento amplio sobre mi persona, por lo que ahora desde este blog, les reitero mi agradecimiento por el apoyo recibido para que mi libro fuese una realidad como ya hice públicamente durante mi intervención. También quiero dar las gracias a todas las personas que me acompañaron en la presentación.
         Para todos aquellos que estén interesados en leer mi novela, he de informarles que se encuentra a su disposición en el Centro Cultural de Torredelcampo.  
        
         Muchas gracias. Espero que disfruten con su lectura.
        




miércoles, 7 de diciembre de 2011

PASEO OTOÑAL


         Llevaba una temporada, meses supongo, sin hacer mi recorrido por los cauces del arroyo por el que suelo pasear. Me pregunto el porqué, y no encuentro una respuesta concreta, aunque pudiera ser que esta inapetencia y desgana esté motivada por lo grato y placentero que resulta para mí la vida hogareña, que sin llegar al enclaustramiento, -afortunadamente dado que aún es pronto para mí-, confieso lo feliz que me siento en casa caminando por otras veredas que no son otras que las que me llevan las de cualquier historia reflejada en un papel impreso.  
         Hace días volví, en una tarde propia de otoño, con el cielo pintado de gris plomizo y el aire arrebujado de una meona bruma que tamizaba mis pocos poblados cabellos cubriéndolos de diminutas gotas de rocío.
         Desde un altozano, la silueta coloreada por la estación otoñal de la arboleda que puebla de manera intermitente la ribera del arroyo, apenas se dejaba ver por el velo húmedo de la neblina. Luego, en mi caminar por su cauce, observé como todos los árboles se iban despojando de sus hojas, incluso las zarzamoras permanecían muchas ya desnudas destacándose en sus tallos sus hasta ahora escondidas y afiladas púas por las que colgaban en algunas de ellas cristalinas gotas que iban lentamente cayendo al blando, húmedo, e impenetrable colchón de hojas mustias que sembraban su contorno.
         La quietud y el silencio que invadía el valle eran a veces perturbados por el grato sonido del asustado piar de algún pajarillo que al descubrirme se escondía por entre la semidesnuda arboleda.
         La mayoría de los huertos son ahora eriales cubiertos de cardos y broza. El agua corría cantarina por sus acequias diciendo adiós día tras día sin inmutarse en su recorrido a las derruidas cabañas de los hortelanos que sirvieron en su día para albergar los aperos de labranza y cuyo estado de abandono y derrumbe era palpable. En las contadas huertas donde el cultivo se hacía menos latente observé que sólo conservaban algunas matas de coles que se distinguían entre el morado de las lombardas; estas últimas permanecían vigorosas esperando es de suponer acompañar a alguna mesa por navidades  
         La silueta en ruinas de lo que fue hace siglos una ermita iba surgiendo poco a poco a medida de mi caminar, esta vez entre la bruma cada vez más espesa, y sus derruidos muros le daban a la agonizante tarde una apariencia más triste y melancólica si cabe. 
         Me paré en un raquítico y poco vigoroso olivar que lleva años abandonado. El suelo, lleno de matojos secos dificultaba mi acceso pues quise contemplar una de sus olivas más de cerca. A mi paso, los tiernos brotes de la hierba recién eclosionada se defendían entre la espesura de la maleza y se inclinaban a medida que eran aplastados por mi calzado. Cuando me aproximé, la oliva no me dejaba ver su tronco arropada por un sinfín de varetas que como erguidas lanzas parecían intentar defenderla de algún incierto enemigo. Observé que desde su cruz emergía una telaraña de chupones que se cruzaban entre sí, formando una tupida red con el conjunto de las muchas envejecidas y negras ramas, de las que colgaban algunas contadas aceitunas que el tiempo en esta fecha otoñal pintaba de color violáceo.
¡Que pena me da todo el abandono que observo! ¡Que lástima con tantas necesidades por remediar!
De regreso, la tarde iba muriendo lentamente sin prisa alguna, sin importarle que el campo por estos parajes estuviese agonizando por la desidia del hombre. Atrás iba quedando mientras me alejaba el valle de huertas y frutales por ahora baldíos que se iban escondiendo entre la espesa niebla y al mismo tiempo de oscuras sombras por el declinar crepuscular.
Días después comenté a unos de aquellos viejos hortelanos el estado de abandono de la huerta y me dijo que los pocos que resisten, están hartos de que por la noche les roben todos los frutos además de sus aperos de labranza.
En nuestro pueblo me dijeron una vez que más o menos pasa lo mismo.
Lamentable. Así vamos. ¡Que país!