martes, 3 de julio de 2012

DESDE EL FUTURO

Junio. Año 2040

Del diario de uno de tantos.

         Querido diario:

         Mañana cumpliré cuarenta y cinco años, pero no espero regalo alguno, ni velas, ni tampoco tarta. En nuestra casa, desde hace muchos años nos hemos acostumbrado ya a ello, incluso mi abuelo. Pero el beso y el feliz cumpleaños, esos si los aguardo con ilusión. La primera en felicitarme como siempre será mi mujer. Yo me levanto el primero para preparar el desayuno a mis padres, y también el bocadillo de mi hijo Javier que cursa cuarto de bachiller. Sandra, mi mujer, será la primera en salir a trabajar. Ahora lo lleva haciendo desde hace unos meses en un supermercado como “reponedora”; pronto cumplirá su contrato y después a esperar nuevamente, meses, o años tal vez, otro trabajo temporal como el anterior; es licenciada en económicas y posee dos masters, pero nunca pudo ejercer su carrera por culpa de la crisis de principios de siglo. Después lo haré yo a llevar a mis padres en mi coche hasta su lugar de trabajo. Mi padre tiene setenta y dos años. Es funcionario y trabaja en el Ayuntamiento. Es querido y respetado por todos sus compañeros y eso me llena de orgullo. De camino llevaré a mi madre a su colegio. Es profesora de primaria. Mi madre, de la misma edad que mi padre, anda más torpe, ya que la tengo que ayudar a bajar del coche y asirla del brazo hasta llegar a su aula. Los alumnos la adoran. Se ganó el cariño de todos ya que supo desde siempre saber transmitir la enseñanza y el respeto al profesor. Pero se me parte el alma cuando a su edad tienen ambos que continuar trabajando. Si dejaran de hacerlo, la pensión sólo llegaría a cubrir la cuarta parte de los ingresos por los que hoy se abastece nuestro hogar.
         Yo acabé mi carrera de derecho a los veinticinco años, y tampoco pude ejercer. Desde que me casé vivo con mis padres, y ayudo en todas las tareas domésticas además de aplicar en lo que puedo mis conocimientos de geriatría. Algunas veces hago algunos trabajos esporádicos como el de jardinero cuando me avisan en el barrio, y poco más. En época de recolección de la aceituna también me desplazo muchos años al pueblo de mi abuelo Anselmo, al cual, de regreso a casa tendré que levantarlo, vestirlo y prepararle su desayuno. Tiene noventa y cinco años. Él me anima mucho. Me dice que durante su vida vivió etapas mucho peores, y me recuerda una y otra vez su posguerra de penurias vividas. Yo no pierdo la esperanza y rezo a Dios para que se solucione mi problema y el de muchos como yo, aquellos a los que desde principio de siglo nos bautizaron como “generación perdida”.

El que esto escribe reza también para que lo narrado nunca ocurra.