viernes, 31 de diciembre de 2010

COMIDAS TORRECAMPEÑAS

                                                  

En cierta ocasión fui invitado a una comida. Mi anfitrión quería sorprenderme y vaya que lo consiguió. Me llevó a un conocido y lujoso restaurante madrileño de esos que están de moda y que dicen suelen visitar muy a menudo toda la gente de la farándula acostumbrada a salir en los medios.
En la puerta del restaurante un portero uniformado nos abrió la puerta del automóvil. De inmediato el aparcacoches se llevó el coche mientras que nosotros éramos recibidos por otro empleado que nos condujo hasta la mesa que previamente había sido reservada. El comedor era muy espacioso y a esa hora estaba lleno de comensales. Sólo se oía el hilo musical muy tenue y el ruido de los cubiertos. La gente si hablaba lo hacía en silencio. Nada más ver la mesa me dije, -ya has comido Antero-. Un centro de rosas frescas la adornaba además de todo un nutrido grupo de cubiertos caros  daban guardia a izquierda y a derecha a cada uno de los platos. Las servilletas y manteles eran de una esponjosidad extraordinaria.

Pasé la invitación de elegir tanto el vino como la comida. La carta contenía una lista de comidas raras que yo no entendía ni cualquiera que no estuviera muy ducho en el terreno gastronómico.

Para beber un rioja de una conocida y afamada bodega de una añada excelente que el camarero dio a probar a mi anfitrión antes de servir. Éste cogiendo la copa por su base agitó el vino cual si fuese La Tormenta Perfecta, y de inmediato metió su nariz dentro llenando sus pulmones con sus efluvios. Repitió la operación otra vez. Luego, bebió un sorbo, miró al techo y terminó con un: <<Puede valer>>. Fueron sus palabras como una orden para que el camarero llenara las copas.  Me sorprendió enormemente su conocimiento en vinos, pues parecía que hubiese hecho un curso de someliers cosa que no llegué a preguntarle por discreción aunque observo que es muy corriente ver que una mayoría de la gente presume de ser grandes entendidos en vinos y catas.

No cabe duda que el vino era bueno, y que naturalmente fue lo mejor ya que mi augurios sobre la comida fueron acertados. Como primer plato una ensalada con hierbas y verduras rarísimas, y de segundo un pescado con arroz a no sé qué estilo, muy bien presentado el plato, eso sí, con una mezcla de colores en las viandas que más parecía estar viendo una prenda de Agatha  Ruiz de la Prada, y no exagero, todo en cantidad como si  estuviésemos a dieta.

Viene todo esto a cuento porque muchas veces no todo lo caro es lo mejor, ni todo lo barato es malo. Pero ése día yo hubiese preferido cualquier comida de esas de nuestro pueblo que las tenemos muy ricas, por lo que después de lo acontecido quise rendir un homenaje a algunas de ellas recordándolas:

Empiezo por nuestro original y rico carnerete. El choto condimentado a nuestra manera es un plato de postín. Las papas en caldo con unas almejillas y alguna cosa más están de muerte. Igualmente las papas al pelotón generosas siempre en aceite con unos huevos estrellaos, están para mojar. El encebollao de bacalao, típico por Semana Santa, riquísimo. La ensaladilla a nuestro estilo torrecampeño, con su ajo “machacao”, tomate, atún, y un sinfín de cosas más entre ellas  naranja, y si el día de antes han sobrado habichuelas pues se las añades también y ya verás, y no quiero olvidarme del aceite, todo ello mezclado y bien “tranado”. ¡
Nuestras migas, y nuestro potajes, esos que cuando falta se machaca un poco echándole un poco cebolla picada y aceite, y ¡a mojar! A propósito que ricos eran los potajes en puchero de barro y en la lumbre. En tiempo de habas, las habas fritas con “pardilla”.  El guisao de pies, el que se pegan los dedos cuando lo estás comiendo. No quiero olvidarme de nuestras gachas dulces que en nada se parecen a las manchegas, y un sinfín de comidas todas muy nuestras y muy sabrosas.
Como comidas viejas en desuso: La ensalá de boquerones. La de lechuga que se tomaba de postre consistía en lechuga, vinagre, sal, un poco de aceite y agua hasta que rebosara la fuente o recipiente donde todos metíamos la cuchara en una especie de carrera de carga y descarga.
No sé cómo llamamos a la tradicional sartén con cordero o borrego, ésa que preparamos en la Fiesta Santa Ana. Si no tiene nombre que se lo pongan los entendidos antes de que nos lo copien; la caldereta extremeña es muy parecida pero nosotros solemos ser más espléndidos con el aceite y con el condimento.

Pero nuestra comida más típica y nuestro plato principal por excelencia es el Panaseite, así como suena PANASEITE con mayúsculas. Dicen los catalanes que es de ellos el pan con tomate. Lo dudo y mucho, pero en fin que les aproveche; pero vamos, que el pan “tostao” con su ajo y su aceite, y con un tomate “restregao” ¿No es torrecampeño? Que se lo pregunten a los más viejos del pueblo a ver cuando vinieron los catalanes a enseñárnoslo.  Pero en fin, ellos que se coman el suyo que nosotros nos comeremos el nuestro, y mientras tanto espero que no nos quiten el Panaseite que sí que es torrecampeño. Dicho como lo decimos Panaseite, y comido a nuestra manera: hoyo en el pan tan grande como el desagüe de un lavabo empapado con aceite de nuestro pueblo y con navaja en ristre si puede ser.

 Mientras esto escribo me dice mi mujer qué es lo que quiero para cenar. No lo pienso, rápido contesto: Panaseite, un rabanillo, unas aceitunas de cornisuelo y una raspilla de bacalao. Y para beber vino del país. A propósito cuando vaya al pueblo me tengo que traer que ya me va quedando poco. 
¡Ustedes gustan!      

MADRID POR NAVIDAD


                                              


          Salgo de casa abrigado. En la calle, un viento frío del norte lleva desde hace días anunciando, la llegada inexorable del invierno. Cae la tarde, y como otras muchas, una neblina casi azulada envuelve el desapacible atardecer otoñal haciendo que los edificios en el cercano horizonte de la ciudad apenas se distingan. A través de los cristales empañados del autobús que me lleva al centro contemplo el intenso pero lento y parsimonioso tráfico de vehículos que todo lo inunda. No presto atención a ninguno de los viajeros que entran y salen en las continuas paradas; tan sólo lo hago para dejar mi asiento a una señora mayor la cual me dedica una mirada de agradecimiento. Afuera ya es de noche, y las luces de los luminosos han hecho su aparición; también lo hacen las miles de tintineantes luces navideñas queriendo impregnar el ambiente de eso que ahora se ha dado en llamar espíritu navideño.
         El autobús llega al final de su trayecto en Puerta del Sol y descarga su apretada carga humana entre la que me encuentro. Doy unos pasos vacilante intentando situarme y me veo arrastrado por una riada de gente que no se ni a donde se dirige. Camino entre la muchedumbre y unos pasos más adelante esquivo  la boca de metro que no para de vomitar y engullir a las masas entrando y saliendo todos  con prisa. En la acera una fila desordenada aguanta turno para comprar lotería mientras grupos de gentes de color pasean sus miserias por los aledaños de la  abigarrada calle Preciados, mezclándose con las voces de los trileros y gentes de la farándula ávidos de incautos. El eco de mis pasos queda ahogado por los miles de otros pasos, sólo se oye un ruido extraño y ronco producido por el murmullo de miles de murmullos, y hasta el sonido de un organillo que una vieja hace sonar al golpe de manivela queda mudo ya a escasos pasos desde donde nace.
         La calle es un hervidero de gente transitando, entrando y saliendo continuamente de los comercios, comprando tal vez aquello que luego no deberían de haber comprado por que no les sirve para nada, pero el caso es comprar. Más adelante un indigente pegado a la pared dormita arropado con una manta sobre unos cartones cerca de la bocana de un respiradero del metro ajeno a todo cuanto le rodea. Trato de salir cuanto antes de la vorágine donde me hallo, y llego hasta Gran Vía tratando de encontrar un claro entre el bosque, pero es igual tengo que retroceder. Un numeroso grupo de personas taponan la acera a la puerta de un cine esperando a los actores de no se que película que se estrena, que tal vez sean a estos a los únicos que aquí conozcan, porque aquí nadie conoce a nadie, porque esto no es mi pueblo... ¿Cuanto daría yo hoy por escuchar un ehhh... torrecampeño?, de esos ehhhh... que José Alcántara nos relata en su libro, pero llevo más de cuarenta años esperando y nada, que cuando quiero escucharlos me tengo que ir con mi gente, a mi pueblo, que allí el sol en los atardeceres se esconde entre colinas cuajadas de olivos y no aquí entre edificios. Que para ir a la plaza que es el centro voy andando, y voy saludando a gente que todavía me conoce, y no como aquí  que nadie conoce a nadie.
         Regreso a casa. Esta vez utilizo el metro. Una bocanada de aire viciado impregnado del olor a sudor y humanidad que le hace característico me saluda al entrar. Riadas de viajeros ocupan y caminan por sus intrincadas y jeroglíficas madrigueras. Nadie mira a nadie porque nadie conoce a nadie. Los veo pasar con las miradas perdidas. Seguro que algunos tendrán sus necesidades cubiertas, coche, piso, vacaciones, pero  estoy convencido que la mayoría no tienen pueblo como yo, y me siento un privilegiado ante  muchos de ellos, porque tener pueblo en Madrid es un título, y tener un pueblo como el mío es un don preciado, y no tenerlo una desgracia. Y yo recuerdo al mío igual que cuando lo dejé hace muchos años, que ahora por estas fechas olía a molino de aceite y a matanza, y el humo de las chimeneas por las noches se extendía por su calles aderezándolas de mil sabores, y cuando llegaba Navidad  los pollos dejaban de cantar al alba para hacerlo en la sartén, y se oían villancicos por las noches en las calles, y salía el  dueño de la casa grande con menos millones que decía el cantar con una botella de cristal rizado con aguardiente y dulces hechos en el horno como aguinaldo.
         Pensando en todos estos buenos recuerdos llego a casa y empiezo a preparar el equipaje para junto con mi mujer irme a mi Torredelcampo.           
Al día siguiente lo hago, vuelvo la cabeza al tiempo de marcharme y digo “Ahí su quedais”.
  
                                         

jueves, 30 de diciembre de 2010

LA SIEGA, LA TRILLA, LA ERA... !QUE CALOR!


                                                                                             Trillando la parva


No sé cuantos grados marcará el termómetro, pero supongo que rondará los cuarenta y dos.  Estoy en mi pueblo, y aquí un día como hoy domingo a las dos y media de la tarde no se ve un alma por la calle. Sólo algún coche de forma intermitente rompe la calma de la temprana supongo para algunos siesta, como la que ya disfruta un perro que acostado en la acera con todas sus extremidades extendidas dormita a la sombra. Éste, cuando me ve abre el ojo que su postura le permite ya que su cabeza descansa sobre el pavimento y por su mirada deduzco que se ciscará en algún antepasado mío por haberle molestado. Le cedo la acera y le dejo continuar disfrutando de su letargo. La flama que sale del asfalto de la calle desconcierta mi visión y me hace ver la realidad de las cosas distorsionadas envueltas todas ellas por el flamear de la canícula. Calor ¡Que calor! Es la palabra y la frase más repetida.
En mi preciso andar solo me sale al paso un vecino de la calle de mi padre.  Le pregunto burlonamente sobre si hoy podremos trillar, o si por el contrario no se podrá porque tal vez la mies tenga marea.  Éste sonríe y me da pié para recordar aquél calor de entonces "sacando el agosto". Aquél calor de rastrojo de campiña y de calor de majanos cuyas piedras "asperoniles" calcinadas por miles de soles conservaban la lumbre como placas solares y servían de estufa para caldear aún más la sala infinita e infame en este tiempo de la campiña además de servir también para mantener despiertos a los lagartos. 
Sacar el agosto. Así era como se le llamaba al trabajo de la recolección de los cereales y legumbres como los garbanzos, 
Todo empezaba con la siega. Los primeros haces servían para dar sombra al botijo que contenía agua de algún pozo cercano. Agua a la temperatura ambiente y que ya quisiera algún yogurt de los que se anuncian en televisión ejercer la función de hacer el tránsito intestinal lo bien que lo hacia aquella agua.
Con la cintura encorvada dibujando la misma figura que la de la hoz enarbolada en una mano cuya punta se internaba entre las cañas de la mies, mientras que la otra enfundada con dediles de cuero inflexibles abarcaba el manojo inclinándolo hacia delante al mismo tiempo que de un solo tajo era cercenado. Así se iban formando las gavillas y los haces bajo un sol inclemente, implacable e inmisericorde en aquella chicharrera a la que a nadie parecía importarle el calor, si acaso alguna vez que otra se oía aquello de: no se mueve ni una hoja, o aquella otra frase: la que se cae.
El sudor que era empapado primero por la badanilla circular del sombrero de paja, bajaba después  mansamente por la cara hasta llegar a las camisas de lienzo moreno que al secarse  parecían estar almidonadas ya que se podían poner en posición vertical. El olor al sudor corporal era mitigado a veces por el del inconfundible y el del muy intenso del eneldo, nerdos, planta que por descuido en la labra o escarda fue indultada y ahora moría adornando los haces con sus flores amarillentas sirviendo su aroma de desodorante al campo.   
Aprendiendo a curtirse algunos principiantes como éste que escribe, con trece años recogía las espigas que salpicaban el rastrojo y las introducía dentro de los ases usando los intermedios para iniciarme en el arte sagrado de la siega con una hoz pequeña  a la que se le llamaba verduguillo..   
Después de la siega calor también en la barcina; balumbas de haces eran transportados hasta las eras bien en narrias por las bestias o en camiones; a estos últimos se les veía balancear su abultada carga de izquierda a derecha motivados estos bandazos por los desniveles del terreno de los rastrojos. El enorme volumen de la mies resistía los vaivenes y el traqueteo por palos muy largos puntiagudos que rodeaban todo el perímetro de la caja de carga del camión. Sus expertos y arriesgados conductores estoy seguro podrían haber competido en el Camel Trophy.  El calor reinante mezclado con el que producía la temperatura que emanaba el motor de aquellos camiones y el fuego que despedían las chapas de sus cabinas hacía que dentro del compartimiento del camión fuese un infierno.    
Calor, picor, sudor, polvo, y salitre en la era. De principio los haces se desparramaban por el redondel y ponían orden con sus patas a los altibajos la yunta de animales sumergida casi hasta los lomos en un mar de espigas. Luego, después de varias vueltas y allanado un poco la parva por el bregar de las bestias comenzaba la trilla que al principio se mecía y se balanceaba como una barca azotada por las olas.  Después de muchas vueltas de trilla la parva se agrupaba para aventarla formando un montículo alargado casi diametral al tamaño de la era condicionado a la dirección del aire. A veces el aire acondicionado que se disfrutaba en la era se rebelaba muy a menudo cuando cambiaba el viento bañando de polvo paja y grano a los que con el viergo echaban paladas al cielo. No todos podían presumir de tener título de aventador ya que al aventar había que darle un pequeño giro a la muñeca para que el grano cayera en el pez.  Era el tuarte.   
En la era todo el mundo metía el hombro; así las del cementerio eran un puro bullir de gentes todas deseando acabar antes de la feria: mujeres, chiquillos y abuelos todos a una sin importarles el calor contribuían a sacar la parva.    
Dormir en la era custodiando por la noche la parva era lo mejor escuchando en la penumbra las palabras sabias de las personas mayores que se reunían de tertulia, y allí entre las sombras a golpes de tragos de agua y otras de gasapón, aquellos hombres  de rostros curtidos surcados de arrugas que no eran otras que las cicatrices que la vida les regaló, leían a veces su enciclopedia de recuerdos; recuerdos llenos de conocimientos adobados por el sentido común y por la sabiduría popular.


          Duerme el chiquillo en la era, contando los granos, contando las estrellas,...

 El envasado del grano medido con la cuartilla se hacía midiendo también la ansiedad que conllevaba. Cuatro cuartillas una fanega. Fanegas algunas de alivio pero otras la gran mayoría de desilusión al comprobar que no se había llegado ni por asomo a lo que se preveía recolectar, pero eso sí, a la hora de medir siempre acudía fiel a su cita el dueño de la era que sin avisarle iba a cobrar su alquiler, a por su diezmo: una cuartilla de trigo; a veces se atrevía a pedirla hasta con colmo. 
Sólo quedaba encerrar la paja y llevar el trigo al Centro donde había que esperar día y hora para su peso y almacenamiento; mientras eso llegaba, sacos y más sacos de grano ocupaban las aceras de los alrededores del depósito de cereales hoy convertido en Centro Cultural.  Después, a llevar al banco los negociables, el impreso C-1, creo que así se llamaba aquél formulario de varias hojas con recuadros negros de carboncillo para las copias, cuya misión era la adelantar el dinero de la cosecha.
Libres de agobios los día de feria solamente servia de recompensa una buena cerveza en jarrilla bebida bajo palio sentados frente a la puerta del bar de Bernardo o la taberna  El Testarazo, y como tapa un saquillo de patatas fritas que vendían  al pié del velador hacían olvidar todas la penurias pasadas.  También caía muy bien por la noche un vaso fresquito de ponche de melocotón antes de ir a ver si la animadora se atrevía a dar alguna revolaina y se salía de dudas para averiguar de qué color las llevaba puestas.  
Calor ¿Qué calor?...  Para calor, el que pasaban los del campo en nuestro pueblo en aquellos tiempos. Si lo sabré yo. 


        

miércoles, 29 de diciembre de 2010

LA ESTACIÓN







La   estación. La que tiene echadas cuentas de los billetes de ida que se vendieron en su ventanilla y que actualmente desvencijada, aún se mantiene en pié como exigiendo al tiempo el saldo deudor en números de todos aquellos que no sacaron billete de vuelta. ¡Menudo saldo negativo!  ¿Cuántos se fueron y  no volvieron? 
Que yo recuerde esta tragedia para nuestro pueblo empezó cuando yo tenía muy corta edad. Su destino las grandes ciudades como Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, etc.
Primero se iba el cabeza de familia en solitario a modo de avanzadilla para a las pocas semanas la esposa y los hijos. ¿Cuantos amores quedaron huérfanos en nuestro pueblo? ¡Cuanto sufrimiento! Estos emigrantes fueron los que diezmaron el padrón.
Su marcha era en el correo de la noche. 
En la estación, llantos y abrazos que empezaban cuando la campana anunciaba la inminente llegada de la máquina resoplando y echando chorros de vapor por sus entrañas. Luego el flamear de pañuelos diciendo adiós. Diciendo adiós a su tierra. Diciendo adiós a su gente... Al final, el consabido ¡Que escribas cuando llegues!.
Estos fueron los pioneros demandados por la falta de mano de obra de ciudades como las que he descrito y que los ”almacenes” andaluces nutrían.
Más tarde se irían otros, aquellos que en oleadas marchaban a Europa. Estos últimos salvo excepciones si volvieron casi todos. Lo que se quedó para no volver fueron las divisas ganadas con su sudor y que gracias a su sacrificio nuestro pueblo,como otros muchos experimentaron un mayor nivel económico. 
Pues sí. Ahí está aún ese edificio de la estación descansando en la ribera de lo que se le ha dado en llamar Vía Verde.  Ahora reposa del ajetreo de aquellos tiempos aunque echará de menos a tanta gente que pululaba por su entorno cuando la estación estaba viva.  Ahora,  parece esperar agónicamente a dar la bienvenida  algún día a los que ya no volvieron.
Dentro de poco transformarán sus alrededores para ferial y mercadillo, y creo que a quién competa seria el momento de restaurarla en homenaje a todos los que marcharon ya que fue el último suelo torrecampeño que pisaron y el último techo que los cobijó antes de abandonar el pueblo.  Volviendo al tema, hace unos días al conectar mi aparato de televisión, por la dos de tve,   estaban dando un reportaje de la vía verde del aceite. No recuerdo haber visto en ninguna de las estaciones ningún instrumento o máquina que recordarse que por allí hace solo unos años existía una vía de ferrocarril.
Dejo mis ideas ahí, por si alguien las aprovecha en beneficio de nuestro pueblo, y sobre todo en memoria de aquellos emigrantes .Pero si mis ideas  no dan  para más, al menos que la piqueta no destruya la vieja estación, esa que nada más entrar a nuestro pueblo nos saluda y que siga muriendo lentamente como asimismo morirán o habrán muerto ya muchos de los que no sacaron billete de vuelta.
         Vaya como colofón, este poema que hace tiempo escribí:

         Cuando yo me muera, quiero vivir en mi pueblo, que muerto reviviré, lo que en mi vida fue sueño. Ya muerto no lloraré, porque estaré de nuevo en mi pueblo, que soñando con el siempre he vivido, aunque muerto en otro pueblo. Me llevaré la maleta que me hizo el carpintero, con remaches de metal, y barniz de ataúd nuevo, que fue lo que yo me llevé, el día que me fui del pueblo. Aún recuerdo la estación, en aquella noche fría de invierno, y el tren saliendo del túnel, como toro del chiquero. ¡Maldito! Mil veces maldito, aquél zaino de hierro, que se llevaba a la gente, que no podía vivir en mi pueblo. Niños llorando había, junto a mujeres de negro, borlas en gorros de quinto, y algún borrico viejo, como el que me bajó a la estación la maleta de madera que me hizo el carpintero. Todavía conservo esa maleta, con cicatrices del tiempo, que nunca quise ya abrir porque no había nada dentro, solo suspiros de un joven que ahora ya se ha hecho viejo. Por eso,... cuando yo me muera quiero vivir en mi pueblo. 

LA RADIO

 Por aquél entonces la radio era nuestro “pic-up”, nuestra máquina de discos, nuestro casete, nuestros “cedes”, o nuestro mp3, pero en definitiva aquella música que escuchábamos a través de aquellos primitivos radios quedó grabada en cada uno de los que vivimos aquella época. Ahora, pasado el tiempo, cuando se vuelven a oír algunas de aquellas viejas canciones afloran sentimientos y vivencias pasados que te hacen   sentirte más joven.
Esto es un ejemplo de cómo sonaba la radio hace más de sesenta años:
Aquí, EAJ 61 Radio Jaén. Continuando con nuestro programa de discos dedicados  lo hacemos dedicando la canción que de seguida sonará para Anita de Torredelcampo, de quién ella sabe, y para Manolito asimismo de Torredelcampo, de su abuela Antonia en su cumpleaños, para que no sea malo y se aplique en el colegio, y etc, etc... Para todos ustedes una bonita canción que interpretan Luisa Linares y Los Galindos: Hay quién dice de Jaén.
Y sonaba la canción en la radio, y la moza que se llamaba Anita como otras cientos de ellas en el pueblo presumían que era para ella la dedicatoria, ya que la rondaba “fulanico”. Y luego, el niño que era malo seguía siendo igual de malo a pesar de los consejos de su abuela pues ella lo que quería es oír salir su nombre de aquél aparato de radio que le vendió José “El de los radios”, de la marca Bertrán, o tal vez pudiera ser Invicta, o Telefunken, con los que nunca se podían coger emisoras tan lejanas como London, Paris, Roma, Lisboa o Lille a pesar de venir insertas en el cristal del dial.
Más tarde, ninguno de nuestros padres entendieron como pudiese gustarnos aquella música de aquél joven del tupé llamado Elvis que entonaba baladas como Only You,  Blue Mon, o In the Ghetto. Ni aquellos melenudos llamados Los Beatles, ni a tantos otros de los años sesenta que cambiaron no sólo la tendencia musical existente, sino hasta nuestra manera de vestir y hasta de pensar. Fueron unos años donde aquella juventud que ya no creía en guerras pasadas empleó la música como su mejor arma y nos hizo acreedores a cada uno de los jóvenes que vivimos aquella etapa  de tener un trozo de la isla de Man, o de un pedazo de acera de los Campos Elíseos en aquél mayo del sesenta y ocho.
El pic-up con discos de vinilo, con música del Duo Dinámico,  Salvatore Adamo, Los Brincos,  Los Pekenikes, The Platers, Simon and Garfunkel, y tantos y tantos otros,  de tan buenos recuerdos para mi,  y que cada canción de ellos me recuerda un escenario, una mirada, una sonrisa o el azoramiento producido cuando quise decirle a ella, la que hoy es mi mujer tantas cosas y no me salió palabra.
Pero no todo ha desaparecido. Moriremos nosotros, pero la música nunca morirá, mientras quede alguien que rasguee una guitarra y derrame notas, como éstas que ahora estoy escuchando y que no salen del radio, sino del ordenador por el que escribo. Las ciencias adelantan. ¡Quien me lo iba a mi a decir!



LA EXCURSIÓN

                                                                    Vista de la ermita con el pueblo al fondo. Años 50

          Siempre que voy a nuestro querido pueblo, acostumbro hacer una visita a nuestra Patrona. Allí, en su ermita, refugiado en su silencio, en ese silencio místico que a veces solo   interrumpe   el crujir de la madera de  algunos de los barnizados asientos, encuentro lo que busco, un poco de paz espiritual.
En una de mis visitas fuera del sagrado lugar al tiempo de disponerme a emprender la marcha tuve que esperar unos segundos a que un autobús hiciera la maniobra de aparcamiento. Casi de inmediato empezaron a bajar sus ocupantes. Eran todos niños pequeños de edad de preescolar. Al principio creía que eran niños de alguna escuela del pueblo, pero el acento de la profesora como también el de los chavales me hizo suponer que eran de fuera y que venían a pasar un día de campo dado que todos ellos portaban en sus espaldas una diminuta mochila posiblemente con algunas viandas o “chuches” para pasar el día en contacto con la naturaleza.
Me alegré enormemente porque estoy seguro que muchos de estos chiquillos que visitan el entorno de Santa Ana no lo olvidarán y quedará impreso en su memoria para siempre lo mismo que en la mía perdura aquellas otras “excursiones” que en nuestra niñez solíamos hacer.
¿Te apetece recordar como eran nuestras excursiones al campo? Quedas invitado.  Sígueme, pero antes como siempre, retrocedamos en el tiempo.

         Mayo de cualquier año de mi infancia.

Por la tarde  después de salir de la escuela yo habría quedado con mis amigos para ir a buscar entre los olivos horquillas que nos sirvieran para el tirachinas pues ya los gorriones estaban saliendo de los nidos y su piar cansino tan característico de ellos los delataba por entre las moreras, las acacias, y otros árboles de la carretera. Deplorable. La morera más frondosa de todas estaba en la puerta del Bar Nogueras.   
Sabíamos que teníamos que ir en grupo, porque ir solo era una temeridad dado que te podías encontrar con el “capaor ” o el tío del saco.
Nos dimos cita unos cuantos amigos en el puente del Camino de la Estación. Al poco emprendimos el camino hacia el campo bajando por la calle Las Tripas.
En uno de los portales de una de las casas de esa calle un grupo de mujeres la mayor parte de ellas casamenteras cantaban a María mientras bordaban. La imagen de la Virgen reposaba junto con algunos manojos de rosas en un pequeño altar. Los ecos de la copla de los pajaritos de San Antonio que cantaban a coro iban quedando atrás a medida que avanzábamos y aún resonaban cuando llegamos al arroyo.
Uno de mis amigos comía a medida que andábamos un trozo de pan al tiempo que ponía sus dientes a prueba dándole mordiscos a una onza de chocolate probablemente de la marca Virgen de la Cabeza. Otro, portaba un saco de pita vacío para llenarlo de hierba para alimentar a los conejos del corral de su casa.
Habíamos pasado el puente del ferrocarril, y ya nos adentramos entre los olivares. A todos nos gustaba ir por el camino de la Cuesta la Alberquilla pero sólo hasta llegar al borde de su desnivel. Más adentro era terreno prohibido pues se contaban mil historias de “capaores”.  Allí, en las orillas de la hondonada se daban almendros que en tiempo de las “ayosas” solíamos ir a “recolectar” y alguna que otra higuera de dos cosechas. 
Antes del descenso de la citada cuesta enfilamos a la izquierda como buscando el camino del Caballico. Los olivos por esa época del año ya estaban pariendo sus tiernos frutos y asomaban verdes por los diminutos embudos de sus cálices. Había pasado ya el periodo de floración y sus flores secas inundaban su copa salpicándola de color ocre en pequeñas manchas. Algunos olivares ya habían sido binados por lo que las  hojas descritas anteriormente servían ya de nutriente  a la planta al haber sido enterradas por el arado. Ahora sólo quedaba tapar el surco del cuchillo que la yunta había dejado para preservar el jugo de la tierra.
A medida que nos adentrábamos por entre los olivares el  arrullar de las tórtolas y el piar de otras aves  junto con el zumbido de los abejorros y demás insectos, ponían música al campo y denotaba que era primavera. El inconfundible canto del cuco fiel a su cita todos los años en este paraje amenizaba el concierto.
Atravesamos algunas parcelas “de tierra calma”, (tierra para cereal) hoy repobladas de olivos.  Una  estaba sembrada de veza a punto de ser ya acariciada por las hoces pues sus matas recostadas sobre el suelo enseñaban orgullosas un sin fin de vainas con sus frutos ya maduros. El color rojo de las amapolas salpicaba toda esta siembra confundiéndose con el de las clavellinas (paillas). Mi amigo quiso robarle un poco de color al campo arrancando amapolas (amapoles) para los conejos. Luego, remató la faena recogiendo alguna “borraja” y algunas matas de ballico que se mantenían aún frescas en las zanjas que servían para canalizar el agua cuando llovía de forma torrencial o cuando lo hacia en forma de temporal.
Vigilantes para que nadie nos viera empezamos a visitar olivos buscando aquello por lo que estábamos allí, la horquilla en forma de Y. No tardamos en encontrar lo que buscábamos dado que en la frondosidad de la cruz de cada uno de ellos siempre emergían chupones que como podíamos tronchábamos  hasta conseguir su horquilla.  
El regreso lo hicimos esta vez en dirección al camino del Caballico. Atravesamos una tierra sembrada de habas adornada toda ella de lo que nosotros llamábamos “varicas de San José”, y que no era otra que la enfermedad propia de la planta llamada jopo. Por su enfermedad no habían quedado ni para hacer un plato de sobreusa.
Atardecía y el sol ya empezaba a esconderse por entre los olivos de la colina que daba el nombre al lugar. Antes de llegar al camino encontramos una tierra plantada de melones. Sus matas aún pequeñas  empezaban a extender sus brazos al ras del suelo y relucían al contraluz de los rayos del sol. La choza del melonero todavía no había   recibido la oportuna licencia para su construcción ya que no se la veía por ningún sitio. Tomamos nota para oportunamente hacer alguna visita al melonar. Más adelante y en el borde del camino apuntaba ya un sembrado de anís -matalahúga-, que  había sido pinzado y sus matas con tan sólo cuatro o cinco hojas estaban siendo asimismo acariciadas por los últimos rayos de sol antes de despedirse.
Con las horquillas para los tirachinas en nuestras manos que teníamos ahora que acondicionar a golpe de navaja nos íbamos aproximando al pueblo mientras la luna asomaba tímidamente por el cerro Los Morteros a medida que iba adquiriendo poco a poco el color amarillo de su encendido.
Luego en casa, con la enciclopedia Alvarez en la mano trataría de memorizar la lección del día siguiente para después de cenar refugiarme en el colchón de hojas de maíz a la que nosotros llamamos “farfolla”.
La sintonía del parte del diario hablado de la radio subía hasta mi habitación y con la misma caías en los brazos de Morfeo no sin antes mentalmente haber repasado la lección de geografía de la enciclopedia Alvarez:  Un niño con rostro de alabastro...etc, ( y continuaba)... pues si el revés del cielo que veo estrellado es tan divino ¡que hermoso debe ser el otro lado! Es relato de una poesía de ese buen libro de texto.  
   
                              

martes, 28 de diciembre de 2010

FUE ESTANDO DE ROMERIA

                        
                                                      

Esta historia y sus personajes son invención de su autor. 

         Fue estando de romería cuando sus manos se juntaron con sus manos. Él tenia quince abriles y ella unas primaveras más cuando sus labios se acariciaron por primera vez. Beso robado como robó aquellas lilas cerca de aquella fuente de agua fresca donde hacen guardia los cipreses. Lilas mojadas porque el cielo lloró de emoción cuando se prometieron y el campo se embriagó con el olor a tierra mojada y a perfumes serranos como el tomillo y otras plantas aromáticas. Duró poco la lluvia, y en la procesión su Patrona Santa Ana supo de su amor cuando por la Erilla le arrojaron las flores que para ella él sustrajo.
Fue en aquella romería donde la acompañó temprano hasta la sierra y la ayudó a cruzar el arroyo de aguas limpias para luego subir el camino a los acordes de los balidos de los corderos que presagiaban su triste final junto con el del golpear de los cascos de las caballerías las piedras del camino desgastadas por las herraduras de cientos de romerías.
Fue en aquella romería donde como muchos otros no pudieron ir “de plan” porque eran pocos los que podían disfrutar de aquellos planes, pero no por eso su fervor romero quedó por esta circunstancia menospreciado. Fervor mariano, campanas al vuelo y humo de fogatas entre gentes diseminadas por el cerro protegiéndose con fardeos en forma de palio. Puestos de estadales y voladoras para la chiquillería al grito de ¿queréis más? Y él con ella, recreándose en su amor recién estrenado. No querían que el día acabara, por eso fueron de los últimos en regresar al pueblo después de acompañar a Santa Ana durante un trecho en la procesión de bajada hasta la Iglesia.
Fue en aquella romería cuando contemplaron aquél bello atardecer refugiados  en aquél trigo encañado cuajado de amapolas y clavellinas. Allí estuvieron contando las espigas, y no contaron las estrellas porque no quisieron. Allí estuvieron hasta que la perdiz dejó de cantar cuando se lo pidieron los grillos y el campo se llenó de sombras y de silencios. Las higueras de las huertas a su regreso fueron testigo de aquél último beso al son de la música cantarina del agua cayendo en la alberca.
Más tarde, la tierra tan querida para él, la que le vio nacer, hubo un tiempo que cansada de dar y vender aceite vendió a muchos de sus hijos llevándoselos a otros lugares en aquél maldito tren que salía por la noche. Y él fue uno de aquellos. Y después aquellas cartas ¿Cuántas?... Muchas las que escribió a su amada y que alguien se encargó de no entregarle. La misma persona que se encargó de enviarle noticias inciertas sobre que su prometida le había traicionado cuando existía entre ambos un juramento. Y él, en aquella otra tierra donde siempre se sintió un extraño bebió con el tiempo el amor de otra fuente, aunque siempre, día a día, momento a momento la había seguido recordando. Le fue a éste su segundo amor fiel siempre como a aquél primero hasta que en el pasado invierno le dio su último adiós.
Llevando a cuestas sus recuerdos y sus muchos años, ha regresado hoy a su pueblo por primera vez. Lo ha hecho el primer domingo de mayo, el día de la romería después de pasados cincuenta años.
Nadie conoce ya a este hombre, ni nadie conoce a la que fue su primer amor por más señas que ha dado.
Todo lo ha encontrado cambiado menos a su Patrona. No ha podido reprimir las lágrimas viendo a la imagen; la misma que recibió aquél ramo de lilas. Y se llena de orgullo cuando ve como la gente sigue venerando a Santa Ana y su Virgen Niña y la siguen queriendo igual que antaño. Y en silencio rezó, pues ganas tenia de hacerlo allí en su ermita, porque Santa Ana sabia que aunque él había rezado a otras sagradas imágenes siempre lo había hecho para Ella.
Sí, todo lo ha encontrado cambiado. Ya no hay caballerías mordisqueando en la sierra. Ahora, coches, chiringuitos, casetas de feria y otras atracciones se dan codo con codo y no caben en el monte. Todo está lleno de gente, no habiendo encina, olivo o matorral, que hoy no tenga dueño, dando culto una mayoría según observa a la sartén y al “jota be”. 
Cansado se sienta en unas piedras bajo un quejigo. Un hombre de edad avanzada lo hace también casi al mismo tiempo. Entre ellos hay una conversación que dura unos minutos. Se hizo entre ambos un silencio y lentamente aquél hombre se levanta, da las gracias y dice adiós al anciano.
Deambuló por los aledaños del monte hasta encontrar lo que buscaba: un ramo de lilas.  Tardó en encontrarlo pero al final lo consiguió. En una linde envuelto en zarzas asomaba un tallo florido y oloroso, como aquél otro que cortó para su amada.
Ya en la procesión, parte de esas flores, en la Erilla, como aquella vez, arrojó una porción del ramo a Santa Ana mezclándose con una lluvia de pétalos y rosas que lanzaban desde los muros de una edificación cercana al camino entre piropos, música y vivas.  Y él, mira a Santa Ana con tristeza infinita, y Ella debiendo estar alegre hoy para todos parece que le devuelve la mirada con el mismo desconsuelo que el siente, porque sabe de su sufrimiento. 
Con una parte de las flores en la mano buscó el camino de regreso al pueblo. Ya no hay trigos por el camino, ni amapolas, ni tampoco clavellinas, ni canta el arroyo al chocar sus aguas contra los riscos; tampoco existe el camino por aquellas huertas, ni la higuera donde se besaron. Una angustia infinita le invade desde hace un rato y por ese motivo lo ve todo muy sombrío.
Por fin va a encontrarse con su amor después de tantos años ya que aquél hombre de avanzada edad le dio la dirección donde ella se encontraba.
Fue en aquella romería donde robó el primer beso y aquellas flores y ahora pasados los años estaba allí de nuevo junto a ella, su primer amor, la mujer que más había querido, y que según el anciano le había estado esperando siempre, pero ya era demasiado tarde. Ella esta allí detrás de aquella fría lápida de mármol en la que no figuraba nada más que su nombre. Antes de depositar el ramo de flores sus ojos se llenaron de lágrimas y alguna de ellas cayó sin percatarse de ello en aquellas lilas, como la primera vez cuando el cielo lloró de emoción.
Dejó las flores recostadas en la repisa de la lápida y allí estuvo meditando sin percatase del tiempo transcurrido. Luego rezó para ella, y en la soledad del camposanto le habló en silencio a modo de epitafio:
         A ti mi amor, adonde ahora mores. Sé que el tiempo y Dios en su infinita eternidad, buscarán pronto un hueco para que nuestras almas se reencuentren.
         ¡Hasta siempre amor mío!
                             
         Con este relato quiero rendir homenaje a todos los que se fueron un día de nuestro pueblo y ya no volvieron, en aquellos años de éxodo donde tantos amores quedaron huérfanos.

EN LA ACEITUNA. CUENTO POR NAVIDAD, ALGO QUE NO FUE UN CUENTO.

                                           
                                                                   Recolectando aceituna. Aceituneros en la "limpia".




Esta historia, como el protagonista de la misma, es invención de su autor, no así las costumbres y acontecimientos narrados.
 

Corría el año cincuenta y seis. Con solo once años aquél chiquillo llevaba ya quince días en un cortijo cogiendo aceituna. Había tenido que dejar la escuela muy a su pesar. No sirvió de nada que don Jacinto hablara con sus padres para tratar de convencerlos con el fin de que el niño no faltara a clase, pero aquél buen maestro no tuvo muchos argumentos para rebatir cuando aquellos padres les expusieron las carencias y dificultades por las que atravesaban, hecho este que Don Jacinto conocía pero a pesar de todo el maestro insistió una y otra vez haciéndoles ver que comprendía su situación pero que el muchacho prometía. 
No hubo remedio, y Antonio que así se llamaba el niño  junto con un grupo de unas veinte personas entre mujeres, hombres, zagales, y chiquillos se dieron cita en la Puerta Jaén para emprender el camino hacia el cortijo donde al menos estarían aproximadamente más de cincuenta días. Era lo que se le llamaba irse de “vará”.
El día de la partida su abuela y su madre fueron a despedirlo y ayudarle a llevar la talega con algunas provisiones y enseres, entre otras: unas zapatillas de lona de color blanco de suela de goma en previsión de las que llevaba puestas, unas libras de chocolate, unas raspas de bacalao, una tripa fina de salchichón, algunas naranjas y algún que otro higo seco. También su abuela le había echado en una fiambrera unas pocas de “agujetas” (caballas en escabeche), que le compró en la tienda. En cuanto a su indumentaria: pantalones de pana y un jersey de cadenas ya en desuso que su abuela le tejió a mano años atrás. También se cubría la cabeza con una boina nueva pendiente aún de capar.
Cuando se despidió de su madre y su abuela les volvió a recordar que su gran ilusión era estar juntos a ellos la Nochebuena por lo que cuando fuera a aproximarse esa fecha pediría permiso al manijero.
Partieron andando hasta el cortijo distante al menos ocho o diez kilómetros del pueblo. Sus pertenencias ya descritas junto con una “esportilla” de “pleita”,  unas rodilleras de jareta que le hizo su padre,  una manta de cuadros y una saca vacía que le serviría de jergón  fueron transportadas junto con el resto de los chismes de los demás componentes de la cuadrilla dentro de un serón a lomos de una de las caballerías.
Siete duros iba a ganar cada día, el equivalente a 21 cts, de euros de la moneda de hoy, más la manutención consistente en una migas por la mañana y un potaje por la noche, ya que la comida del mediodía  que se hacia en el tajo era costeada por cada uno.
El patrono tenia fama de ser austero o como se decía “engorruñio”, y el manijero lo había escogido éste del mismo perfil o aún más tacaño si cabe.
Una vez llegado al cortijo, Antonio como el resto de los aceituneros prepararon las sacas con paja con la cantidad suficiente a modo de colchón para poder dormir. Había dos dormitorios más el pajar. Uno era para los hombres y otro para las mujeres. El dormitorio de Antonio de teja vana tenía solo dos ventanas pequeñas y un agujero en la pared con una teja inclinada dando al exterior que servia para orinar. 
Quince migas mañaneras con los consiguientes potajes nocturnos llevaba ya Antonio degustados en una única sartén y tinaja para todo el mundo. El encargado de la cocina era un señor mayor que a su vez se encargaba de ir a por el agua a un pozo cercano y de la limpieza del cortijo. Tenía un arte especial a la hora de voltear las migas. Presumía de no haberlas derramado nunca pero se quejaba como así todo el mundo de la tacañería del manijero ya que en cuanto se echaba aceite en la sartén  éste estaba muy atento para de inmediato con una voz autoritaria decir: ¡Vaaale! Así mandaba parar el chorro. Pero cierto día un avispado dijo: -Déjame tú a mí echar hoy el aceite y ya verás-. De modo que ése día cuando oyó el ¡Vaaale!, éste respondió sin parar de verter aceite: -Vale... su peso en oro-, y siguió echando aceite en la sartén. El manijero contestó: -¡Bueeeno!-, tratando de que parara, y el que echaba replicó sin parar de verter: -El mejor de Andalucía-, y otra vez el manijero -¡Alto el chorro!-, y subiendo la mano con el recipiente hasta su cabeza, siguió echando. Ya no lo hizo más, pero ese día bien que se notó.
El pan para las migas se desmenuzaba por la noche. Normalmente lo hacían las mujeres mientras que los hombres se jugaban al tute o a la ronda algunos cigarrillos con alguna baraja sobada y mugrienta. Otras mujeres paliaban el tiempo mientras se contoneaban bailando al son del cántico de otra que por lo general tenia buena voz interpretando alguna copla utilizando como instrumento musical un dedal con el que aporreaba una puerta. Antonio a escondidas de sus padres se había llevado algunas novelas de Marcial Lafuente Estefania y le gustaba leerlas por la noche aunque fuese a la luz de uno de los candiles que alumbraban la estancia y a los que de  cuando en cuando con un palote tenia  que reavivar la torcía del mismo  para que no se apagase, era entonces cuando las sombras se proyectaban  con más fuerza en el techo y las paredes. 
Pero Antonio no hacia más que pensar que dentro de dos días seria Nochebuena y no iba a poder estar con la familia. Días atrás le había pedido permiso al manijero para ir al pueblo a pasar la Navidad, pero éste hombre le dijo que lo mismo que él harían los demás y por consiguiente no iba a irse nadie, ni tampoco  “acusas”,  -excusas- ( era irse al pueblo un poco antes de dar de mano, y regresar a primeras horas de la mañana), así es que Antonio se sentía triste ya que en la cena de Navidad se reunían toda la familia y lo pasaban muy bien.
El día antes de Nochebuena hizo un día infernal para coger aceituna. Antonio estaba en los “salteos” y ayudaba a otro también a acarrear los “esportones” de aceituna a la limpia donde se envasaban en sacos de pita. Ése día hizo falta encender más de una   fogata “chisco” para poder entrar en calor. Algunas piedras lisas eran echadas en sus brasas y luego repartidas en las espuertas para frotarlas en las manos a fin de que no se quedaran congeladas.
Esa noche Antonio cayó rendido en el jergón después de hacer la “petaca” con sus pies y la manta con la que se cubría. Fue el primero en irse a costar. Aún duraba la pequeña brasa en la torcía después de soplar al candil cuando ya sus ojos estaban cerrados y ni tan siquiera percibió el olor del humo o mejor dicho del pabilo que desprendía la mecha una vez apagada cuando ya quedó dormido. Así estuvo hasta que avanzada la noche oyó a alguien decir que estaba lloviendo. El agua se oía rebotar  sobre la ventana y el tejado acompañada por el sonido de fuertes ráfagas de viento  y a los acordes de esa bella sinfonía nuevamente Antonio cayó dormido saboreando eso sí el regreso al pueblo.
A la mañana siguiente después de comer las migas aún seguía lloviendo. Algunos ya se preparaban para nada más que amainara la lluvia emprender el regreso a Torredelcampo, y entre ellos, cómo no,  estaba Antonio.      
No tardaron en decidirse y partieron. Los caminos estaban intransitables con el agua caída. El frío a su vez era intenso y Antonio como el resto de sus acompañantes se guarecían de él y de la lluvia que seguía cayendo en pautados chaparrones arropados con una manta. Cuando coronaron la cuesta del Reventón observaron que todos los cerros y montañas circundantes al pueblo estaban blancos de nieve mientras que la aldea estaba envuelta entre la bruma.
Cuando Antonio llegó a casa antes de abrazar a su madre trató como pudo de quitarse el barro del calzado frotándolo sobre un “rondero” que había extendido en el umbral de la puerta.  Su madre y su abuela, ya habían dejado viudas a las gallinas del corral, y es que la Nochebuena se solía comer pollo en “guisao” a modo de en pepitoria.
Después de asearse se encaminó en busca de sus amigos. Al pasar por la puerta del horno el olor a dulces navideños y a sus componentes, como la manteca, el rayado de limón, las claras de huevo, el ajonjolí, etc, mezclado con el olor del pan caliente despertaba el apetito.
En la almazara próxima a su casa ya se había levantado una colina negra y puntiaguda, que no era otra que la montaña de aceituna en la troje del molino esperando ser triturada y prensada. Desde la calle se oía el ronroneo de los rulos del molino y el aire venia envuelto con el olor característico a almazara.
Continuaba lloviendo y  seguía haciendo mucho frío. La gente corría por las calles tratando de guarecerse. Caía la tarde y el humo de las chimeneas se expandía por las calles mezclándose con la bruma y con el de algún guiso.
Antonio y sus amigos formando un grupo iban cantando villancicos y armando ruido con panderetas y “carrascas” hechas por ellos mismos. Luego decidieron hacer una fogata en la calle, un “chisco”, pero para ello tenían que ingeniárselas de modo que se fueron a buscar “ronderos” al descuido de los molineros en las almazaras o los de los zaguanes de las casas.
No tardaron en encender una buena fogata que iluminó la calle. Algunos vecinos salieron y colaboraron con alguna leña.Más tarde la calle quedó sólo iluminada con la pobre luz que pendía colgada en el centro de la misma y que era bamboleada al compás del viento.
La cena no se hizo esperar mucho aunque antes los vecinos entraban y salían de las casas mientras que el ruido de las zambombas  era notorio en casi todas ellas. Para hacer las zambombas se aprovechaba alguna orza vieja cuya boca se cubría con un pellejo de conejo, pendiendo del centro un carrizo cortado de algún “salao” o arroyo.     
A Antonio le gustaba escuchar los villancicos cantados por las personas mayores, y es que estos tenían sonidos distintos y letras que llegaban al alma; eran casi como canciones de cuna: Madre en la puerta hay un niño... y otro: Yo le dije a Benito saca un pañuelo...etc.
Después de la cena en familia le fueron a buscar sus amigos para ir a la plaza antes de la misa del gallo. Al pasar nuevamente por la puerta del horno dos mujeres salían del mismo portando en un “tinajón” una calabaza asada embadurnando con su aroma toda la calle.
En la plaza a pesar del mucho frío  la gente iba acudiendo en grupos cantando y bebiendo. Los mozos iban ataviados con ropajes antiguos, como capas, zamarras, y sombreros de época. La rampa de los caños con los Jardinillos era una pista de patinaje ya que el agua que se derramaba pendiente abajo con el frío había cristalizado y más de uno dio con sus huesos en el suelo.
Después, los grupos se iban dispersando por todas las calles cantando y haciendo que más de uno que estaba ya acostado se levantase y les dieran el aguinaldo consistente en unos mantecados y anís del Mono o Machaquito.
A la mañana siguiente un silencio fuera de lo normal envolvía el pueblo. El manto blanco de la nieve cubría los tejados y las calles No paraba de nevar cuando se lo anunció su padre. A través de la ventana de su habitación quedó perplejo y quiso seguir con su mirada al cielo una y otra vez la trayectoria de algunos de los copos hasta llegar al suelo sin lograrlo ya que en la mezcla se confundían unos con los otros y pensó que así seria la gente en las grandes ciudades.
Volvió a la cama nuevamente y quedó dormido pensando que nunca le gustaría vivir entre tanta gente.


                         




          

LA MATANZA




En las noches otoñales, cuando empezaba a correr el relente de madrugada, nuestro pueblo se aderezaba con el olor a matanza. En casi todas las calles se olía a morcillas recién salidas de la caldera.  Noches también de ronda callejera para ver si ella salía a la puerta a pesar de que la bruma y el tintinear de la pobre luz de las calles dificultase ver con claridad su ansiado rostro.
Se rondaba en grupo. Las voces graves, socarronas, y por emplear un término adecuado yo diría que casi cerriles de los mozos mientras rondábamos era la única manera de llamar la atención para que la pretendida por alguno de los del grupo se diese por enterada. Luego, si en la calle había una casa donde se celebraba la matanza y  salía alguien a ofrecer un poco de vino, miel sobre hojuelas.
El marrano, como nosotros le llamábamos, -y se le sigue llamando- se solía cebar en un habitáculo de reducidas dimensiones que se habilitaba en un extremo del corral de cada casa al que se le conocía por “injaera”. No hacia falta preguntar en que casa se cebaba el animal, sólo con percibir la fragancia del “chanel” que emanaba lo delataba claramente. El marrano en cuestión se engordaba con "salvao" y los sobrantes propios de las comidas. Días antes de su sacrificio se compraban las cebollas para las morcillas, y a ser posible se iban a buscarlas a las huertas de Jamilena que se decía eran las mejores.  
Quien fijaba el día de la matanza no era otro que al que se le conocía por el “mataor”, pues era tan demandado que no podía acudir a todos los sitios a la vez. Yo no sé si alguien más que la persona que me voy a referir se dedicaba a este menester, pero solo recuerdo a uno que se llamaba Juan Manuel. Era de estatura más que mediana, y su  voz era  ronca y grave. Iba la mayoría de las veces acompañado por un ayudante que para más señas era hijo de la mujer que vivía en el matadero municipal.
Las herramientas, tales como cuchillos, garfios y otros artilugios los llevaban en una “capacha” de jareta colgada al hombro, que dicho sea de paso y no sé por qué, me recuerda a la que empleaba José Isbert en la película El Verdugo, y aunque en nada se pareciese, sí en el sonido de todo el contenido de la quincalla que debería contener. La caldera de cobre con el agua hirviendo había de estar lista para cuando este hombre llegaba.
No me voy a extender en explicar sobre la muerte del animal, ya que yo procuraba alejarme del lugar para no verlo a pesar de que se me requería para moverle el rabo mientras agonizaba, con el fin de que diera toda la sangre. Eso se decía.
Luego, después de rasurado a base de agua hirviendo utilizando unas rascaderas de metal, se abría en canal y se dejaba colgado toda la noche al sereno hasta el despiece que se hacia  al día siguiente.
 El pelar las cebollas, picar la carne para los chorizos, y embutir todas las chacinas, era todo un ceremonial que se hacia en familia ayudándose unos a otros en todas las tareas, bebiendo y comiendo en armonía durante al menos los dos días que duraba. Los chiquillos no teníamos que esperar al trapero para que nos diera un globo a cambio de algo ya que jugábamos con la vejiga del animal a modo de ello. También esperábamos la consabida “chicharra”, que era un trozo de magro asado en las ascuas de la lumbre, salpicado de sal y pimienta. Y cómo no, la prueba de las morcillas y los chorizos en una sartén, antes de ser embutidas era algo esperado y apetitoso. El cocido en familia al mediodía con el tocino fresco, era un plato ya consabido.
Los jamones y las paletillas (pardillas), se dejaban enterrados en sal en la cámara. Los torreznos en orzas de arcilla, con la “pringá” roja prestos para ser degustados en los días de la recolección de la aceituna antes de ir al tajo.  Las morcillas y los chorizos se colgaban en palos en la cocina a fin de que percibieran el humo.
Y terminaba todo con el reparto del “presente”, que consistía en un regalo mezcla de todas las viandas que se hacia a la familia y muy especial cuando había alguna novia de por medio.
Después de todo lo dicho, yo me preguntó: ¿Habrá alguien que aún “mate”? ¿Olerán algunas calles de nuestro pueblo todavía a matanza en época en que el relente arañe la cara?
Sospecho que no.