lunes, 19 de julio de 2021

DIOSES DEL OLYMPO Y NUESTRA DIOSA DEL IDOLILLO EN LA BAÑIZUELA.


 

Después de la comida, los españoles tenemos, y hasta hemos llegado a exportar la buena costumbre de la sucinta siesta en el sofá. Aquello de lo que gozamos por rutina, hay quienes lo tienen ya establecido como un derecho o una necesidad. Hoy, después de una suculenta comida, que no copiosa, a la que he regado con alguna copa de vino más que el acostumbrado, me he sentado en el sofá a dormir esos cinco o diez minutos. Una vez aposentado en el sillón, frente a mí, veo al Idolillo torrecampeño al que diviso antes de caer en ese profundo sopor o modorra tan característico. No, no es una ensoñación lo que estoy viendo, aunque eso sí, noto como mis párpados se están volviendo pesados y creo que…
…un rayo de luna que a intervalos ilumina el bosquecillo, quiere dormirse sobre el lecho de una madreselva. Tirita el haz de luz en la noche estrellada e intenta arroparse con la sábana de hojarascas que yacen bajo un quejigo. A la luna la han emborrachado. Cuando emergía por entre las aristas peñas de Reguchillo, también llamada Cresta del Diablo, unos jóvenes subidos en sus puntiagudas piedras, le han hecho beber botellón de garrafa. Ahora, una luna de sangre baña el Monumento Natural de la Bañizuela. Alegre y retozón el astro, esconde su rubor y su fabricada alegría jugando con nubecillas aborregadas, que sin prisa, en ordenada formación, se dirigen a la campiña. La luna no puede aguantar la resaca y quiere vomitar. Su madre, la diosa Selene le indica que lo haga en el hueco de la herida que produjo en el monte un rayo lanzado por Zeus en disputa con el gigante Anteo; quiere que lo haga en este lugar con el fin de rellenar con los jugos gástricos parte de la cavidad que le falta a la montaña. Gea, la diosa de la Tierra ordena a Harpócrates, dios del silencio que mantenga este secreto callado como hasta ahora. Sofrosina que personifica la moderación lo agradece. Cronos, el dios del tiempo predice que dentro de unos siglos volverá a estar el monte ahora herido, poblado nuevamente de encinas, quejigos, escaramujos, madreselvas, y carrascas, junto con otras plantas autóctonas.
El viento que mece a bocanadas los puntiagudos cipreses que están cerca de la fuente, llega acompañado de música; no son fandangos, es reggaetón, trap, metal, electro, junto con otros sonidos estridentes. Dionisio, el dios del vino y la fertilidad bebe y baila acompañando a jóvenes torrecampeños/as que disfrutan de la noche no muy lejos de allí.
De pronto, surge una voz que duele y retumba en la montaña, y al momento, un silencio sepulcral casi miedoso, invade la sierra. De entre unas matas de mirtos del bosquecillo, planta a la que le tiene mucha querencia Afrodita, se deja oír la voz de la Diosa Madre, la Venus del Idolillo de Torredelcampo a la que han despertado y que a gritos manda callar a todos los dioses del Olimpo. Los dioses griegos obedecen de inmediato a esta antigua divinidad a la que le guardan respeto y pleitesía, y al instante desaparecen sin rechistar, y es que el culto griego a sus dioses se remonta al siglo VI a. de C. y nuestro Idolillo, o mejor dicho Idolilla, data del calcolítico 3.000 años antes. El acatamiento a lo ordenado por esta deidad llega hasta la fiesta donde desde un coche que emite ráfagas de luz azul, ordenan a los jóvenes que por motivo de la pandemia desalojen el monte. Dionisio al que los romanos le cambiaron el nombre por Baco, huye despavorido bajo los efluvios del alcohol y se pierde entre unos pinos cercanos. Al poco, un silencio de ultratumba reina en toda la sierra.
El espíritu del Idolillo de Torredelcampo, símbolo de la fecundidad, se cobija en los muy profundos adentros de su cueva, pues quiere continuar durmiendo, esta vez, al son de la música relajante que produce el goteo de las estalactitas contra las estalagmitas de la gruta. Sabe que en breve tendrá menos tiempo libre, pues ha de estar presente, donde será líder, en la sala museo de esculturas prehistóricas que la Escuela de Arte José Nogué de Jaén, ha donado a nuestro pueblo.
En el monte ahora reina la calma, solo unas extrañas sombras que pululaban entre los alrededores de los cipreses de la Bañizuela, se refugian precipitadamente entre la maleza…
…abro los ojos y veo de nuevo frente a mí, reposando en un mueble de mi salón, al Idolillo torrecampeño custodiado por dos toros zainos. Con tan fieros y nobles animales que nadie tema que lo tengo a buen recaudo.
Queridos amigos, mi ensoñación me lleva a reflexionar sobre que hay algo de misterioso, algo enigmático, y esotérico que envuelve el paraje de la Bañizuela. ¿No será que el espíritu del Idolillo esté reclamando que lo devuelvan a su cueva?

OLORES DEL VERANO


 

Acabo de quitar otra hoja más al calendario. Qué rápido corre el tiempo para mí. Quisiera que  esta apresurada percepción de ver pasar los días, las semanas, y los meses, durara todo lo que me resta de vida, porque me aventuro a señalar, y no quiero estar equivocado, de que esto pueda ser el mejor síntoma de no tener ninguna enfermedad o problema. Por poner un ejemplo: qué largos se me hicieron aquellos días que estuve hospitalizado, y qué cortos los de aquellas vacaciones, o el de aquél recordado permiso que me dieron estando en la mili. Miro el almanaque y aparece el mes de julio. Estamos en el ecuador del año y en un recién estrenado verano.  El verano es un tiempo de olores muy particulares que se mecen  en el tiempo aderezando los vientos presentes y aquellos que acariciaron nuestra infancia y adolescencia. Hoy quiero correr tras una bocanada de viento añejo para poder describir algunas de aquellas tan buenas sensaciones.

Un mes de julio de hace más de sesenta años:

Ronca el puchero de barro con bufidos de vapores de  torrefacto. El característico olor de la cebada tostada se mezcla con el penetrante de los picatostes. En la calle estos olores se difuminan con el tufo poco agradable del rebaño de cabras que  a primeras horas de la mañana, el cabrero sirve la leche directamente desde las ubres a la botella.  Dentro de la casa, una maceta de albahaca que está cerca del botijo de agua, me perfuma al acariciarla con su fresco y mentolado olor. En la era huele a parva recién volteada para más ruedas de trilla, también huele a las cañas secas de la mieses al ser trituradas, a eneldos (nerdos) prisioneros entre los haces, y al salitre de los garbanzos, mezclándose todas estas fragancias con el del trigo al ser envasado. Ninguno de estos olores puede competir con el perfume de la matalahúga que aderezan las casas después de recolectarla. Otro olor compite con este último en mi casa, es el que emana una orza de barro que lleva expuesta al sol en la azotea varios días y que sus efluvios se expanden entre el pajón que le sirve de tapadera. Es el muy oloroso de las alcaparras que ya están en su punto. Las casetas de los turroneros que se están instalando en el ferial huelen a carpintería. Una  mujer durante la siesta riega la puerta de su casa para refrescar el ambiente, y al momento, el olor inconfundible a tierra mojada baña la calle. Es la hora de ir a escondidas del hortelano a bañarse en su alberca. Allí, las matas de tomates nos regalan, a mí, y a otros niños, su agradable olor, como el de la higuera al tratar de averiguar si tiene higos maduros. Un cañaveral nos proporciona una caña para el lanzamiento de los huesos de “majuletas” y su frescura al ser cortada por la navaja desprende un aroma muy peculiar.

A media tarde, el del  melocotón, junto con el de la canela, ambos olores, aderezan el ponche torrecampeño. Antes del atardecer hay que recoger los jazmines para fraguar las moñas que lucirán las mujeres torrecampeñas en el pelo o en su pecho. Su perfume embriagador dicen que es el aroma de la dulzura femenina. Para este que escribe es el aroma del verano. Al esconderse el sol abrirán los jazmines. Los dompedros de los arriates del Cine Paseo también abrirán sus flores para ver gratis la película.

Hoy, en el mes de julio, cuando la mayor parte de las flores ya se marchitaron en nuestros campos, quedan plantas muy olorosas que impregnan el aire de nuestra sierra como el tomillo aceitunero y el mejorano que florecen en este tiempo y que aderezado con el de los pinos y otras plantas autóctonas de nuestra sierra, en bocanadas frescas y en noches tórridas, bajan hasta el pueblo colándose por los balcones, refrescando a insomnes longevos que lo agradecen y a jóvenes trasnochadores que muy posible estén estrenando su primer amor, el amor siempre recordado del verano.    

Cada pueblo tiene su propio aroma, algo así como su ADN, el del Torredelcampo, nuestro pueblo, es muy peculiar. Algún día figurará en un código de barras, o QR,  pero mientras eso llega  he tratado de recrear tu impronta sensorial con algunas fragancias que  he relatado y que estoy seguro te habrán transportado a un lugar en el tiempo, en un viaje que te habrá servido para ajustar el mapa de tu memoria perfumando y despertando recuerdos.

¡Feliz verano!

VEZA


 


Si en nuestro pueblo preguntásemos a cualquier joven, o aventurándome más, a algunos de los que casi rayan mi edad, qué es la veza, estoy por apostar que no sabrían decir que se trata de una planta leguminosa que se recolectaba en nuestro término hace muchos años para alimentar a los animales, en su mayor parte a  rumiantes como las cabras.

Las tierras que el año anterior habían estado sembradas por cereales, al siguiente, en rotación bienal, se dejaban descansar sembrando en los barbechos legumbres como, veza, habas, garbanzos, yeros, etcétera, consiguiendo con estos cultivos no esquilmar la tierra  ayudando con ello a su oxigenación.

Solía sembrarse en el mes de octubre. Del cebero donde se depositaba la simiente, caminando detrás del arado, se iba echando la veza a cada paso en el surco los granos  que cabían en los cuatros dedos de la mano, granos que eran sepultados en el surco siguiente. Después, al cabo de unos meses, cuando ya se distinguían  las matas desde lejos, llegado el mes de marzo, había que escardar el terreno eliminando las malas hierbas de la plantación.  

Durante el periodo de floración, en el mes de mayo, era un espectáculo contemplar el rojo purpureo de las flores de la veza  que inundaban todo el sembrado, resaltando estas, del verde intenso de sus matas y confundiéndose con el de los floridos gladiolos silvestres (paillas) que poblaban muchos de estos sembrados, que gallardos ellos, presumían de su belleza y estatura. El macho de nuestra perdiz roja le regalaba a su hembra cada atardecer y amanecer su característico canto entre la hermosura de estas flores.

A mediados de junio la veza ya estaba por lo general granada. Señal inequívoca era, cuando las vainas, -en nuestro pueblo “carruchas”- de la legumbre, adquirían un color amarillento llegando entonces a recolectarse. El trabajo de la recolección de la veza era uno de los más agotadores y penosos que solían sufrir la gente del campo, pues dado que la veza es una planta trepadora, las ramas de las matas se entrelazaban unas con otras llegando a formar una tupida red o maraña acostadas en el suelo, por lo que la mejor manera de recolectar esta herbácea era con la hoz a ras de tierra haciendo abultados ovillos a los que se les llamaba “boliches”. Ni que decir tiene que el dolor de la rabadilla estaba asegurado al estar encorvado todo el día con la cabeza a  veinte centímetros del suelo. Durísimo este trabajo, pero nada imposible, creo que hasta holgado, para aquellos aguerridos y curtidos hombres del campo.

En ocasiones, en las hazas ya recolectadas, se solía ver algún rodal de aproximadamente un metro cuadrado sin segar, era cuando se descubría algún nido de perdiz que había sido indultado por el labrador. Hasta ahí llegaba el grado de concienciación de aquellos hombres por el entorno y en estas ocasiones por un ave a la que muchos como yo echamos de menos hoy en el término de nuestro pueblo, pues  es inusual y extraño ahora en el campo oír su aleteo tan especial al salir huyendo al descubrirnos, como también su canto tan característico. 

Pero volviendo a la veza, los ovillos o “boliches” expuestos al sol durante días se barcinaban después transportándolos en narrias hasta la era más próxima a la que previamente se había acondicionado dándole rulo al suelo. Se trillaba y se ablentaba y después aquellos granos parduzcos tirando a negros se envasaban para la venta a los marchantes que se dedicaban a la compraventa de este y de otros productos recolectados. La paja de este forraje a lo que en nuestro pueblo se le llamaba “gárgula” era muy codiciada por los cabreros de nuestro pueblo que hacían acopio de ello para alimentar al ganado.  

Retengo en mi memoria el paisaje de las vezas diseminadas por muchos puntos del término de nuestro pueblo, pero las mejores fotografías que guardo en mi mente corresponden a las que poblaban las laderas del cerro de Santa Ana, pues lograban ser de una frondosidad exuberante.

Ya que estoy adentrado en las legumbres y en  nuestro cerro, no quiero olvidarme de aquellas parcelas en las que casi coronando el monte, todos los años sembraban lentejas, de las que por cierto puedo dar fe de que eran muy ricas. Si hoy una buena parte de la gente de nuestro pueblo le extraña que esta leguminosa y la anterior, la veza, llegaran a recolectarse en nuestro término hace cincuenta años o más, qué será dentro de unas décadas si alguien como yo no deja constancia de ello.

Nosotros nos iremos, pero la escritura perdurará en el tiempo.

DIAS DE SIEGA Y BARCINA.

 


El flamear de la canícula me distorsionaba la visión. Parecía como si  estuviese viendo a través de la llama de una vela.  En el tajo se oye el “ras, ras,” que producen las hoces al cercenar las cañas de trigo. Se habla poco mientras se siega. No hay rivalidad a la hora de atar, y menos entre padre e hijo, y aunque tuviese cinco años más nunca lograría estar a su altura, pues mi padre al igual que lo fue el suyo, es un portento con la hoz. “Ata bien y siega bajo, aunque te cueste trabajo” Dependiendo de la necesidad de paja para los animales así se dejaba la altura del rastrojo. “Nene, los haces pesan este año y creo que tendremos algunas fanegas más de lo que yo le calculo”, me decía mi padre en los cortos descansos mientras disfrutábamos de la pobre sombra que generaba una pila de haces haciendo pared, y es entonces cuando venía a mi memoria aquella jarra de cerveza que tal vez ya pudiera con mis catorce años beber por primera vez en la feria y no el agua del botijo que disfrutábamos, agua de pozo, caliente a la temperatura ambiente, con tan alto contenido en cal que taponaba los poros del búcaro pintándolos de blanco.

Llevamos varios días segando en la campiña. Ayer, al mediodía  a la hora de comer nos refugiamos en el cortijillo y comimos cocido con todos sus ingredientes. Después, era imposible pernoctar dentro, pues entre los vapores del puchero más la temperatura que reinaba en el habitáculo además de las moscas de la cuadra, tuvimos que salirnos afuera para refugiarnos en la sombra de una pared. A propósito de moscas, las había cojoneras revueltas entre las bestias, aquellas que cuando era más chico las solíamos coger en un bote para luego abrirlo en el patio de butacas del Cine Risán. ¡Que cabrones éramos!

Hoy, almorzaremos ensaladilla al más puro estilo torrecampeño, en la que el ajo, el aceite, el tomate, además del agua, navegarán en el dornillo, pero esta vez, comeremos en el tajo a la sombra de los haces. “Echa aceite y moja, me dirá mi padre”. En el descanso de la siesta, él, se cubre la cara con el sombrero de paja. Yo intento dormir pero no puedo. En un majano cercano toma el sol un lagarto verde que habrá salido extrañado por el silencio que ahora impera en la campiña que ahora sestea, y paralizado, observa patidifuso el cambio habido en el paisaje de su entorno, el del trigal, al de la rastrojera. Ahora, su horizonte los hemos ampliado. Unas matas de grama pintan de verde un pequeño rodal del rastrojo cerca de donde estoy acostado. Observo como una planta de correhuela está enroscada en una de las cañas secas de la siembra cercenada ahora por la hoz a la altura del rastrojo.

Avanzada la tarde. Los terrones ya llevan algunas horas haciendo sombra y es cuando pide el cuerpo dar de mano. De cintura para arriba me refresco y me aseo con agua que he sacado con una cuba del pozo. El sol se va escondiendo entre los maullidos mortuorios de los mochuelos al tiempo que las penumbras abrazan a las colinas y valles de la campiña. Después de una frugal cena, donde el aceite y el pan son los protagonistas, el dormir en el rastrojo bajo las estrellas y el oír a mi padre contándome historias enriquecedoras llenas de buenos consejos, que como un albañil, ladrillo tras ladrillo, me servirían para forjarme como hombre, así, con tan buenos asesoramientos, amén del cansancio, no tardaba en quedarme dormido.

Decían los viejos que si el sol fuese jornalero no madrugaría tanto. Al clarear el día voy al Berrueco a comprar pan en el horno que allí existía. Voy con la mula, pero primero he de ir a por agua al Pozo Rico. La siega ya la tenemos vencida y los últimos días mi padre quiere festejar el arremate con agua de un pozo de fama. Más tarde supe de que su nombre real es Pozo el Risco porque hay unas piedras donde se encuentra. Ya en El Berrueco, paso por la puerta de un cortijo que hace las veces de tienda donde sentado en un poyete, un hombre bebe una gaseosa. Para ponerme los dientes largos suelta un eructo que casi llega a espantar a mi mula. No quise gastar más que lo que me costó en el horno los dos panes que compré, pero aquella gaseosa que no quise comprar  la recordaré siempre.  

Y el trigo que mi padre y yo sembramos aquél año, el que antes de lanzar él al aire la primera simiente, miró al cielo y dijo “En nombre sea de Dios”, quedó presto para llevar los ases a la era, pero no a la del cortijillo, sino que ese año fue transportado hasta las eras del pueblo en un camión, que había que verlo en su recorrido dando bandazos producidos por los desniveles del terreno en el rastrojo, sorteando zanjas y torrentes secos hasta salir al carril, lo que todo ello entrañaba muchísimo riesgo. El enorme volumen de la mies resistía los vaivenes y el traqueteo por palos muy largos puntiagudos que rodeaban todo el perímetro de la caja de carga del vehículo.  Recuerdo el calor reinante del mes de julio que mezclado con el que producía la temperatura que emanaba el motor del camión y  junto con el fuego que despedía el metal de sus chapas, hacía que dentro del compartimiento de la cabina fuese un infierno.  Aquél aguerrido conductor, el que lamento no recordar su nombre, sé que fue uno de los hermanos Mozas. Sirva este escrito para homenajear a estos hombres que duermen en el anonimato, los que barcinaban las mieses hasta las eras de nuestro pueblo con sus camiones jugándose su patrimonio y sus vidas. 

Queridos amigos, todo esto que cuento lo hago en primera persona porque lo viví “estudiando” en la Universidad del Campo, época aquella en la que aún no habían inventado el  botellón. Agradezco a su inventor el retraso en patentarlo.