Hace unos meses estuve de entierro en un pueblo cuyo nombre
me reservo porque puede que esta mi narración, llegue a alguien de allí y se
pueda molestar.
El funeral era a media mañana. Minutos antes de la hora del
sepelio allí estaba yo sentado en uno de los bancos del templo junto con mi
amigo y antiguo compañero de trabajo Silvestre. “Silver”, que así gusta que le
nombren es natural del pueblo que trato de ocultar. La iglesia muy espaciosa,
apenas a esa hora estaba poblada de gente, sólo un puñado de personas nos
encontrábamos repartidas por entre los innumerables bancos de la nave, por lo
que pensé que el finado, padre de un compañero de trabajo, no sería una persona
muy apreciada en ese pueblo.
El sacerdote salió a recibir el féretro e instantes después
fue colocado el ataúd como es perceptivo delante del altar mayor. Los
familiares dolientes se sentaron en la primera bancada donde según mi amigo
acabadas las exequias era costumbre pasar de uno en uno a testimoniar el pésame.
Desde que el clérigo inició la ceremonia y hasta poco antes de la consagración
religiosa observé cómo en esa media hora fueron entrando sin parar gente en la
iglesia hasta llegar a cubrirse el total de todos los bancos. Hecha esta
observación en voz baja a mi amigo sobre la falta de puntualidad y de respeto
hacia el fallecido y su familia por parte de los que llegaban tarde, este me
dijo que esto no era nada comparado con lo que estaba por venir.
No se equivocó. Minutos antes de terminar el funeral, por la
puerta lateral de la iglesia una riada de gente entrando casi en tropel en el
templo fueron situándose en el fondo de
la nave ocupando todo el pasillo lateral para ser ellos los primeros en dar el
pésame a los familiares. El cura tuvo que interrumpir el funeral en una ocasión
pidiendo silencio y respeto a los que acababan de inundar el templo que
hablando entre ellos originaban un runruneo que le impedía al sacerdote
continuar con la ceremonia. El ruido de estos murmullos se mezclaba a veces con
el del sonido de algún móvil aumentado su volumen por la acústica del templo.
Antes de terminar la liturgia, la iglesia se llenó a rebosar, puesto que de
igual forma, ahora, entraban gentes tanto por la puerta lateral como por la
principal, intentando todos con descaro aproximarse lo más posible adonde se
encontraba el séquito del duelo para no tener que esperar mucho y terminar lo
más pronto posible en detrimento de los que estábamos allí antes del comienzo
del funeral. ¡Qué falta de respeto, me dije! “Los últimos serán los primeros,
dijo el Señor”, y estos, creyentes o no,
lo llevaban a la práctica.
“Donde fueres haz lo que vieres” es un refrán que aconseja
adaptarnos a las costumbres y hábitos del lugar en el que estemos, pero
créanme que si llegara a vivir yo en ese
pueblo, o si tuviera que acudir allí a otro sepelio no llegaría a adaptarme a
esa costumbre, sino que iría como esta vez fui, a la hora del entierro, y
después, una vez estando en la iglesia trataría de guardar la compostura y el
respeto que merece el lugar, el finado y sus familiares.
Las costumbres siempre vienen de atrás y no tienen una
explicación lógica sino que se van estableciendo poco a poco con el paso del
tiempo, pero esto que relato no es una costumbre, sino desde mi punto de vista,
una muy mala costumbre.
Lo narrado es una práctica establecida en un pueblo que como dije al principio no
quiero escribir su nombre porque puede
que mi opinión llegue a alguien de allí
y se pueda molestar y no es esta mi intención. Por otro lado, si esto ocurre en
otro lugar y alguien se siente identificado, he de indicar, que cualquier
parecido con la realidad puede que a lo mejor… tal vez, sea pura coincidencia.
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