domingo, 13 de enero de 2013

EL ADIÓS A UN MAESTRO DE ESCUELA. EL ÚLTIMO ADIÓS AL HIJO DE MI MAESTRO.

Escrito el día de su entierro.

Querido maestro:

         Hasta aquí, mi residencia lejos de Torredelcampo, me han llegado esta tarde los ecos tristes de las campanas de nuestro pueblo. Campanas las nuestras -como ya dije en otra entrada de este blog- que saben llorar y de qué manera, cuando lloramos, acompañándonos en nuestro dolor con sonidos lentos y tristes que invitan al sollozo. Ellas, siguen derramando desde la altura su eco lastimero que el viento hace llevar y mecer hasta los más recónditos rincones, cuando alguien se nos va.  Hoy su sonido es más triste aún. Tocan a muerto por un maestro de escuela, por el hijo del que fuera mi maestro, por don José Rubio.
         Hoy, antes de darte mi adiós definitivo he querido dialogar contigo. Lo hago tuteándote, porque tú sabias que el respeto que me infundías me obligaba a no utilizar este tratamiento, pero por ser esta la última vez que converso contigo, no me creas por ello un irrespetuoso.
         Recuerdo nuestra última conversación por teléfono unas semanas antes de la Feria. Estabas convaleciente, internado en un hospital de Granada. Yo te animé, y te dije que como otros años nos veríamos en la Procesión de Nuestra Patrona Santa Ana. La charla fue corta, pero no noté señal alguna de falta de discernimiento en tus palabras, ni que las mismas bordeasen ni una sola vez el mundo brumoso de la sandez o el despropósito.
          Faltaste a tu cita en la procesión, y yo también, pues el día de Santiago sin esperarlo, es decir de sopetón, me invitaron a ser huésped de un hotel aquí en Madrid, de las mismas características que en el que tú te alojabas en Granada. Unos de esos tantos hoteles donde el personal para más señas va uniformado de blanco. Mis vacaciones allí fueron cortas, las tuyas duraron más. Después te llamé a tu móvil en repetidas y reiteradas ocasiones, y siempre obtuve un silencio como en el que a partir de hoy gozarás para siempre en tu nueva morada.
         Sé querido don José, que otros podrán glosar tu figura con mucho más mérito que yo, aquellos más entendidos en dibujar la palabra con las letras, y otros también, los que te hayan acompañado en el día a día durante el tiempo que duró tu recto peregrinar en este mundo, pues yo al llevar ausente más de dos tercios de mi vida viviendo en tierra prestada fuera de nuestro pueblo, eso, me impidió haber ocupado una parte de tu vida personal, cosa que lamento.  Sin embargo, debo de entender, que ahora estarás más cerca aún de todos los que te conocimos, pues la muerte es solo un paso a un mundo, al cual todos llegaremos un día.
         Espero que ahora estés, en el lugar adonde van las buenas personas como tú lo has sido. Yo, mientras tanto, seguiré haciendo méritos para algún día reunirme contigo, y si allí hay escuela, dile a tu padre que deje un pupitre vacío para cuando a mi me llamen, pues prefiero su escuela o la tuya, aunque tenga que beber leche en polvo como la que nos daban entonces en el colegio.
         Hoy cuando te han dado sepultura me han dicho que la tarde ha sido fría, como muchas del invierno que nos envuelve, al igual que aquella tarde parda y fría de don Antonio Machado, que en homenaje a ti quiero recitar:

Una tarde parda y fría de invierno.
Los colegiales estudian.
Monotonía de lluvia tras los cristales.
En la clase. En un cartel, se representa a Cáin fugitivo, y muerto Abel, junto a una mancha de carmín.

Con timbre sonoro y hueco, truena el maestro,
un anciano mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón.

Una tarde parda y fría de invierno.
Los colegiales estudian.
Monotonía de lluvia tras los cristales.

         Ahora, se habrá hecho silencio en tu escuela. En aquella desaparecida del Caminillo que heredaste de tu padre, mi siempre recordado maestro don Jacinto. Sé que hoy estarás gozando de su compañía, y que tal vez ya le hayas hablado de mí, de aquél alumno que sigue recordando aquella vieja escuela de pupitres bipersonales, de asientos abatibles con el tablero inclinado, donde recibíamos parte de la enseñanza a golpe de cánticos como en la escuela de Machado: Dos por dos cuatro, dos por cuatro ocho. Y los días de la semana son... y los meses del año, empleando para ello aquél soniquete tan especial.
         Le habrás dicho a don Jacinto que ahora las cosas por aquí no andan nada bien, incluida la enseñanza, y que aunque es cierto que a la hora de sumar, de veinte nos seguimos llevando dos, hay algunos que se quedan con las dieciocho restantes. Son los de siempre.
         Adiós don José. Este año como todos los años te buscaré en la procesión de nuestra Patrona Santa Ana, o tal vez releyendo tu pregón, donde comentabas aquellas romerías muy pobres de nuestros tiempos, de tan solo bota de vino colgada al hombro, y de sombreros de paja trenzada.
         Adiós amigo, pues aunque poco nos hemos tratado, se que compartíamos muchas cosas, entre ellas dos muy importantes: la de sentirnos orgullosos de ser torrecampeños, y otra, la de la fe en nuestras creencias religiosas.
         En la esperanza de que estés allí donde mereces, no me queda nada más que, desde la lejanía, situarme en la ermita, e implorar a los pies de Nuestra Patrona Santa Ana para que te enseñe y te guíe a encontrar el camino hasta donde está el Padre. Seguro que ya estarás con Él.
Descansa en paz. Que así sea.