El día otoñal era muy apacible. Un vientecillo membrillero
cargado de oro viejo iría pintando, supongo, sin ninguna prisa, de amarillo
lánguido las hojas de los árboles de hoja caduca que se dejaran acariciar por
él.
En el horizonte, a las dos de la tarde, una bruma sucia impedía ver con nitidez más allá de aquella gris bufanda que abrigaba los olivares a lo lejos, mezcla tal vez de algunos humos perezosos de fogatas de varetas que dormitaban en los llanos y cañadas antes de disiparse.
En el horizonte, a las dos de la tarde, una bruma sucia impedía ver con nitidez más allá de aquella gris bufanda que abrigaba los olivares a lo lejos, mezcla tal vez de algunos humos perezosos de fogatas de varetas que dormitaban en los llanos y cañadas antes de disiparse.
Cerca de donde pude aparcar mi coche, la gente fluía toda en una sola dirección dando por seguro de que
nadie repararía en los detalles que acabo de describir, y es que la ocasión
merecía no distraerse en cosas intranscendentes puesto que el único objetivo
era dar gusto al paladar compartiendo mesa y mantel con quinientas veinte
personas, cuyo requisito indispensable establecido para ejercer como comensal
era tener más de sesenta años, estar jubilado o ser pensionista, y yo, superado
más que suficiente el mínimo establecido me uní junto con mi mujer a este
colectivo de torrecampeños/as dispuestos a confraternizar en una comida de
hermandad organizada por el Ayuntamiento de Torredelcampo.
Y allí, en el restaurante Torre de los Llanos habilitado
supongo para albergar esta ingente cantidad de personas, pude contemplar a
muchos/as de mi generación que no veía desde hace muchísimo tiempo, tal vez
desde que dábamos vueltas y más vueltas en la plaza de nuestro pueblo cuando
éramos mozos. Noté en más de uno/a una mirada cálida y sincera al reconocerme,
mirada que yo correspondía con una sonrisa al haberlos identificado. Me alegré el
ver a aquél que de niños nos zurramos los dos jugando a las bolas, y al que
cogía carrerilla y se iba de la escuela aprovechando cuando don Jacinto escribía
en la pizarra, y a aquella que siendo un primor de niña, sigue estando
revestida hoy a pesar del paso de los años con la misma aureola y garbo que la
naturaleza le dotó desde su nacimiento.
Éramos todos los que allí estábamos de la generación de la
posguerra. Todos engendrados cuando no habiendo televisión ni radio, ni tampoco
móviles, nuestros padres era normal que buscaran alguna forma de distraerse.
Fuimos una generación que supimos unir
pasado y futuro, la que enterramos los odios de aquella incivil guerra.
Generación la nuestra de penurias y privaciones, de éxodo obligado, de
cartillas de racionamiento, de estraperlo, de hambres, y no sólo hambre de pan,
pues había otra hambre que estaba proscrita. Éramos los que allí estábamos, la
generación de la paz y del progreso.
Y allí nos encontrábamos hoy, disfrutando de una comida
diferente a aquella que repartía Auxilio Social en nuestros tiempos. Hubo cómo
no, hasta mariscos, y esto me dio paso a recordar cuando en mis tiempos aquél que comía mariscos, decían,
era porque uno de los dos estaba malo. Dije esto a los más cercanos a mí que no
eran otros que las máximas autoridades locales, mesa la nuestra situada en el
epicentro de la nave. Un honor para un torrecampeño tan humilde como yo el de
compartir mesa y mantel con el gobierno local.
La organización en todo estuvo impecable. Un diez para la
organizadora de este evento a la que observé que no disfrutó de la comida lo
suficiente dado que estaba siempre pendiente
a los reparos de todo lo que acontecía. Acomodar a quinientas veinte
personas y que todo salga bien es para decir chapó a Paqui Alcántara Godino y a
las asociaciones de mayores que contribuyeron con ella a acomodar a tantos asistentes. Quiero resaltar el trato exquisito del personal del servicio del
restaurante, atento en cada mesa a los requerimientos de los comensales, donde
la comida y la bebida llegaban siempre en el momento preciso. Por cierto, todo
muy rico y de buena calidad. A los postres, después de degustar unas gachas
torrecampeñas, típico plato en estas fiestas que se avecinan, con
el "sorbito de champán" de Juan y Junior,
canción esta evocadora de recuerdos de aquél ayer, dio paso a los brindis
y oír al Duo Arpes, a Juan y a Paco interpretar
melodías de aquella época y de otras más contemporáneas.
Calculé que la media de edad de todos los concurrentes seria
de setenta años, que multiplicado por el número de comensales da la friolera de
36.400 años repartidos proporcionalmente en cada una de las mochilas que todos
llevamos a nuestras espaldas. Impresionante la cifra resultante. Y allí los
dejé bailando. Por esta vez, las “dolemas” y los “recotines” quedarían
aparcados para otra ocasión. La media de cuatro pastillas diarias, más de dos
mil que tomaríamos, paliarían los efectos de muchas de nuestras patologías.
Me gustó tanto este acto que el año que viene pienso repetir,
pero eso sí, no faltéis ninguno porque pasaré lista.
Un bolero sonó cuando abandonaba el local. Yo soy poco
bailongo y por eso me ausenté, porque he de confesar que nací sordo de los
pies. Como veis nadie es perfecto.
Un abrazo para todos/as los que allí estuvisteis, abrazo que
hago extensivo a los que no pudieron asistir por distintas razones.
Antero Villar Rosa
Gracias Antero por este recuerdo que literariamente hablando es sutil, ligero, comprensible, dulce, armónico y cohesionado. Para mi, como Concejala suponen un halago tus palabras y te agradezco de corazón el gran regalo que es inmortalizar un día tan especial para muchísimos torrecampeños.
ResponderEliminarGracias amiga. Lo que reflejo son unas breves pinceladas de lo vivido por mí ese día. Fue un placer haber estado con los mios, con la generación de la paz y el progreso.
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