sábado, 4 de mayo de 2019

LA FLOR, LA ABEJA, Y EL JILGUERO (Fábula)


LA FLOR, LA ABEJA Y EL JILGUERO. (Fábula)
(Si traes algo al monte, llévatelo a tu regreso. El monte no admite regalos. Protege y venera el legado de tus antepasados.)

Amanece en la sierra. Detrás de las siluetas del cerro los Morteros y Reguchillo, un por ahora incipiente anaranjado  resplandor, anuncia la llegada del nuevo día  y va escondiendo  las sombras en el cerro Miguelico, sombras  que huyen despavoridas, medrosas estas por unas palmas de nublos aborregados que el pintor del alba va encendiendo en el cielo con la lumbre del amanecer.  

El silencio que envolvía el monte sólo alterado durante  la noche  por el susurro de los pinos al mecerse ante las caricias de alguna ráfaga de aire, y por el graznido a veces de alguna rapaz  nocturna, ahora, cuando los grillos ya se han acostado, el monte vuelve a la vida.  El canto y el piar de las aves anuncian un nuevo día y con sus trinos, el monte Miguelico tamizado de flores abrileñas hace que estas se desperecen.

En una de las laderas del monte, entre los surcos  formados por un duro barrizal, una flor cónica de un azul intenso intenta sobrevivir expandiendo su agradable aroma. Una abeja con su característico  runruneo se acerca a ella para succionar su néctar. Un jilguero de cara roja y antifaz negro se mece en un cardo a escasos metros entonando su agradable repertorio con sus afilados trinos.

-¡Hola flor! – saludó el jilguero.
-Buenos días jilguero. Gracias por tu canto tempranero. En botánica me llaman Muscari racemosum, pero aquí, muchos, sobre todo las personas mayores, me conocen por Serenico.
-A mí, se me conoce por jilguero, pero los habitantes de este lugar me llaman Colorin.
-¡Que cosquillas me haces abeja! ¿Cómo te llaman a ti? –preguntó el Serenico mientras la abeja succionaba el dulce de su néctar.
-Desde siempre me llaman abeja, pero pronto se olvidarán de nosotras porque cada vez somos menos. Los plaguicidas, la contaminación y los adelantos tecnológicos del hombre nos están diezmando. A veces perdemos el norte y morimos porque no sabemos regresar a nuestras colmenas.
-¡Qué quieres que te diga! Mira donde me encuentro yo, entre los surcos producidos por esas máquinas infernales que los humanos llaman motos. –exclamó el Serenico mientras observaba como una hormiga llevando una abultada carga  intentaba subir con ella por las escarpadas y lisas paredes de las rodadas.  
-Si hubieses nacido cerca de aquí, en el Monumento Natural de la Bañizuela,  tu vida no peligraría. Es un bosque protegido por los humanos para que no entren los humanos. Sólo lo hacen en visitas guiadas. –señaló el Colorin.
-Los humanos son unos depredadores. Hace poco celebraron aquí la Fiesta de la Primavera y dejaron todo sembrado de plásticos, envases, y toda clase de desechos, teniendo lugares ubicados para haberlos depositado. Además, últimamente  se están cometiendo actos de vandalismo en el monte y no sé qué es lo que ganarán con ello. Es difícil de entenderlos. –apostilló la abeja.
- ¡Qué pena, y qué condena la mía! Vosotros podéis volar y vais de un sitio para otro, mientras que yo como otras plantas vecinas estamos aferradas a la tierra que es nuestro sustento. Nacimos en el monte, libres,  pero estamos sucumbiendo  por culpa de los hombres que se salen de las leyes que ellos dictan. Es de suponer que tendrán veredas y caminos establecidos para circular con sus motos, y sin embargo…cualquier día moriré y morirán conmigo los bulbos de mi descendencia aplastados por las ruedas de tan  ruidosas máquinas que campean a su libre albedrio. -intervino el Serenico acongojado.
-Yo sé que tienen normas constituidas para vigilar y resguardar la legalidad, pero tal y como son los humanos haría falta un gendarme para cada uno de ellos. Creo que todo es  por falta de educación y de disciplina. Deberían de copiar de nosotras las  abejas. Bueno, ya me voy. Gracias Serenico por tu néctar, y gracias a ti por tu agradable concierto, amigo Colorin. Adiós.
La abeja se marchó rauda a llevar el néctar a su colmena mientras que el jilguero entonó otra partitura. Su colorido plumaje se veía ahora acrecentado con los destellos de  los primeros rayos de sol que bañaban ya al cerro Miguelico. Cuando Colorín paró de cantar, dijo:
-Será muy difícil concienciar a los humanos,  aunque he visto a niños que junto con sus profesores han venido al monte a limpiar todo lo que los mayores contaminan, y de cómo les enseñan a estos niños a amar a la herida Naturaleza. Es este el mejor modo de concienciar a las futuras generaciones.  La educación de los padres y su ejemplo será determinante. Tal vez el monte dentro de muchos años vuelva a ser como aquél que nos contaron nuestros abuelos...
Un ruido muy conocido por  Serenico interrumpió su conversación y el piar de algunos pajarillos que huyeron despavoridos.
-Rum,rum, rum.
-Ya están aquí. Tal vez hoy sea mi último día. –exclamó Serenico todo angustiado.
-No temas, la piedra que está cerca de ti te protege. Yo me voy a mi oasis de la Bañizuela. Adiós Serenico, que tengas mucha suerte. Todos la necesitamos.
El ruido de una motocicleta inundó el llano de Santa Ana. Esta vez su conductor se apeó cerca de la ermita y se dirigió hacia ella. Una de sus  plegarias a Santa Ana seria por la de un mundo más justo, más humano, más civilizado, y  más amante del planeta Tierra que habitamos.
Si el motero no imploró por ello a nuestra Patrona, lo hago yo, -este que escribe- en nombre de Serenico, Colorin y la abeja, seres vivos de los que debemos tomar ejemplo y proteger.
Y ya sabes: Si traes algo al monte, llévatelo a tu regreso. El monte no admite regalos. Protege y venera el legado de tus antepasados.
Con el deseo de una ¡FELIZ ROMERIA!, me despido hoy de ti y de todas las buenas gentes de mi pueblo. Sed felices.