miércoles, 20 de enero de 2021

VIVIR LA NAVIDAD EN UN HOSPITAL.

 

VIVIR LA NAVIDAD EN UN HOSPITAL.

Una neblina envuelven las anochecidas céntricas calles madrileñas. Algunas diminutas partículas de lluvia chocan contra los cristales de mi coche. El rojo de un semáforo me impide avanzar. A través de la ventanilla, a mi derecha,  pixelado por las gotas, se reflejan los destellos de colores de las luces navideñas en el cristal, y  observo aunque difuminado el edificio del Hospital de la Princesa en la calle Diego de León. Contemplo la luz que irradian muchas de las ventanas donde en cada una de  este viejo mastodonte sé que se estará viviendo la Navidad de forma distinta a lo que muchos de los pacientes y acompañantes deberían tener programado fechas atrás.

Entre la espesa circulación de las primeras horas de la tarde-noche continúo conduciendo y pienso en lo triste que debe de ser vivir unas navidades en un centro hospitalario. Si es duro en cualquier fecha del año, en estas tan entrañables será mucho más doloroso, agravado todo ello por los recuerdos familiares y la sobredosis de nostalgia que eso conlleva. Yo he vivido etapas de paciente y acompañante en hospitales ¿quién a mi edad no?, y cuando ello ha ocurrido, desde la ventana, observaba  a veces el devenir de la gente y el tránsito de vehículos teniendo la aparente convicción de que el dolor de los que allí estábamos seria ajeno a los que dentro de unas horas llegarían a estar en sus hogares disfrutando del calor de la familia. Hoy, pienso que alguno repararía en esto lo mismo que ahora  lo estoy haciendo yo.

Pensando en todo ello, más adelante, casi escondido entre la bruma, como un gigantesco ovni, aparece iluminado el Piruli al que contemplo de soslayo mientras  maniobro para dejar el carril libre y darle paso a una aullante ambulancia a la que veo entrar rauda al poco de adelantarme, en el complejo hospitalario Gregorio Marañón. Nunca quisiera volver a entrar  de nuevo en la sala de espera de urgencias de este hospital, pues si aquella vez sin haber pandemia las ambulancias se sucedían cual si hubiese una guerra, me la imagino cómo estará en estos momentos.

Enfilo la Avenida del Mediterráneo con dirección a casa. Paso por encima de la M-30 que a estas horas es un espectáculo  su contemplación ya que todos sus carriles incluidos los de las vías de servicio están taponados de vehículos con circulación lenta. Al menos seis carriles con un sinfín de luces blancas contrastan con las luces rojas de otros tantos  carriles que marchan en dirección contraria.

Retomo mis primitivos pensamientos y de nuevo penetro en cualquier supuesto hospital en el que no faltará nunca ese paciente solitario huérfano del grato calor humano de la familia, aquél que nunca llegará a percibir  postrado en su lecho la calma afectiva de una caricia,  la de la voz cariñosa del hijo, o la del familiar acompañante. Lástima.

Las cigüeñas que en las proximidades del rio Jarama se refugian al calor de las luces que alumbran la autopista de la A3, me vuelven a la realidad. En cada farola en las proximidades del rio hay una o dos de estas zancudas aves. Antes emigraban, ahora llevan años que no lo hacen.  Según cuentan desde que los niños dejaron de venir de Paris. El cambio climático, tal vez. Todo está cambiando.

Estoy llegando a casa. El Hospital del Sureste aparece iluminado en un altozano cuando dejo la autopista.  Este es el de mis primeros auxilios. Podía contar de él muchas cosas, pero el motivo principal que me ha llevado hoy a escribir acerca de los hospitales es porque quiero que este escrito sirva de aliento a la gente que por circunstancias viven estos días tan entrañables dentro de un centro hospitalario, bien como pacientes o como acompañantes, y de manera muy especial a todos los de nuestro pueblo que pasan en estos momentos por esta situación. Ánimo a todos ellos, todo es cuestión de esperar.

La palabra “esperar” es hoy el vocablo más utilizado. Esperar a que termine la pandemia. Esperar a que el  enfermo se recupere. Esperar a  encontrar trabajo. Esperar para poder abrazar a nuestros seres queridos. Esperar para vivir nuestra romería, nuestra Semana Santa, y nuestra feria Sí, todo será cuestión de esperar. Yo sigo esperando que termine de una vez este año al que ya le quedan pocas horas para poder volver a nuestro pueblo, pero de momento como ahí decimos: Sigue la corta en el olivar.

Felicitación:

A ti que te he entretenido con mis escritos durante este último año, a ti también, al que tal vez te haya aburrido o desencantado con algunos artículos de los que este caduco septuagenario plasma en este portal, a todos, pero sobre todo a toda la buena gente de mi pueblo os deseo de todo corazón un venturoso y Feliz Año Nuevo.

martes, 19 de enero de 2021

ALCAPARRONES CON LA NIEVE



 

ALCAPARRONES CON LA NIEVE.

Alguien dijo: La nieve es un intento de Dios para hacer que el sucio mundo  que habitamos parezca limpio.

A media tarde, a través de mi ventana, vi como caían los primeros copos de nieve mientras reparaba en la gente que transitaba en la calle  presurosa y alborozada dado que este fenómeno meteorológico es muy poco frecuente aquí en  mi tierra adoptiva madrileña. Cuando el manto negro de la noche envolvió a la ciudad, esta, ya estaba arropada con una gruesa sábana de algodón blanco, y en la calle, ahora desierta, muy de tarde en tarde solo transitaba algún que otro arriesgado conductor que en ocasiones dejaba las huellas en diagonal de los neumáticos  en el inmaculado y níveo suelo, propio en este caso por la desobediencia del vehículo al patinar sobre el peligroso y helado pavimento.   

Antes de acostarme observé como la nieve caía con más intensidad. Miré al lechoso cielo que derramaba un sinfín de copos que bailaban en el aire un vals  silencioso antes de abrazarse y solidificarse apretujados después de su caída. Traté de seguir hasta el suelo a más de uno si conseguirlo al mezclarse con otros, lo mismo que ocurre cuando se entrevera la gente  en una estación de metro a las siete de la mañana. Después, sacudí la nieve de los tallos del jazmín torrecampeño que año tras año sobrevive en mi terraza, y me pregunté si resistirá. Creo que sí, es un buen guerrero, pues ha soportado dos danas, una de ellas de pedrisco además de esta pandemia que estamos sufriendo. Esto último no creo que le llegue a afectar, pues vive enclaustrado, y su dueño siguiendo sus consejos, sale muy poco al exterior. Como debe ser.       

Al día siguiente, cuando me asomé afuera, un silencio de camposanto envolvía el barrio. Nadie transitaba por las calles debido a la espesura de la nieve caída  que a esas horas aún continuaba cayendo. La carnicería, y la pastelería que están frente a mi casa permanecían cerradas. Vi luz en uno de los bares y supuse que estarían atendiendo a su clientela por la vereda fabricada de pasos en la nieve hasta llegar hasta allí. El chino haría su agosto  vendiendo pan, pues imaginé que la gente hoy no demandaría  refrescos ni los niños chucherías.

Después de una semana, hoy, las calles se asemejan a una ciudad sitiada que ha sufrido un bombardeo, como las que vemos en las películas. Montones de nieve sucia se acumulan a un lado y a otro de las calzadas y de las aceras. Placas de hielo levantadas del suelo se aglomeran en esos montículos y  parecen a trozos de tabiques como producto de ese supuesto bombardeo. Hay edificios protegidos con cinta policial para no pasar por el peligro de desprendimiento de hielo de los tejados y por los carámbanos que como cuchillos puntiagudos cuelgan de los edificios lo mismo que estalactitas amenazando con caer. La temperatura aquí donde resido, el termómetro ha llegado a marcar  menos 16º. El súper más cercano, cual si hubiese habido una catástrofe nuclear estaba desabastecido el día que fui, pues había estanterías de productos básicos como la leche totalmente desangeladas. Me acordé de esos sacrificados camioneros que durante días han estado en la carretera paralizados por la nieve. Mi máximo reconocimiento siempre a este colectivo.

En situaciones así, no me vendría mal acercarme hasta  nuestro pueblo donde ya florecen los lirios que nos ha mostrado Juan Real. ¡Qué belleza! Pero la nieve, mezclada con las restricciones por la pandemia no aconseja ir hasta allí, y creerme que lo siento, aunque pensándolo bien, siempre hay otra manera de viajar, y no solo con mis recuerdos, como muchas veces hago. Puedo llegar hasta allí a través de los sabores y hasta con los olores. Me explico.

Tengo la buena costumbre cuando estoy en el verano en nuestro pueblo, el encargarle a un profesional y verdadero artesano en el aderezo de los alcaparrones unas garrafas, y de ellas, siempre dejo una hasta llegado el invierno. El final del indulto a este recipiente le llegó hace unos días. Al abrirla, el olor característico del agua de los alcaparrones bañó mi cocina con la fragancia tan peculiar de este fruto, y dio pié este hecho para que cerrando mis ojos  llegara a trasladarme de inmediato hasta nuestro pueblo donde me vi sentado en una terraza disfrutando ante una cerveza y un plato de este fruto en animada charla con  unos amigos en el fresquito de cualquier noche veraniega.

Cuando mis glándulas gustativas saborearon esta exquisitez de fruto tan estival y tan nuestro, ello, me volvió a situar delante de una alcaparrera de las muchas que había asilvestradas en nuestro término, donde en mi ensoñación recordé la grata y placentera fragancia que emanan las flores de esta planta y hasta quise percibir el zumbido de las hacendosas abejas mientras sorbían su néctar.

Hoy, no al fresquito de la noche en una añorada terraza de nuestro pueblo estoy disfrutando de un plato de alcaparrones en mi casa acompañado de mi mujer y de un vino excelente que como consecuencia de sus efluvios, creo que ha sido él y no yo, el culpable de que escribiera hoy esto. Mientras lo hago, en la calle y en los tejados, sigue la nieve caída hace una semana sin derretirse como consecuencia de una temperatura tan gélida que araña la cara.

Al margen de esto, los medios de comunicación se hacen eco de que al bicho le gusta mucho nuestro pueblo y se quiere instalar allí. Dicen, que nuestro alcalde le ha negado el derecho de empadronamiento. Tú, debes de colaborar no permitiendo que entre en tu casa como okupa o se haga vecino tuyo.

Cuidaros mucho.

 


 

EL REGALO A MI NIETO EL DIA DE REYES.

 

EL REGALO A MI NIETO EL DÍA DE REYES.

Cuento.

 Una oliva le narra a mi nieto su historia. Es la cronología de cualquiera de los millones que figuran en el paisaje torrecampeño. Le cuenta además, la difícil situación que atraviesa hoy el olivar.

En la foto, mi nieto Daniel.                                         

Era verano y encontrándonos en el pueblo, a sus diez años, mi nieto Daniel ansiaba desde hacía mucho tiempo llegara el día en el que le mostrase el paisaje torrecampeño tan distinto al madrileño de su tierra natal, y cómo no, el olivar plantado por mí y su bisabuelo del que tanto le había hablado. Hoy, íbamos hasta él a cortarle las varetas. Habíamos madrugado para así disfrutar  de las refrescantes temperaturas mañaneras de los últimos días del mes de agosto.

 Desde que comenzó el viaje y desde la salida del pueblo, por el brillo de sus ojos deduje el entusiasmo que le producía ver todo el paisaje cubierto de olivares que se perdían a lo lejos entre una sucia neblina en el horizonte. Enfrascado en la contemplación de este bosque infinito, solo habló para decirme:

–Abuelo, es como el mar, en el que llega a perderse la vista en el horizonte viendo tanta agua, y aquí, son los olivos los que se juntan en la lejanía  con el cielo.

–Cierto. Alguien lo identificó como un mar de olivos  –le respondí con una sonrisa.

Llegado al olivar dejé el carril alquitranado y me adentré con mi 4x4 en él. Lo aparqué al resguardo del sol  que ya apuntaba a la sombra alargada  de una oliva, y siempre como es mi costumbre mirando a la salida. Después de un rato de trabajo, hicimos un alto para beber agua pues aún era pronto para el bocadillo. Daniel aprendió rápido, ya que al poco de ver como yo cercenaba las varetas de cada uno de los troncos, se atrevió a desvaretar una  y la verdad que lo hizo muy bien, para gozo de este abuelo. 

– Abuelo, ¡qué frondosa es esa oliva! –me dijo  señalando una de tres patas a la que nos dirigíamos a descansar.

– ¡Qué listo y observador eres! –le respondí para agregar después –Sí, es una gran oliva, además era la preferida de mi padre, tu bisabuelo, y quiero confesarte un secreto que debe de quedar entre los dos, y es que esta oliva habla, pero solo a los que llevamos la sangre del que la plantó. Es una oliva mágica, ya lo verás, pues el principal motivo de traerte hoy aquí ha sido para darte a conocer a ella. Ven, sentémonos cerca de su tronco y haz como yo, acaricia sus ramas para que ella nos identifique, y a ti, a partir de ahora.

Mi nieto me miró y por la expresión de su rostro deduje que le estaba gastando una broma. Al instante, después de que tomaros asiento junto a su tronco, recogí con mis dos manos unos tallos de una de las ramas de la exuberante oliva, y cuando observé que mi nieto también hacía lo propio dije:

–Señora oliva, este niño que ves aquí es mi nieto Daniel. Vive en Madrid y aunque distante, sé que vendrá a verte muy a menudo, lo mismo que yo lo vengo haciendo.  

Después de un corto silencio, una voz muy dulce, casi aterciopelada se oyó rompiendo la calma del olivar:

        – ¡Hola, Daniel!, –dijo la oliva.

        Mi nieto dio un respingo y buscó protección acercándose a mí abrazándome por la cintura.

        –No temas Daniel. Es una oliva mágica y con una memoria prodigiosa. Ella, como aquella primera vez conmigo, de seguro, te va contar su historia, escúchala, con ello aprenderás mucho.

La oliva continuó:

Daniel, ¿quieres saber mi nombre? Mi nombre… Pero… ¿qué importa mi identidad?  Sé que mi progenitor, tu bisabuelo, aquel que me dio la vida hace  muchos años se llamaba Francisco, aunque todos  en el pueblo lo conocían cariñosamente como Frasquito. En un hoyo realizado a base de azadón de un metro cúbico hizo mi cuna ayudado por un niño, el que hoy es tu abuelo. Después, dos vástagos verdes con muchas yemas, escogidos de mis antepasados picuales fueron enterrados en aquél foso, y de ellos broté yo, con suerte  en una tierra muy rica en nutrientes y apta para mi desarrollo. Durante mi niñez, recuerdo a Frasquito llevarme agua en los meses de estío para calmar mi sed puesto que mis raíces aún no habían profundizado en la tierra para buscar el jugo necesario para mi sustento; sus caricias arañando la costra cuarteada días después del riego me hacían cosquillas mientras me arropaba con tierra mullida, así hasta que comencé a dar mis primeros frutos y hacerme mayor. Supe que había alcanzado mi mayoría de edad cuando dejaron de llamarme olivilla y empezaron a nombrarme oliva, lo mismo que a mis hermanas que viven a mí alrededor. Así que como oliva se me conoce, y he de decir que me gusta este término y no el de olivo, pues me tengo por una gran señora.

Mi nieto, ahora, parecía más calmado potenciada su calma por la voz melodiosa de la oliva que continuaba con su diálogo.

–Son muchas cosechas las que tengo en mi haber, mis anillos de crecimiento que contabilizo en mis troncos y que no mostraré hasta el día de mi muerte, delatan que soy una oliva veterana, pero aunque las estadísticas me auguren muchas más cosechas, enfermedades que antes no se conocían como la Verticilosis y la Xilella Fastidiosa, pueden acabar con mi vida vegetal en cualquier momento, motivo por el que quiero contarte querido Daniel, lo más importante de mi biografía para dejar constancia de lo  vivido por mí  con el fin de que puedan servir estas mis vivencias a futuras generaciones.

La oliva hizo una pausa para de inmediato proseguir:

–Daniel, mi querido niño,…  continuo diciéndote que me alegraba siempre ver a tu bisabuelo Frasquito  por el olivar, aunque lo que más me molestaba era cuando después de la recogida de la cosecha, este,  me cortaba el pelo, dado que tenía que decirle adiós a muchas de mis ramas, mis hijas; era cuando la afilada hacha de mi progenitor me dejaba semidesnuda de mucha de la espesura habida en mi follaje. Lloraba en el silencio de la noche sintiéndome desprotegida y desarropada, a veces  hasta con tiritera, motivada mi tristeza por las incontables ramas cercenadas por la poda, hasta el punto que echaba de menos a  la lechuza que acostumbraba a posarse en ellas, y que siempre cuando esto sucedía buscaba otro refugio. Pero aquél disgusto no era óbice para que entrara en desánimo, pues pensaba que en primavera debía de procurar esforzarme para generar nuevos y vigorosos vástagos que supliesen a los caducos amputados que arderían a pocos metros de mí, siempre temiendo que el viento cambiase y me chamuscara con sus llamas. Qué guapa me veía, pues aunque parezca ser arrogante y presuntuosa, yo era la oliva más frondosa del olivar, la oliva donde tu bisabuelo Frasquito ponía el hato siempre que venía a trabajar, y yo se lo agradecía procurando darle buena sombra durante sus descansos.

Me gustaba sentir los resoplidos de las bestias bajo mi copa en su bregar removiendo la tierra y enterrando con ello a las malas hierbas mientras que el arado dibujaba un sinfín  de surcos sinuosos en besanas siempre diseñadas por tu bisabuelo. El azadón de mi progenitor cavando mis pies alrededor de mi tronco completaba la primera vuelta de arado. Más tarde, durante el periodo de floración, volvía de nuevo  la segunda vuelta  a la  que se le conocía como bina, con lo que con este trabajo se completaba el ciclo anual de roturar la tierra. Cuando con el azadón Frasquito me tapaba el surco que el arado dejaba en la parte baja de mi tronco, la tierra quedaba uniforme, sin hierbajos, pobre de terrones y casi aplanada, preparada para recibir las últimas lluvias primaverales y soportar los calores del verano. Recuerdo en ocasiones la frescura de la correhuela  que emergía en el olivar después de la bina pintando de campanitas blancas la tierra mientras que los arrullos de las tórtolas mezclado con el canto de cuco  inundaban el olivar. Era precioso, y me siento orgullosa de que la cruz de mi tronco sirviera para que nidos construidos por tórtolas con los pelillos absorbentes de mis raíces, me distrajeran muchos años con la música de sus arrullos mientras duraba la incubación y la cría de los pichones.

A últimos del verano Frasquito nos agasajaba con serones repletos de estiércol transportados con las bestias hasta el olivar, estiércol que era esturreado bajo nuestras copas sirviendo de fertilizante que se transformaba en alimento muy vigorizante cuando el motor primaveral de la savia comenzaba a fluir por nuestros vasos leñosos. Por ese tiempo de verano cuando los días eran ya más cortos Frasquito me cortaba las varetas de mi tronco, varetas que me servían de alguna manera para protegerme del tórrido sol de la canícula del verano, y que una vez despojada de ellas llegaba a refrescarme ya que dejaba de alimentar a estas ramas parásitas que ya no me valían. Después, con las primeras lluvias otoñales, cuando el zorzal y el petirrojo venidos de lejos llegaban a mecerse en mis ramas y el canto de la perdiz retumbaba en las cañadas, Frasquito con un rastrillo allanaba el terreno a toda la circunferencia de mi copa para que cuando madurasen las aceitunas  y algunas cayesen al suelo, lo hicieran en tierra planchada, despojada de hojarasca y guijarros para facilitar su recogida.

Frías mañanas invernales aquellas en tiempo de recolección cuando algunas veces la escarcha pintaba de blanco todas mis hojas e incluso la tierra parecía estar nevada, entonces, el olivar era visitado por más gente. Mujeres y niños sin importarles el frio, recogían las aceitunas maduras caídas en el suelo mientras que los hombres golpeaban mis ramas para que yo soltara los frutos que aún colgaban y que a consecuencia de los golpes mansamente caían en una lona. Debo de ser sincera, me lastimaban aquellos porrazos para desprenderme de las aceitunas, pues eso entrañaba a que muchos de mis tallos cayeran mutilados revueltos entre tantas aceitunas, pero lo tenía asumido, así pues, eran daños colaterales  que conllevaba la recolección. Con el transporte de las aceitunas envasadas en sacos de pita a la almazara a lomos de animales para transformarse en aceite, se terminaba el trabajo de todo un año.     

Después de más de cuarenta cosechas Frasquito, mi progenitor, dejó de visitarme y eso me entristeció, pero afortunadamente le sucedió su hijo, hoy tu abuelo, aquél que desde  niño  le acompañaba y al que educó  la manera tan profesional y cariñosa de tratarme, a mí, al igual que a mis hermanas, a pesar de que algunos años siempre motivados por fenómenos climáticos solíamos parir menos aceitunas. Lamenté que tu abuelo emigrara a otras tierras, pero siempre que volvía y sigue volviendo al pueblo me dedica una visita, detalle que le agradezco.

        El ruido de las ramas al agitarse como consecuencia de una ráfaga de aire detuvo momentáneamente el diálogo de la oliva. Después continuó:

–Querido Daniel, he de decirte que la situación actual del olivar es hoy muy diferente. La transformación habida en la agricultura a lo largo de los años, de todo ello, el balance que puedo hacer es positivo, aunque con algunos matices que reseñaré. Este año, el último de mi vida vegetal cuelga en mis ramas una cosecha importante. Las lluvias otoñales  cambiarán pronto el paisaje del olivar. El color parduzco del liquen seco bajo la superficie de mi copa  que ves ahora se irá transformando poco a poco debido a la humedad a su natural color verde sucio característico que me ayuda a proteger la cubierta vegetal del suelo. El invierno espero que sea muy lluvioso por lo que atesoraré el jugo necesario para una primavera prometedora y cómo no, para el caluroso verano.

Todo fue cambiando poco a poco a lo largo del tiempo. La afilada hacha para la poda fue sustituida hace muchos años por la ruidosa motosierra, y las ramas  de la poda son ahora trituradas o mejor dicho picadas por maquinaria especial para este fin, quedándose en el suelo  el serrín y demás residuos  como materia orgánica protegiendo  con ello la erosión y la humedad del terreno.  La yunta de Frasquito dejó de arar el olivar, y también el tractor que durante muchos años sustituyó a los animales. Se acabó el arar y el remover la tierra cavando los pies de los olivos, y he de señalar que con esta medida la tierra guarda más la humedad para mi sustento, y sobre todo está ayudando mucho a paralizar la erosión.  Echo de menos el estiércol, aunque todos los años distribuyen bajo mi copa abono granulado, pero no es nada comparable con el sabor y la riqueza en  nutrientes de aquellas putrefactas boñigas. El herbicida, un producto que nunca utilizó mi primer progenitor, lo utilizan mis cuidadores solo en el ruedo de cada una de las olivas que formamos mi familia, no así en las calles en las que  dejan crecer la hierba hasta que llegado un momento la desbrozadora da buena cuenta de ella quedando los despojos como abono, otra manera esta de ayudar al abonado y a la paralización de la erosión. La recolección con vibradoras y maquinarias más sofisticadas para derribar el fruto han contribuido a un menor sacrificio de tallos, puesto que las piquetas solo la utilizan para apurar algunas aceitunas que se niegan a caer en  mallas enormes que cubren además de los ruedos, las calles. La recolección ahora empieza en fechas más adelantadas que muchos años atrás, consiguiendo con ello una mayor calidad del aceite obtenido. 

He de decirte que desde siempre he sido y sigo siendo muy observadora, y me entristezco con los comentarios tan preocupantes que oigo últimamente de mis cuidadores, quienes auguran el final del olivar tradicional motivado por el bajo precio del aceite, puesto que no pueden competir con el del cultivo intensivo agravado asimismo por políticas impuestas por la Comunidad Europea en las que se deja importar aceite de otros países cuando aquí somos excedentarios, además de que desde tiempos de tu bisabuelo Frasquito, la agricultura ha sido siempre, y continúa siendo, la cenicienta de España, todo ello hace que yo me encuentre muy angustiada, hasta el punto que temo que mis cuidadores me abandonen. Malos tiempos para nosotras las olivas y para los agricultores que nos cuidan. Yo espero que cuando nuevamente nos veamos, la situación haya cambiado, y el menosprecio hacía la riqueza obtenida de nuestro fruto, el aceite, se vea valorado, ensalzado,  y honrado para que  siga estando presente en todas las mesas.

Nada más querido Daniel, se despide de ti esta humilde oliva con el sabor agridulce del futuro tan incierto que se nos ofrece, para todas las olivas, y la gente que vive del olivar tradicional.

        Mi nieto, ahora, hizo un movimiento tratando con ello de ver de dónde provenía la voz que hablaba sin conseguirlo, momento que aprovechó la oliva para despedirse.

Adiós, querido Daniel, espero verte pronto por aquí otra vez.

Después de que la oliva hablara se hizo un corto silencio que fue roto cuando le dije a mi nieto: 

–Daniel, como has podido escuchar, esta oliva no es una oliva cualquiera. Me han dicho que sus hermanas en asamblea recientemente la han elegido líder para que  fuera ella su representante, la voz de todas las olivas, por lo que ahora en el silencio de la noche se le ha escuchado decir:

<<Amigas, ante la situación tan grave que estamos atravesando, yo alzo mi voz para que desde mi olivar me oigáis no solo vosotras, las olivas de mi comarca, sino en general todas aquellas de nuestra Andalucía. Quiero que os mostréis orgullosas y arrogantes, bizarras y altaneras, nunca serviles ni desvalidas. Que no os vean desfallecer; tan solo,  cuando los grillos os acunen por la noche, entonces, contar a la luna vuestra desgracia, que ella alumbrará vuestras sombras con su farol amarillo, pero hablarle con mucho sigilo cuando el aire se haya calladoOlivas de Jaén, árboles centenarios, cuántas ramas de la paz han enarbolado en vuestro nombre quienes no os regaron con su sudor. Sí, mostraros orgullosas, arrogantes, bizarras, y altaneras para que nos os traten como a viejas madames, como aquellas que viven en las ciudades en barrios miserables, donde las gatas en los tejados pregonan por las noches su encendido celo. Lástima de  olivas de mi Andalucía con sus troncos plagados de cicatrices y hendeduras acumuladas por cada uno de sus centenares partos. Pobres olivas, siempre embaucadas por cortesanos y celestinas, pero nunca traicionadas por aquellos que se esfuerzan por alimentarnos día a día con su sudor logrando mantenernos frescas y lozanas para que cada primavera quedemos preñadas de frutos…>>>

Un ruido parecido a un trueno junto con el de un tropel de caballos  me hizo volver a la realidad. Todo había sido un sueño, interrumpido este por  los molestos e impresentables  vecinos del piso superior de mi vivienda que siguen con la práctica de arrastrar muebles junto con el repiqueteo de tacones durante las horas de descanso. Luego,  meditando el sueño, este que escribe, autor de esta fábula, no tuve por menos que unirme al manifiesto de esta oliva dedicándole estas palabras:

Señora oliva poco cortejada en estos tiempos, yo, admirador tuyo, fiel degustador desde siempre de tu rica esencia, con todo el respeto que me mereces y con el permiso de tu esposo, el olivo, al tiempo que me despido de ti, déjame abrazar tu tronco, pues sé que al sentir mi calor  envolverás con tus verdes ramas al jornalero que tú sabes fui una vez.  

Antero Villar Rosa

Pd. Queridos amigos, he alargado la narración para de alguna forma distraeros del confinamiento voluntario que como consecuencia del covid  estáis llevando a cabo  en nuestro pueblo. No sé si lo habré logrado. Cuidaros.