miércoles, 11 de diciembre de 2019

RECUERDOS GRISES ESCRITOS CON TINTA NEGRA




Escrito el 10 de diciembre, Dia Internacional de los Derechos Humanos
Dos viejos están sentados al sol en la puerta de su casa. Sus sillas de anea se asientan sobre la blanda tierra de la calle. Ella, toda vestida de negro teje con largas agujas una prenda de lana mientras mira de soslayo a quienes pasan por la calle sin que interfiera esto su labor. Tan solo  a intervalos para en el arte de urdir la prenda para ajustarse el pañuelo negro que le cubre la cabeza, o para ahuyentar a alguna pesada mosca. El abuelo con un pantalón remendado con varios parches donde la tela nueva se distingue del paño de la primitiva, saca de un bolsillo de su más que raída chaqueta una petaca de cuero y un librito de papel, y con mucha parsimonia se dispone a liar un cigarrillo. El brillo del cuero de la petaca refulge con el sol de media mañana y desaparece con las chispas que produce el pedernal al ser restregado con un instrumento que el viejo frota hasta conseguir encender la yesca que luego aviva con varios soplos.  Al poco, después de sostener el cigarrillo con sus amarillos dedos  achicharrados por la nicotina de tanto fumar,  algunas volutas de humo salidas de los pulmones del anciano se desperdigan calle abajo.
Un mendigo treintañero al que la falta una pierna va de casa en casa ayudado por unas muletas pidiendo limosna. La tela de la pernera libre de carne y hueso la sostiene con una cuerda en su cintura, la que le sirve a su vez de cinturón. Le acompaña una niña descalza y harapienta que sostiene una lata donde al andar suenan algunas monedas de poco valor. Van de casa en casa.
-¡Ave María Purísima! Una ayuda, por caridad -va suplicando el desgraciado.
-Perdone usted por Dios -se oye desde el interior de algunas estancias sin que sus dueños se dignen en salir.
 Unos niños que jugaban en la calle dejan de hacerlo y curiosos ellos, siguen al forastero indigente y a la niña. Cuando llegan los pedigüeños a la altura donde toman el sol aquellos viejos, el abuelo le pregunta sobre la pierna que le falta, y este le dice que la perdió en la guerra, aunque antes de responder ha mirado a un lado y a otro de la calle con temor a que alguien le pudiera estar oyendo. El anciano le ofrece un cigarrillo, y después de liarlo se lo da  encendido al pordiosero que fuma sosteniéndose ahora, no sobre sus muletas, y sí en los muros de la casa. La mujer que ha dejado las agujas y la lana encima de la silla, se adentra en la casa y aparece con un pan en la mano y se lo da al desgraciado mientras esta enjuga sus lágrimas. El abuelo trata de consolar al lisiado diciéndole que el galón negro que luce en su chaqueta y el luto de su mujer es por un hijo que murió en el frente, así que él también fue perdedor, lo mismo que su padre también lo fue en otro tiempo, en la guerra de Cuba, le dice. La niña desgreñada a la que ahora le cuelga un moco, ayuda a meter el pan en unas alforjas que lleva en bandolera su lisiado padre. Ambos dicen adiós después de dar las gracias.
¡Lástima! ¡Cuántas desgracias fabrican las guerras!, masculla para sus adentros el anciano, que le dice a su mujer si en el pueblo del indigente so será merecedor por su desgracia para regentar un estanco como viene siendo lo habitual para con muchos.
Los niños antes de llegar al final de la calle dejan de seguir a los pordioseros y prestan ahora toda su atención en el trapero que con una cesta en los brazos lleva globos, paloduz, “mistones”, y “revolantines” entre otras chucherías. Muchos de ellos desearían tener una bombilla fundida para intercambiar su metal por cualquier baratija.
Un hombre marcha por la calle acompañado por una pareja de la Guardia Civil. Los niños ajenos a ello siguen al trapero que vocea hasta desgañitarse anunciándose. Entre tricornios y fusiles lo llevan a este hombre  porque lo han encontrado en los olivares rebuscando aceituna sin que el organismo competente haya dado la orden aún para comenzar la rebusca.
         -Francisca, echa un ojito a mi casa que la dejo abierta, que voy a comprar un poco de aguarrás “aca” Tomás Albacete, que es “pa mi “mario” para darle unas friegas en la cintura cuando venga del campo –le dice una vecina a la mujer enlutada que sigue tejiendo lana al sol.
         -“Decudia”, ve tranquila -le responde esta.
La calle huele a cocido que roncará en alguna lumbre mientras que las gallinas se oyen cacarear en los corrales. Es mediodía y los albañiles pronto darán de mano. La familia del rebuscador de aceituna merodea preocupada cerca de la casa cuartel que aparece al fondo de la calle.
Así era la vida de mi calle, como la de cualquier otra calle de mi pueblo en los años cincuenta.



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