(Mi primer acto como embajador local, que cuento en despacho y
que envío vía valija diplomática)
Tal y como describo casi al principio de mi libro “Cuando la
guerra acabe”, los árboles del Paseo del Prado están ya adquiriendo los colores
propios de la estación otoñal; el color amarillo se dejaba notar en algunas de
las hojas de las ramas de los plátanos de Indias y de las acacias del paseo.
El autobús que me llevaba hasta Cibeles a pesar de utilizar
el carril-bus lo hacía muy lentamente. Todos los carriles estaban ocupados por
filas interminables de autobuses que se dirigían a la manifestación, lo que
impedía una circulación fluida. Desde mi ventanilla iba adelantando a muchos de
ellos que claramente identificaban el origen de su procedencia con pancartas y
letreros. Allí pude ver a los de Arjona, algunos con ramos de olivo. Otros de
Sierra Magina, y un sinfín más de Andalucía,
pero los más, de nuestra provincia, de pueblos algunos muy alejados de la
capital.
Llegado a Cibeles contacté con un amigo que venía en uno de
los dos autobuses salidos de nuestro pueblo. Me dijo que estaban en la Glorieta
de Atocha, por lo que calculé que ese aproximadamente kilómetro de distancia
hasta el final del trayecto duraría al menos veinte minutos. Después de tomarme
un café volví hasta el edificio de Correos, hoy convertido en el Ayuntamiento
de Madrid y allí me aposenté delante de uno de sus muros viendo como los
autobuses que venían a la manifestación
se despojaban frente a mí de toda aquella marea de gentes que sin preguntar seguían
a los que les habían precedido.
Durante el tiempo que estuve esperando muchos de aquellos no dudaban en preguntarme donde había un bar para achicar aguas con el
fin de remediar su acuciante necesidad fisiológica. La próstata maldita, mascullé
para mis adentros.
Y allí estuve viendo como aquellas buenas gentes venidas de
mi tierra, tenían todos hoy un común denominador, el protestar por los bajos
precios del aceite muy por debajo del umbral de rentabilidad, precios que
abocan a la ruina de las familias productoras y a las personas que viven del
olivar.
Sentí orgullo al ver a la gente de mi pueblo en Madrid para
un acto como este. Después de los saludos, en la calle Montalbán se enarbolaron
las pancartas y nos unimos a la riada ingente de personas que por la calle
Alfonso XII iban clamando una solución, que en este momento todos dan por
seguro se va a recrudecer ante las medidas arancelarias que el presidente
estadounidense va a imponer. USA abusa, leí en una de las pancartas.
No sé si conseguiremos algo, pero una cosa dejamos clara, el
escenificar con nuestra protesta a la opinión pública la grave crisis que
atraviesa el sector del aceite, y la de exigir al Gobierno central que defienda
los intereses de tantas y tantas familias que viven del sector olivarero, y que
esta queja la trasladen a Bruselas, y cómo no, al mismísimo Trump. Faltaría
más.
Y la manifestación después de oír a varios oradores en una
tribuna ante el Ministerio de Agricultura, se disolvió como empezó,
pacíficamente. A algunos de los nuestros
los encaminé hasta el mejor sitio donde se degustan los bocadillos de calamares
en Madrid, muy cerca de allí por cierto.
Espero que pronto el mercado del aceite se estabilice, y los
precios vuelvan a estar en consonancia al menos de principio con el del coste
de producción. Hay muchas familias de mi pueblo esperando que esto suceda, y
sobre todo mucha gente temiendo no poder ganar un jornal. El hombre del campo
desde siempre ha estado sufriendo, como aquellos de mis tiempos, curtidos todos
por lluvias vientos y soles, y siguen ahora sus hijos y nietos estando ahí de nuevo al pie del cañón,
aguantando. ¡Hasta cuándo!
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