sábado, 12 de octubre de 2019

PALABRAS EN MI NOMBRAMIENTO COMO EMBAJADOR LOCAL




En el magnífico pregón de las fiestas del barrio de San Miguel, que ofreció hace unos días Paqui Alcántara, dijo al comienzo de su alocución: La gratitud es la memoria del corazón.
Y yo, con ese corazón en la mano, te doy las gracias Paqui por haber desmenuzado aquí hoy mi vida, de forma tan elocuente y expresiva, reseñando y profundizando en todos los pasajes de mi historia. Estoy seguro de que al comentar algunas de mis duras etapas vividas aquí en mi pueblo, un cierto halo de tristeza te habrá invadido, al recordar, tal vez a tus padres o a tus abuelos, que de seguro vivieron también en primera persona en aquellos escenarios que a mí me tocó vivir.
Yo, quiero regalarte por tus palabras hacía mí, esta otra frase de Lionel Hampton que dice:
La gratitud se da cuando la memoria se almacena en el corazón, y no en la mente.
Pero yo voy a más, dado que esta gratitud la quiero almacenar en los dos sitios, en mi corazón, y en mi afortunadamente hasta hoy, impoluta memoria.
Muchas gracias.


Señora alcaldesa doña Francisca Medina Teba, señora concejala de bienestar social y nuevas tecnologías, doña Francisca Alcántara Godino, señora concejala de cultura doña Maria Jesús Rodriguez Pegalajar, restantes miembros de la corporación municipal, autoridades, a todos los aquí presentes y aquellos que nos escuchan a través de los medios, señoras y señores, muy buenas noches.

Hace apenas unos días, estando yo haciendo unas de las obligaciones diarias allí en mi tierra adoptiva de las muchas que tenemos los jubilados, en este caso uno de los “mandaos”, durante mi trayecto, en la calle, sonó mi móvil. Correspondía a un teléfono fuera de mi agenda  que estoy seguro de que cuando esto  ocurre, todos mostramos  un cierto recelo y desconfianza. Cuando abrí la llamada, la voz me tranquilizó. Era una voz de mujer que no conocía, una voz sosegada, serena y profunda, cuyo timbre armónico  siendo la primera vez que lo oía me transmitió seguridad.
Era la voz de  Francisca Alcántara Godino (Paqui, como así  gusta que la nombre) anunciándome que había sido seleccionado para recibir el título de Embajador Local de Torredelcampo en unos de los actos programados dentro de los muchos a celebrar en este mes de octubre y que han dado en llamar: Otoño Socio Cultural de las Personas Mayores, y para mayor sorpresa seria esta la primera vez que el Excelentísimo Ayuntamiento de Torredelcampo  otorgaba tal distinción.
Pasados los primeros momentos de sorpresa, esta dio paso en mí a un desconcierto e incertidumbre vacilante. Desconcierto por la confusión, e incertidumbre porque sigo pensando, y no es falsa modestia, que tal vez otros,    torrecampeños o torrecampeñas, pudieran ser más acreedores que yo para ostentar este regio galardón que hoy se me va a conceder, dado que yo, como he repetido  en otras ocasiones, en mi pared no  cuelga ningún título académico que me haga merecedor de ejercitar el cargo como el que hoy se me acredita, el de  desempeñar nada más y nada menos de diplomático, representando a la tierra que más quiero y venero, al pueblo donde vi la primera luz y que a pesar de llevar ausente de él cincuenta y dos años  no he llegado nunca a  desprenderme en ningún momento de ese cordón umbilical que me ha unido siempre con esta mi tierra.
Hechas estas salvedades durante mi diálogo con Paqui Alcántara, terminé aceptando el nombramiento  porque comprendí que era un honor para mí, además de un orgullo llevar este título que hoy se me concede,  puesto que renunciar a él hubiese sido una afrenta no sólo a nuestra máxima institución local, sino a mi pueblo.

Mucha responsabilidad es esta para mí la de ser embajador, ya que por estos poderes que hoy se me confieren, seré a partir de este momento el diplomático de más alto nivel que represente a Torredelcampo fuera de nuestro territorio, y quiero anunciar que para evitar costes al consistorio, mi casa allí en la Comunidad de Madrid se transformará a partir de este momento en la embajada torrecampeña, quedando a disposición de todos los torrecampeños y torrecampeñas que residan en la capital y en sus pueblos, como también, a los que transiten o pernocten, para desde esa minúscula parte de territorio torrecampeño, mi hogar hoy transformado en embajada, solucionarles todos los problemas que se les planteen cuando visiten mi tierra adoptiva.
Allí en esa embajada, la casa de todos los torrecampeños, aprovecharé al mismo tiempo que vayan a solucionar cualquier problema, para pedirles que me hablen de nuestro pueblo, lo mismo que yo hacía recién llegado a Madrid,  yéndome a la estación de Atocha los domingos a esperar el correo para ver si llegaba alguien del pueblo y me contara cosas de aquí. Eran otros tiempos.
Estoy convencido, de que cuando se enteren de la apertura de esta embajada aquellos hijos, o tal vez los nietos de los muchos que se fueron un día de nuestro pueblo y ya no volvieron,  la visitarán,  y querrán que les describa cómo era el pueblo de sus antepasados cuando emigraron.
Con mucho gusto les diré:
Era aquél, un pueblo blanco de cal y de verde campiña en los meses en que las siembras aún no encañadas se mecían y se despeinaban al compás de la brisa de la sierra próxima. Era un pueblo atravesado por un arroyo que nacía en las montañas; de aguas claras y cristalinas, con hierbas aromáticas en sus riberas donde pululaban y aleteaban pajarillos saltando entre los juncos, juncia y  zarzas que lo jalonaban, para luego perderse entre  valles y colinas cuajadas de olivos y  siembras.

Otros de aquellos, me dirán que su abuelo les contó que cuando salió del pueblo lo hizo en tren, y yo les apostillaré:

Cuando yo lo hice, tardé casi doce horas en llegar  en aquél lento y largo convoy  a Madrid, que en cada estación y apeadero iba recogiendo viajeros. Noche aquella de insomnio, con los pasillos atestados de gentes apretujadas y sin calefacción, con ruidos de martillos en cada parada golpeando las ruedas para detectar por el sonido si alguna había aumentado de temperatura. Voces de los que vendían tortas en algunas estaciones como Alcázar de San Juan mientras la gente dormitaba. Olor a humanidad y a zotal. Magrebíes, militares, expediciones de emigrantes rumbo a Europa y un sinfín más de viajeros.     Aquella serpiente interminable de vagones encabezada por una jadeante locomotora  llegó por fin a la estación de Atocha resoplando, como pidiendo perdón con ello por su retraso  y se despojó al momento de toda aquella abigarrada  carga humana, portadores todos de maletas de madera o cartón y paquetes amarrados con cuerdas, mezclándose aquella ingente muchedumbre con los mozos de equipaje y los carros de los ambulantes de correos mientras por megafonía no paraban de anunciar la llegada del tren denominado ómnibus, procedente de Andalucía, todo ello bajo aquella enorme bóveda de la estación, hoy jardín con plantas tropicales.
Con este éxodo, empezó lo que hoy han dado en llamar la España Vaciada, y que tratan de corregir.

Y de esta manera por la embajada de Torredelcampo, irán pasando gentes que vendrán sólo por pisar territorio torrecampeño, y por poder ver la bandera de su pueblo ondeando en mi balcón. Tal vez algunos de estos me dirán que de pequeños fueron a la aceituna a un cortijo, y yo le refrescaré la memoria diciéndole lo siguiente:

Recordarás como yo, hace sesenta años,  al amanecer, nuestras calles se envolvían con los sonidos que producían las caballerías al golpear con las herraduras el suelo, originando un discreto y relajante rumor. Sus ecos y acordes en las frías madrugadas quedaban suspendidos  entre el vaho del relente, casi meciéndose entre la bruma de los gélidos amaneceres aceituneros; después, estos sonidos se iban diluyendo perezosamente a medida que se alejaban los animales. Algunas mulas iban ataviadas con campanillas y en su bambolear al caminar, el grato y placentero tintineo de los refulgentes metales se mezclaban cada mañana con las voces de los aceituneros que partían para los tajos, los rebuznos de los borricos, el ladrar de los perros y los silbidos de sus amos.

Cada amanecer la luz del alba parecía dotar a las gentes de nuestro pueblo de la energía suficiente para una nueva y dura jornada de trabajo. Luego, como ríos caudalosos al principio, arroyos y regueros después, mujeres, hombres y niños se perdían por entre la espesura de los olivares para recoger el fruto en un andar por caminos infinitos y veredas fabricadas por albarcas y alpargatas de lona. 

Y el pueblo entonces quedaba solitario y sordo, con un silencio callado, alterado nada más que por el del tañer de las campanas de la iglesia dando las horarias, y el del ruido también de algún que otro chiquillo jugando solo en la calle porque su amigo con ocho años estaba ya ganando un exiguo, mezquino y miserable “jornal de niño” en la aceituna.

Seguiré diciéndole que ahora las gentes naturalmente no van a los tajos andando. Cada mañana después de sufrir el efecto embudo a la salida del pueblo, las hileras de vehículos que los transportan junto con los remolques se pierden todos por entre la amplia red de carriles que serpentean por todo nuestro extenso término, y  que desde la lejanía parecen dibujar estos senderos en el paisaje un laberinto de arterias y venas superficiales que sirven para dotar al olivar de accesos fáciles para los trabajos.

Y después, y en esto no ha cambiado nuestro pueblo en tiempo de recolección de aceituna, sigue quedándose solitario. Sus prolongados silencios se asemejan engañosamente a las mañanas domingueras donde nadie tiene prisa por levantarse, así, hasta poco antes de morir la tarde en el que el pueblo vuelve a recobrar su pulso cuando las gentes regresan y la aceituna en el molino llega a transformarse antes de ser aceite en un vale.

Y así, supongo será el devenir diario de esta embajada. No faltará quién me pida que le hable de nuestra romería. Y al hablar de nuestra romería, en ese pedacito de tierra madrileña, pero por derecho  torrecampeña , un nudo en la garganta ahogarán todas las palabras que en ese instante quisiera decirle a quien me pregunte, porque recordaré a nuestro querido amigo Manuel Galán Sabalete, persona que nos dejó hace muy poco tiempo y quién un día aquí, en este escenario me impuso esta medalla que luzco con orgullo en mi solapa, la medalla de nuestra Patrona Santa Ana.
Le regalo a él este breve recuerdo de antaño que aquí pronuncié y que alguien muy especial, muy querida y venerada por los torrecampeños y torrecampeñas le hará llegar hasta allí adonde ahora more en un rincón del Cielo:

A él van estas palabras;

Soy del campo, soy de pueblo, soy viento aceitunero,
viento de sierra y espliego, de verde olivar y de espigas añoradas, pueblo blanco, pueblo mío, pueblo  de parvas olvidadas, soy, aceituna en diciembre cuando la cubre la escarcha, y tallo de romero en mayo, en el trono de mi santa.

Soy del campo, soy labriego, nunca trovador ni poeta,
si  mudos sentimientos  expreso, en un papel con mi letra,
es pasión de un torrecampeño que vive lejos, en otra tierra, soy, arrogante jornalero de camisa de lienzo en brega, que con albarcas y alpargatas, hizo caminos y veredas.

Y así, entre charlas y recuerdos  además de las obligaciones propias de un embajador, me dará tiempo todavía para seguir soñando, aunque sea estando despierto, como estos sueños otoñales que escribí hace tan solo unos días, sueños que publiqué pero que hoy quiero regalaros a todas las personas que habéis acudido a este acto en este día de otoño:

Quiero soñar que estoy despierto y caminar estando en mi pueblo por intrincadas cañadas de álamos amarillos, y percibir las caricias de húmedas bocanadas de viento otoñal.
Quiero soñar que estoy despierto y llegar a poder dormir en aquél cortijo de chimenea y candil, de pajar como alcoba, y oír en noches oscuras el lamento de los mochuelos mezclado con el del ulular del viento.
Quiero soñar que estoy despierto y llegar a ser grano de trigo en la simienza, ser tierra que lo arrope con la vertedera del arado, y agua otoñal que empape los surcos fabricados en aquellas exiguas besanas.
Quiero soñar que estoy despierto y elaborar sueños de niño con miedos a leyendas ancestrales, miedo a la palmeta de aquél aprendiz de maestro, a la leche en polvo de aquél colegio, y miedo a no encontrar jornal en aquella plaza.
Quiero soñar que estoy despierto porque quiero ser flor otoñal en aquél añorado jardín de mi infancia, y poder contemplar los pétalos aterciopelados de sus rosas después de que la lluvia acunara en ellos gotas de plata cristalina.
Quiero soñar que estoy despierto y llegar a encontrar en los campos de mi pueblo a la Flor del Año para contar los granos de su fruto y así valorar la cosecha de cereal venidera, pero ni por asomo quisiera tropezarme con la flor de la mandrágora, planta que siempre he respetado por sus leyendas recelosas, ya que cuentan que donde mora, hasta las olivas, medrosas ellas, llegan a abrazarse en noches oscuras y tenebrosas.
Quiero soñar que estoy despierto y respirar el aroma de la tierra mojada, el del hinojo de los caminos, el del polvo hecho barro de aquella era, y el de aquél inconfundible olor a lapicero de cedro de mi escuela mezclado con el tufo a humanidad en una tarde gris, fría, y otoñal.
Quiero soñar que estoy despierto y poder oír el casi desaparecido canto de la perdiz retumbando al alba en las cañadas y en los valles, y también percibir el dulce murmullo de los pajarillos aleteando en regajos salpicados de higueras, nogueras, y zarzas mientras buscan a esa hormiga de ala que vuela libremente, y no a aquella prisionera en la trampa de una “costilla”.
Quiero soñar que estoy despierto y encontrarme en aquella huerta donde me bañaba en mi infancia. Observo en mi sueño que no navega en la alberca aquél barquito de papel, y sí hojas mustias del manzano y del melocotonero cercano que siguen durmiéndose a los acordes del agua cayendo en la poza.
Quiero soñar que estoy despierto y adentrarme en el bosque de La Bañizuela, porque quiero ser madreselva trepadora por el tronco de un quejigo, y desde allí, contemplar las llamaradas de los colores del zumaque y los variados tonos de la sierra que se viste con el color de la lumbre en este tiempo de otoño.
Quiero soñar que estoy despierto, pero duermo sin querer despertar. Disfruto de un sueño profundo soñando con paisajes y pasajes vividos en nuestra tierra, y es que reconozco que me gusta soñar que estoy en mi pueblo.

Queridos amigas y amigos, en mi poder las credenciales que se me otorgan, y seguro de recibir en pocos días el placet de la autoridad competente madrileña, la embajada de Torredelcampo queda inaugurada con el permiso de la corporación local, por lo que a partir de este momento este humilde embajador se pone a disposición de todos los torrecampeños y torrecampeñas allí en la Comunidad de Madrid.
Yo espero y deseo que las relaciones entre Torredelcampo y Madrid sean siempre amistosas, pero si por cualquier circunstancia llegaran algún día a tensarse, y después de agotadas todas las vías diplomáticas, confio que no lleguen al extremo  tal, que nuestra alcaldesa llegue a tener que llamarme a consultas.
Doy las gracias, cómo no, a ella, a nuestra alcaldesa Francisca Medina Teba, a la concejala de bienestar social y nuevas tecnologías, Francisca Alcántara Godino, y a todos los miembros de la Corporación del Ayuntamiento de Torredelcampo por este título que se me concede.
Estad seguros de que voy a representar y defender los intereses del pueblo de Torredelcampo aportando para ello todo mi esfuerzo, además de la dedicación y entrega necesaria para desempeñar con honor el título que hoy se me otorga. Os prometo que os tendré siempre al corriente a través de mis despachos vía valija diplomática.
Por último decir, que de lo único que me beneficiaré de este cargo, si me lo permitís, será el de utilizar la valija diplomática referida. Valija que me servirá para llevarme a Madrid lo mejor que produce nuestra tierra,  aceite, y cómo no, el cariño de mi pueblo, y el de todos vosotros que estáis hoy aquí, pero claro, tantos afectos y muestras de cariño recibidos, estoy seguro, no cabrán en esa valija por muy grande que ella sea.
Muchas gracias a todos por haberme acompañado en este acto. Gracias de todo corazón.





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