LOS NIÑOS CORTIJEROS, SU CHOTILLO, Y EL SEÑORITO.
Año, 1953
Juanito… ¿Vendrán esta noche los
Reyes Magos a nuestro cortijo? –preguntó la niña a su hermanito al tiempo de
acostarse.
-No, nunca
lo hacen. Ellos, a pesar de ser magos, no nos tienen localizados, pues según le
oí decir a Bartolo el aperaor, que
siendo él niño intentaron los Reyes venir cuando vivía aquí otra familia,
pero entre tantos caminos y veredas se
perdieron entre los olivares y desde entonces no han vuelto más. Ellos, solo van
al pueblo. En casa de nuestros abuelos siempre dejan algo.
-Sí, un
jersey o una bufanda, pero nunca una muñeca como a otras niñas –replicó la
hermanita.
Juanito, antes de contestar a su hermana apagó con un soplo el
candil que iluminaba la habitación y se acurrucó en su jergón de paja
instalado en el suelo que hacía de cama. Su hermana ya lo había
hecho antes en otro. El ascua de la mecha del candil, como la lumbre de un
cigarro, iluminó por unos instantes la pobre estancia. Luego, cuando
desapareció el rojo de la brasa de la “torcia”, la ridícula claridad de una
pobre luna casi moribunda llegó a filtrarse por el hueco de una mezquina
abertura en la pared taponada por un cristal que valía como ventana.
Al poco se escuchó a
Juanito responder a su hermana:
-¡Anda, ni a
mí un balón de reglamento, o una espada! Nunca en mis ocho años, he tenido
juguete alguno, ni tú Ana tampoco teniendo un año menos, pero lo que no
entiendo es que en la calle de la abuela hay un niño que disfruta de muchos.
Dicen que sus padres tienen mucho dinero, y doy en pensar que por qué los Reyes
no quieren a los niños pobres como somos nosotros.
-Nosotros no
somos pobres, pues aquél hombre que vimos en el pueblo pidiendo de casa en casa
al que le acompañaba su hijo de nuestra edad descalzo, aquellos si eran pobres.
La abuela les dio un trozo de pan. En otras casas le decían: perdone usted por
Dios hermano. A mí me dio mucha pena –respondió la niña a su hermano.
La voz de su madre desde la habitación contigua invitándoles
a callarse y a intentar dormirse, interrumpió la conversación de los chiquillos
que al poco quedaron dormidos.
A la mañana siguiente,
los gritos sobresaltados de sus padres llamándolos, despertaron a ambos. No era la
voz conminatoria de todos los días de su madre obligándoles a levantarse, sino que
esta vez, el tono de las voces tanto la de su madre como la de su padre, una y
otra, transmitían euforia. Cuando bajaron a medio vestir a la planta baja del
cortijo, su padre tenía entre sus brazos un cabritillo que la cabra había
parido durante la noche. El animal era de color canela con algunas manchas
blancas en su testuz y emitía pequeños balidos. Los ojos desorbitados de los
chiquillos demostraban asombro y felicidad.
-¡Qué bonito
es! –dijo Juanito.
-Lo han
traído los Reyes Magos –aseguró la madre.
-No puede
ser, lo ha parido la cabra –replicó Ana corrigiendo a su progenitora que no
supo que responder ante la mirada inquisitoria de los dos chiquillos y el
rostro desconcertado de su marido.
-Le
llamaremos Chotillo –indicó Juanito rompiendo el silencio habido a la
manifestación de su hermanita a su madre.
-¿Podremos
jugar con él? –preguntó Juanito.
-Dentro de
unos días, podréis hacerlo, ahora lo llevaré junto con su madre –respondió el
padre de los niños.
Y fue a partir de entonces como los dos chiquillos cada día
después de desayunar gracias a la cabra, una taza de leche sopada con
picatostes, se dedicaban a jugar con Chotillo. Juanito había abandonado aquello
con lo que jugaba a diario, la rueda, la “roera”, que no era otra cosa que el
aro de la base de un cubo de zinc viejo
que guiaba rodándola valiéndose de
un alambre al que su padre dio forma para poder conducirla por las
explanadas de las eras que circundaban el cortijo. Su hermana asimismo dejaba
arropado en su jergón algo a lo que llamaba muñeco, que no era más que un trapo forrado de paja que su madre
como pudo le cosió y le dio alguna forma.
El cabritillo les seguía a donde quieran que fuesen los
niños. Había que verlos correr y el choto detrás de ellos brincando mientras
que la madre del animal pastaba en los terraplenes del cortijo. Los niños se
habían encariñado tanto con el choto que sus padres para no turbar su felicidad
no llegaron a adelantarles nunca nada de lo que llegaría a suceder.
Al cabo de tres meses, un día, mientras Juanito y Ana jugaban
con Chotillo, el coche del amo de la finca aparcó como era costumbre siempre
que visitaba su propiedad en la llanura
habida en la puerta del cortijo. Los niños ajenos a la visita no le prestaron
atención y siguieron divirtiéndose con el animal con el que habían creado una
simbiosis de ternura y cariño inigualables.
-¡Engracia!
¡Engracia! –la voz del amo del cortijo llamando a la madre de los chiquillos se
dejó oír.
Esta salió presurosa a la puerta secándose las manos en un
mandil anudado a su cintura.
-¡Mande
usted, don Luis! ¿Cómo está doña Adela? Pero, no se quede usted en la puerta y
pase adentro.
El dueño de la hacienda pasó al cortijo. Varios pucheros
hervían de forma lenta en la lumbre de la espaciosa chimenea. El vapor de los
mismos muy aderezado se dejaba notar en la estancia.
-Verás
Engracia, doña Adela lleva unos días resfriada, y he pensado que un poco de
leche de la cabra le vendría bien.
-Sí, don
Luis. Esta mañana la he ordeñado. Deme la lechera que trae usted y se lleva
toda la que hay –le respondió Engracia alargando su mano hacia el recipiente que el dueño del cortijo
portaba.
Éste, mientras llenaba la mujer el envase observó un conjunto de huevos que estaban
depositados en un poyo de la cocina, y que Engracia los mantenía ahí hasta la
llegada del “regovero”. El dinero de esto lo guardaba hasta tener suficiente para comprar alguna
ropa.
-Digo, que
ahora por lo que veo ponen mucho las gallinas –dijo el hacendado señalando los
huevos.
-Como
siempre, don Luis. Los tengo hechos un montón porque hoy espero al “regovero”,
pero ahora mismo le preparo una docena. Ya verá como a doña Adela le van a
gustar. No hay nada mejor que la leche y los huevos para restablecerse.
-Gracias
Engracia, te lo agradezco. Hoy lo que también me voy a llevar es el choto.
Mañana domingo quiero ir con mis amigos a celebrar una comilona en la casería
de la sierra.
La madre de los niños que estaba echando los huevos en una
pequeña cesta dejó de hacerlo. Se volvió pálida hacia el amo sin saber qué
decir. Luego balbuceó:
-Don Luis, usted es el dueño de todo…
Pobres niños míos…qué disgusto.
Sí, los he
visto jugando con él, tranquila que no les pasará nada. ¡A propósito! Otro día
les traeré unas tabletas de chocolate. Los veo muy desnutridos.
Una vez en el exterior, el dueño del cortijo introdujo los
huevos y la leche dentro del coche y de un bolsillo de su pelliza de solapas de
lana de borrego, extrajo un cordel y se dirigió hasta donde estaban los chiquillos.
¡Hola niños!
¡Venga, sujetar al animal para que les pueda atar las patas!
Estos obedecieron sin
saber cuál serían las intenciones del dueño del cortijo. El animal al verse amarrado
comenzó a balar de manera incesante. Su mirada dirigida a los chiquillos
parecía lastimosa como suplicando la ayuda de estos. Chotillo quedó colgado del
cordel con la cabeza arrastrando por el suelo mientras que don Luis iba
caminando con él hacía su coche. Juanito y Ana no salían de su asombro. Una
patada en la cabeza del animal paró de momento los balidos angustiosos del
cabrito.
Los niños al ver el maltrato dado al animal salieron
corriendo y se abrazaron llorando a las piernas del hacendado.
-No le pegue
usted a mi chotillo. ¡No se lo lleve! ¿Para qué lo quiere? Él, es nuestro único
amigo –suplicaban una y otra vez.
El señorito, impasible a la rogativa de los niños abrió el
maletero y de un golpe seco lo depositó en él cerrándolo a continuación.
-Dentro de
poco la cabra parirá otro, no os preocupéis… Ja, ja, ja. Adiós.
Los dos hermanitos se abrazaron llorando sin consuelo mirando
el coche que se llevaba a Chotillo, mientras que Engracia, la madre de estos, lloraba
también desde hacía rato dentro del cortijo. Esta vez no quiso despedirse del dueño
del cortijo.
Juanito a sus cortos años reflexionando después sobre lo
ocurrido se acordó cuando una noche, uno de los peones le preguntó, qué es lo
que él quería ser de mayor, a lo que contestó que ser señorito, lo que provocó
las carcajadas de todos los concurrentes menos la de su padre que le dedicó una
mirada áspera y reprobatoria que no llegó a entender hasta el día de hoy.
Está demostrado aquello que alguien dijo: No sirve de mucho
la riqueza en los bolsillos, cuando hay pobreza en el corazón.
(¿…?)Porque supe de algo parecido a esta historia siendo niño
y lo he recreado a mi manera.