Ya habrán emergido
entre las cañas secas de la cosecha anterior los tiernos brotes del hinojo,
indultados ahora, y ejecutados antaño con el filo de la navaja para el
panaseite aceitunero.
Ya apuntarán las verdes
allozas en los almendros de la Cuesta la Alberquilla, amnistiadas otro año más
desde que aquél hombrecillo ansioso de recetas vitamínicas dejó de ir a por
ellas para pregonarlas por las calles al grito de: “A real la “almorsá”.
Ya habrán florecido las
abulagas en el Cerro Miguelico. Su bello y encendido color amarillo cada año
resaltará más desde que aquellos que por una hogaza dejaron de cercenar sus leñosas
ramas que servían de combustible para los hornos de pan.
Ya estarán los álamos
cargados por el verde de sus semillas que el viento transportará hacia lugares
distantes. En otros tiempos el “pan pa tós”, así se les llamaba a las panochas
de estas simientes, servían para distraer el hambre. <<En mi hambre mando
yo>>, le dijo uno que tenía telarañas en el estómago a un rico. Seguro
que sería mientras injería este “suculento” manjar.
Ya se habrán despojado
de la herrumbre y brillarán las puntas de metal de no más de diez almocafres en
nuestro pueblo que estarán sirviendo para escardar los contados “roalillos” de
habas con los que se distraerán algunas personas mayores. Antes, miles de almocafres
le hacían cosquillas a doña campiña, que agradecida por el masaje, se acostaba
relajada cada noche arropada por el sembrado.
Ya habrá una vereda en
cada esparraguera en el monte, como también en los muchos pedregales baldíos
sin roturar donde el espárrago se prodiga en nuestro pueblo. La incesante
procesión de visitantes no reparará en las salpicadas matas de gamones que en
este tiempo presumirán de hojas nuevas y brillosas. Los pequeños bulbos de color
rosado de estas plantas servían en mis tiempos para restregarlos como protector
dermatológico en los rodales blancos que salían en la cara de los adolescentes.
Ya, con toda seguridad,
en este tiempo, se dejarán oír los
compases lastimeros de alguna corneta que después de rasgar el viento viajarán
con él hasta morir en el olivar. Sueña el de la corneta, las hermandades, y
hasta ese viento, con los perfumes propios de la Semana Santa que está próxima.
Ya llora otra vez el
campo cuarteado por la sequía. Esta vez en febrero. El jilguero en la cañada
intenta con sus trinos consolarlo pero de su flauta solo salen cortas y tristes
estrofas al comprobar el colorín los cardillos moribundos en los terraplenes
del “salao” por falta de lluvia. Este año no se podrá columpiar en los cardos
para comer sus apetitosas simientes.
Ya no hay niños que sustraigan
al descuido un palo de olivo para un trompo, ni muchachas que en el “correndero”
canten lo único que estaba permitido en mis tiempos cantar en carnaval: No me
conoces, no me conoces…
No me conoces… llevando
cincuenta y cuatro años fuera de Torredelcampo, quién me puede conocer, aunque…
si he de ser sincero, creo que nunca me fui.
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