jueves, 19 de mayo de 2022

MI PUEBLO EN FEBRERO


 

Ya habrán emergido entre las cañas secas de la cosecha anterior los tiernos brotes del hinojo, indultados ahora, y ejecutados antaño con el filo de la navaja para el panaseite aceitunero.

Ya apuntarán las verdes allozas en los almendros de la Cuesta la Alberquilla, amnistiadas otro año más desde que aquél hombrecillo ansioso de recetas vitamínicas dejó de ir a por ellas para pregonarlas por las calles al grito de: “A real la “almorsá”.

Ya habrán florecido las abulagas en el Cerro Miguelico. Su bello y encendido color amarillo cada año resaltará más desde que aquellos que por una hogaza dejaron de cercenar sus leñosas ramas que servían de combustible para los hornos de pan.

Ya estarán los álamos cargados por el verde de sus semillas  que el viento transportará hacia lugares distantes. En otros tiempos el “pan pa tós”, así se les llamaba a las panochas de estas simientes, servían para distraer el hambre. <<En mi hambre mando yo>>, le dijo uno que tenía telarañas en el estómago a un rico. Seguro que sería mientras injería este “suculento” manjar.  

Ya se habrán despojado de la herrumbre y brillarán las puntas de metal de no más de diez almocafres en nuestro pueblo que estarán sirviendo para escardar los contados “roalillos” de habas con los que se distraerán algunas personas mayores. Antes, miles de almocafres le hacían cosquillas a doña campiña, que agradecida por el masaje, se acostaba relajada cada noche arropada por el sembrado. 

Ya habrá una vereda en cada esparraguera en el monte, como también en los muchos pedregales baldíos sin roturar donde el espárrago se prodiga en nuestro pueblo. La incesante procesión de visitantes no reparará en las salpicadas matas de gamones que en este tiempo presumirán de hojas nuevas y brillosas. Los pequeños bulbos de color rosado de estas plantas servían en mis tiempos para restregarlos como protector dermatológico en los rodales blancos que salían en la cara de los adolescentes.

Ya, con toda seguridad, en este tiempo, se dejarán oír  los compases lastimeros de alguna corneta que después de rasgar el viento viajarán con él hasta morir en el olivar. Sueña el de la corneta, las hermandades, y hasta ese viento, con los perfumes propios de la Semana Santa que está próxima.

Ya llora otra vez el campo cuarteado por la sequía. Esta vez en febrero. El jilguero en la cañada intenta con sus trinos consolarlo pero de su flauta solo salen cortas y tristes estrofas al comprobar el colorín los cardillos moribundos en los terraplenes del “salao” por falta de lluvia. Este año no se podrá columpiar en los cardos para comer sus apetitosas simientes.   

Ya no hay niños que sustraigan al descuido un palo de olivo para un trompo, ni muchachas que en el “correndero” canten lo único que estaba permitido en mis tiempos cantar en carnaval: No me conoces, no me conoces…

No me conoces… llevando cincuenta y cuatro años fuera de Torredelcampo, quién me puede conocer, aunque… si he de ser sincero, creo que nunca me fui.

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