PASEO
AL ATARDECER.
La tarde agoniza
mientras mi coche escala por un carril la pendiente de una descomunal colina de
la campiña cuajada a ambos lados del camino por jóvenes olivos que sobreviven
estoicos aguantando ciclos prolongados de sequias como los que venimos
últimamente padeciendo. La superficie donde se sostienen, es una tierra que
cansada un día de calmar el hambre de la posguerra con garbanzos y cereales que
se cosechaban, ahora, llenan las estanterías de los supermercados con el oro
líquido que producen, el aceite.
Interrumpo el ascenso a
mitad de la colina y aparco mi automóvil entre las olivas. Una brisa fresca que
me sabe a hierba recién cortada se mece con destellos azufrados motivados por
el polen de la flor del olivo llegando a inundar las cañadas y las sesgadas
sombras de los olivares. A estas horas siendo yo un niño estaría pisando esta
misma tierra por la que ahora camino. Busco el lugar aproximado donde estaría
aquél pozo sin brocal donde al final de cada jornada nos refrescábamos de
cintura para arriba en una cuba de cinc. No queda ni un vestigio, ningún rastro,
de aquél que era mi pequeño oasis, ni
tampoco del cortijillo que nos servía de refugio. Camino hasta el lugar donde
estaba este enclavado y tomo asiento cerca de una oliva, tal vez metros arriba
o abajo de donde estaría la cocinilla. A
estas horas ya habríamos retirado las habichuelas de la lumbre a la espera de
la cena. <<No han cocido bien, pero las comeremos machacadas con aceite y
cebolla>>, esto diría mi padre en ocasiones así.
Desde mi posición, a lo
lejos, veo reflejarse en las piedras del castillo de El Berrueco las últimas
llamaradas del astro rey creando un atardecer de misterio y embrujo. Qué
tranquilidad, qué paz y sosiego empapa
mi alma mientras me recreo en mis recuerdos. Por allá, al fondo, por la vereda
de la cañada, vereda que ya no existe, iba el panadero a llevar el preciado
sustento a los cortijos. Lo veía pasar por las mañanas con su carga en dos
cajones de madera repletos de pan, uno a cada lado de la bestia donde iba
montado.
La flauta de un
fugitivo alcaraván al que hacía muchos años que no oía, se mezcla con el
lastimero de un mochuelo y me distrae. Observo una mata de eneldo “nerdos” que
emerge hacia el cielo debajo de un olivo buscando su cruz. Pienso que será
pariente de alguno que sobreviviera en mis tiempos indultado por este que escribe, mi hermano Juanito o mi
padre, verdugos los tres del almocafre. Es hora de marcharme. ¡Hombre, el
cascote de una teja! Un tesoro para mí, pues será una de aquellas de aquél
cortijillo que en las noches de lluvia, el sonido de las gotas tamborileando en
el tejado producían una música relajante que me invitaban en el pajar a seguir
durmiendo con sueños de aquél inquieto adolescente que fui.
Salgo de aquél lugar de
tan gratos recuerdos y pongo rumbo al pueblo cuando ya las sombras invaden el
campo, tan solo, unas débiles llamaradas púrpura indican por donde el sol acaba
de sumergirse. No me detengo en el pilar de La Muña, lugar donde se hacía un
alto para que abrevaran las bestias y donde la gente del campo se hidrataba
bebiendo su refrescante agua. El torreón de la cortijada, fiel vigía, sufriría
al ver en aquellos tiempos a los mineros que horadaban la tierra buscando el
mineral rojo como la sangre, en intrincadas galerías, justo detrás de la
fuente.
Llego al El Castil
donde en la agónica tarde un vaho de misterio envuelve cual si fuese con una
gasa brumosa a los derruidos cortijos acentuando las leyendas tétricas que
cuentan pasan en estas semiderruidas edificaciones y sus parajes. No quiero
entrar en detalles, pero lo cierto es que por nada del mundo me gustaría pasar
una noche por estos andurriales.
La Muela y El Cerrillo
de los Conejos me saludan, también lo hacen dos conejos que salen huyendo y se
internan entre los carrizos del arroyo o “salao” al descubrir mi coche. Observo
entre las sombras de la tarde-noche a la Casería el Miedo, y como siempre cuando
por aquí paso, viene a mi memoria aquél niño que se llamaba José que murió en
este cortijo. Es mi costumbre mirar al cielo y dedicarle mentalmente una oración a esta pobre criatura con el que
jugué más de una vez en mi niñez.
Al subir la cuesta de la
Cañada de la Olla, el Cerro Alejo aparece en la hondonada. Era aquí donde yo
con mis amigos veníamos a por correhuela para los conejos. Superada la
pendiente, la Cruz de Mozas me recuerda que una vez siendo niño escuché sobre
una historia trágica que ocurrió en este paraje en tiempos de mis bisabuelos. Mi
interrogante se amplía por el paso de los años.
Una luna llena, recién
parida, a la que ha dado a luz el Cerro los Morteros ayudado por Recuchillo,
ilumina el paisaje nocturno. Más tarde, esta luna amarilla se transformará esta
noche en roja por el efecto del eclipse lunar y bañará con el color de la
sangre los paisajes y lugares que he descrito. Mi imaginación vuela hasta donde
imaginariamente he estado y me detengo en la cortijada de El Castil, a la que
el color purpúreo lunar habrá logrado crear un escenario más lúgubre y
fantasmagórico. Creerme que me hubiese gustado ver esta preciosa, sin duda,
panorámica.
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