CUANDO
LA LLUVIA RIEGA MIS RECUERDOS.
Es madrugada. El suave golpeo de la lluvia sobre el
toldo del balcón de mi dormitorio me ha despertado. Anoche se me olvidó izarlo,
¡me cachis!, aunque debo de admitir que el gratificante sonido de la lluvia me
reconforta, y sobre todo me relaja, no
tanto como a aquél ilustrado torrecampeño al que siendo yo niño le oí decir:
¡Qué ganas tengo de comerme un cocido en la cama oyendo las canales! No sé si
llegaría a consumar su propósito este acomodado y apoltronado hombre, pero el
sonido de la lluvia, una de las melodías más relajantes que la naturaleza nos
brinda, ahora, en el silencio de la noche, me traslada mientras intento
conciliar el sueño a aquella calle de mi infancia.
Mi calle, en los
albores de mi niñez, era más bien una amplia vereda donde los días de
lluvia llegaba a convertirse en un barrizal,
acentuándose este con el tránsito de las bestias cuando al caminar dejaban en
la blanda tierra el hoyo de sus pisadas que no tardaban en llenarse con el agua llovida. Desde la puerta de mi
casa podía contemplar las caprichosas regueras que el agua iba fabricando calle
abajo, pequeños surcos nuevos que nos servirían a los chiquillos para jugar a
las bolas. Una buena parte de la calle eran solares, algunos obrados solo la
parte interior, a esto se le llamaba “medio cuerpo”.
Mientras trato de
conciliar el sueño, la lluvia sigue regando mis recuerdos, que me llevan hasta
la chimenea de mi casa donde mi padre al calor de la lumbre hacía pleita los
días de lluvia. Algunas vecinas iban a por lumbre, y entonces recuerdo a mi
padre rascar con unas tenazas al tronco que ardía y al momento le llenaba un
badil con ascuas rojas para el brasero. Me gustaba contemplar como algunas
gotas de lluvia se colaban chimenea abajo produciendo un plof, plof, junto con
un humillo al morir estas en las brasas.
Cuando terminaba de
llover, la calle volvía a tener vida. En mi ensoñación aparece un carro de la
yesería El Olivo arrastrado por un borrico cargado con espuertas rebosantes de
yeso ardiente recién molido, le recuerdo bajar la calle al trote del animal
camino de una obra cercana. El mozo que lo conducía llevaba unos zahones para
protegerse del calor de los capazos a la hora de descargar el yeso. Qué
algarabía había alrededor de una obra, en la que toda la familia metía el
hombro y donde se oían las voces de los albañiles reclamando: agua, cascos de
teja, y menudillos. ¡Vamos! Decía el abuelo espoleando a sus nietos para que atendieran
con premura la demanda de los artesanos constructores. El conductor del carro
una vez descargado el ardiente material, de pié, montado en la tartana con las
bridas del borrico en las manos, no tardaba en salir disparado para hacer otro
porte. Siempre que veo a este hombre, al que saludo, me digo que su hermoso
penacho de bigote con el que desde mucho tiempo atrás se acicala, parece estar
embadurnado con aquél yeso.
La lluvia sigue cayendo
en el toldo de mi balcón madrileño. Trato que Morfeo me socorra cuanto antes y
sigo para ello con mis evocaciones en aquella
calle de mi niñez donde me veo jugando al “marro” con otros chiquillos,
porque el agua caída ha venido bien para hincar el palo de punta afilada en el
barro. Ya no tenemos que mearnos durante unos días para ablandar la tierra.
Mientras jugamos, pasa voceando su producto el de la miel de caldera con su
mulo enjaretado cargado con dos pellejos repletos de miel conteniendo el néctar
de las abejas. Los odres donde lleva la mercancía son la piel de un animal y los lleva amarrados en su embocadura con
una cuerda. Yo siempre he dado en pensar
en lo que hubiese sucedido si la cuerda hubiese cedido alguna vez.
Por aquel tiempo llegó
a nuestro pueblo la tendencia de adornar los dormitorios con cuadros de alegorías
religiosas, y no podía faltar en nuestras calles el vendedor como el de la foto
que estoy por asegurar que haría su agosto. Cuadros que muchos de nosotros recordaremos
haber visto en la habitación de nuestros padres o abuelos colgados en la
cabecera de la cama ocultando parte del cordón que bajaba desde el techo hasta
el interruptor de la luz, o para
identificarlo mejor, hasta una de aquellas llaves de pera.
Queridos amigos/as, el
sueño me ha vencido y he de aparcar por ahora estas mis vivencias. La
lluvia ha regado esta noche parte de aquellos recuerdos que he querido
compartir contigo.
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