SEMBLANZAS DE AQUELLA MI PRIMERA ESCUELA Y LA
EMIGRACIÓN.
Pasaje de mi libro: Cuando los olivos lloran.
Año 1954
Pasados unos días, después de la reanudación de las
clases por el paréntesis de la Navidad, durante el recreo, trajeron en un
camión al colegio unos bidones de cartón de aproximadamente veinticinco quilos
cada uno de ellos con un rotulado en el que se veía unas manos entrelazadas y
al fondo la bandera de barras y estrellas, la misma bandera que aparecía en las
películas del oeste americano. Aquello que estaban descargando no era otra cosa
que leche en polvo que a partir del día siguiente de la recepción de la
mercancía, la señora que tenía vivienda en el grupo escolar y que cuidaba de la
limpieza, sería la encargada de calentar el agua para posteriormente añadir en
ella en justa proporción parte del contenido de aquellos envases cilíndricos
con tapadera de metal cubiertos y protegidos en su interior con un saco de
papel parafinado.
Para Antonio acostumbrado al sabor de la leche de su cabra, aquella otra que la señora repartía en el patio del colegio le hacía vomitar. No sólo era el sabor, sino también el olor, ambos le eran insoportables. Lo que sí le gustaba era la porción de queso que se degustaba por la tarde. Don Jacinto le mandaba muchos días a él, y a su amigo Andrés, a su casa a por las raciones, pues la custodia del queso correspondía a los maestros. El envase era metálico de color amarillo de aproximadamente unos cinco quilos, teniéndose que emplear abrelatas para su abertura. Dentro de él venían ya cortadas en porciones separadas en capas por papel también parafinado aquél queso de color calabaza, que a media tarde era una merienda muy apetitosa, junto con el pan que cada uno llevaba de su casa.
Los días eran ya más largos, y atrás quedó ya enero. Los temporales habían remitido, y el campo, ahora, estaba vestido todo de verde salpicado por el blanco rosado de los almendros en flor y el despuntar amarillento de las flores como los jaramagos y el de las abulagas presagio de que la primavera no se haría esperar mucho.
Genaro, aquella mañana llegó más tarde de costumbre al
colegio, por este motivo pidió permiso en la puerta de la clase a don Jacinto
para entrar. Una vez dentro, en vez de dirigirse a su pupitre se acercó hasta
el maestro y con la cabeza mirando al suelo exclamó:
-Don
Jacinto, vengo a despedirme de usted y de todos. Esta noche me marcho con mi
familia en el correo a Bilbao. Le traigo los libros que usted me prestó, no así
las cartillas porque las he gastado escribiendo. Como podrá comprobar, he
cuidado mucho la enciclopedia...
Genaro
al decir esto último rompió a llorar, mientras que en la clase no se oía ni una
mosca.
Antonio que estaba en el pupitre más cercano al maestro notó como le brillaban los ojos al profesor de una manera muy especial. Éste, con una mano, muy suavemente, levantó la cabeza del alumno que seguía mirando al suelo.
Don Jacinto rompió el silencio sepulcral que tal vez por primera vez inundara el aula.
-Voy a
sentir que te marches Genaro, pero no te voy a dejar ir si antes no me prometes
de que vas seguir aplicándote en tu nueva escuela de Bilbao. Espero también que
hagas siempre caso de tu maestro, y sobre todo pórtate con él lo mismo que lo
has hecho conmigo. ¡Ah! Y no hables mucho con tus compañeros, porque si
no...¡Anda! Déjame que te dé el último pescozón.
La nobleza y la bondad del maestro salieron a flote cuando cogió del cuello al alumno, lo acercó hasta él, y lo besó en la frente. A continuación le dio su ficha escolar para que la entregara en su nuevo colegio mientras que Genaro se restregaba las lágrimas con el puño. El silencio que se había hecho en la clase quedó perturbado cuando se levantaron todos a una orden dada por don Jacinto para decirle adiós a Genaro. Éste cuando se marchó, desde el patio, volvió a mirar de nuevo a su escuela, y encontró al maestro que seguía observándolo a través de los cristales mientras se alejaba.
Antonio y todos sus amigos bajaron a la estación del
pueblo a despedir a Genaro. Luís, el hijo del factor conocía al jefe de
estación y entraron dentro de la misma. Había sólo un empleado sentado en una
ventanilla expendiendo billetes. Atendía éste a dos soldados que demandaron
viaje para Sevilla, y que cada vez que hablaban a través del hueco de la
ventanilla las borlas de sus gorros oscilaban de un lado para otro. Pasados unos minutos sonó el teléfono, y el
jefe de estación después de atender la llamada, salió de inmediato al andén y
tocó repetidas veces una campana de metal amarillo que colgaba del muro de la
pared, anunciando que el tren ya había salido de la estación más próxima.
Genaro ya había llegado. La maleta de madera que le hizo el carpintero estaba recién barnizada y su brillo contrastaba con los remaches de metal en las esquinas, desentonando además con el resto del equipaje que no era más que varias cajas de cartón amarradas con cuerdas. Todo venía a lomos del burro de un vecino. La explanada de la estación se llenó de gente. El empleado de correos con el libro de entrega de la correspondencia en la mano hacía guardia frente a una saca de correo que esperaba de inmediato entregar a sus compañeros ambulantes.
La familia de Genaro estaba toda agrupada rodeada por
familiares y conocidos que habían ido a despedirlos, entre ellos, varias
mujeres de luto riguroso con pañuelos negros en la cabeza que no paraban de
llorar y de abrazar a los que se iban.
Genaro cuando vio a Antonio salió de inmediato a su
encuentro y se buscó algo en el bolsillo del pantalón.
-¡Toma,
Antonio! Te doy a ti todas mis bolas, no quiero llevármelas, ellas al fin y al
cabo no iban a encontrar tierra tan buena para jugar como esta de nuestro
pueblo. ¡Mira, ésta es cristalina! No te la juegues ya que te traerá suerte.
Cuando terminó de decir esto último rompió a llorar y
se abrazó a Antonio que tampoco pudo contener las lágrimas. Después, entrecortadamente
pudo balbucir:
-No sé cuándo vendré, pero yo quisiera
regresar algún día... aunque fuera muerto.
A continuación se despidió del resto de sus amigos.
El jefe de estación esta vez con la gorra puesta y la bandera roja bajo el brazo tocó de nuevo la campana de la estación anunciando la inminente llegada del tren. El enorme reloj que descansaba sobre una peana de hierro pintada de verde que colgaba de la pared de la estación marcaba las ocho y cuarenta y cinco minutos de la tarde-noche.
El tren apareció saliendo del túnel próximo a la
estación resoplando y jadeando entre una nube de vapor. A medida que se
aproximaba los resoplidos iban siendo más pausados hasta que se paró totalmente
soltando esta vez un fuerte chorro de vapor blanco por ambos costados entre un
chirrido de hierros.
Toda la familia de Genaro subió al tren y se perdieron dentro del mismo mezclados con el resto de los viajeros, entre ellos los dos soldados. La gente desde el andén se aproximaba a las ventanillas para decirles adiós. Antonio no llegó a divisar a Genaro, sólo el padre de éste bajó el cristal de la ventanilla y su pañuelo blanco diciendo adiós se mezcló con el de otros pañuelos y gritos de ¡Que escribas cuando llegues!
Hasta que el tren se perdió en la oscura noche, Antonio
permaneció impávido mirando aquella máquina que día tras día se llevaba dentro
de sus entrañas a la buena gente de su pueblo. Así permaneció un tiempo hasta
que las luces rojas del vagón de cola se difuminaron entre las sombras de la
noche mientras pensaba que a él también podía tocarle cualquier día. Trató de
apartar de su mente esto último al tiempo que metió las manos en sus bolsillos
y apretó con ellas las bolas que le había regalado su amigo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario