jueves, 10 de febrero de 2022

LOS NIÑOS CORTIJERO, SU CHOTILLO, Y EL SEÑORITO.

 

LOS NIÑOS CORTIJEROS, SU CHOTILLO, Y EL SEÑORITO.

Año, 1953

Juanito… ¿Vendrán esta noche los Reyes Magos a nuestro cortijo? –preguntó la niña a su hermanito al tiempo de acostarse.

            -No, nunca lo hacen. Ellos, a pesar de ser magos, no nos tienen localizados, pues según le oí decir a Bartolo el aperaor,  que siendo él niño intentaron los Reyes venir cuando vivía aquí otra familia, pero  entre tantos caminos y veredas se perdieron entre los olivares y desde entonces no han vuelto más. Ellos, solo van al pueblo. En casa de nuestros abuelos siempre dejan algo.

            -Sí, un jersey o una bufanda, pero nunca una muñeca como a otras niñas –replicó la hermanita.

Juanito, antes de contestar a su hermana apagó con un soplo el candil que iluminaba la habitación y se acurrucó en su jergón de paja instalado  en el suelo  que hacía de cama. Su hermana ya lo había hecho antes en otro. El ascua de la mecha del candil, como la lumbre de un cigarro, iluminó por unos instantes la pobre estancia. Luego, cuando desapareció el rojo de la brasa de la “torcia”, la ridícula claridad de una pobre luna casi moribunda llegó a filtrarse por el hueco de una mezquina abertura en la pared taponada por un cristal que valía como ventana.

 Al poco se escuchó a Juanito responder a su hermana:

            -¡Anda, ni a mí un balón de reglamento, o una espada! Nunca en mis ocho años, he tenido juguete alguno, ni tú Ana tampoco teniendo un año menos, pero lo que no entiendo es que en la calle de la abuela hay un niño que disfruta de muchos. Dicen que sus padres tienen mucho dinero, y doy en pensar que por qué los Reyes no quieren a los niños pobres como somos nosotros.

            -Nosotros no somos pobres, pues aquél hombre que vimos en el pueblo pidiendo de casa en casa al que le acompañaba su hijo de nuestra edad descalzo, aquellos si eran pobres. La abuela les dio un trozo de pan. En otras casas le decían: perdone usted por Dios hermano. A mí me dio mucha pena –respondió la niña a su hermano.

La voz de su madre desde la habitación contigua invitándoles a callarse y a intentar dormirse, interrumpió la conversación de los chiquillos que al poco quedaron dormidos.

 A la mañana siguiente, los gritos sobresaltados de sus padres   llamándolos, despertaron a ambos. No era la voz conminatoria de todos los días de su madre obligándoles a levantarse, sino que esta vez, el tono de las voces tanto la de su madre como la de su padre, una y otra, transmitían euforia. Cuando bajaron a medio vestir a la planta baja del cortijo, su padre tenía entre sus brazos un cabritillo que la cabra había parido durante la noche. El animal era de color canela con algunas manchas blancas en su testuz y emitía pequeños balidos. Los ojos desorbitados de los chiquillos demostraban asombro y felicidad.

            -¡Qué bonito es! –dijo Juanito.

            -Lo han traído los Reyes Magos –aseguró la madre.

            -No puede ser, lo ha parido la cabra –replicó Ana corrigiendo a su progenitora que no supo que responder ante la mirada inquisitoria de los dos chiquillos y el rostro desconcertado de su marido.

            -Le llamaremos Chotillo –indicó Juanito rompiendo el silencio habido a la manifestación de su hermanita a su madre.

            -¿Podremos jugar con él? –preguntó Juanito.

            -Dentro de unos días, podréis hacerlo, ahora lo llevaré junto con su madre –respondió el padre de los niños.

Y fue a partir de entonces como los dos chiquillos cada día después de desayunar gracias a la cabra, una taza de leche sopada con picatostes, se dedicaban a jugar con Chotillo. Juanito había abandonado aquello con lo que jugaba a diario, la rueda, la “roera”, que no era otra cosa que el aro de la base de un cubo de zinc viejo  que guiaba rodándola valiéndose de  un alambre al que su padre dio forma para poder conducirla por las explanadas de las eras que circundaban el cortijo. Su hermana asimismo dejaba arropado en su jergón algo a lo que llamaba muñeco, que no era  más que un trapo forrado de paja que su madre como pudo le cosió y le dio alguna forma.

El cabritillo les seguía a donde quieran que fuesen los niños. Había que verlos correr y el choto detrás de ellos brincando mientras que la madre del animal pastaba en los terraplenes del cortijo. Los niños se habían encariñado tanto con el choto que sus padres para no turbar su felicidad no llegaron a adelantarles nunca nada de lo que llegaría a suceder.

Al cabo de tres meses, un día, mientras Juanito y Ana jugaban con Chotillo, el coche del amo de la finca aparcó como era costumbre siempre que visitaba su propiedad  en la llanura habida en la puerta del cortijo. Los niños ajenos a la visita no le prestaron atención y siguieron divirtiéndose con el animal con el que habían creado una simbiosis de ternura y cariño inigualables.   

            -¡Engracia! ¡Engracia! –la voz del amo del cortijo llamando a la madre de los chiquillos se dejó oír.

Esta salió presurosa a la puerta secándose las manos en un mandil anudado a su cintura.

            -¡Mande usted, don Luis! ¿Cómo está doña Adela? Pero, no se quede usted en la puerta y pase adentro.

El dueño de la hacienda pasó al cortijo. Varios pucheros hervían de forma lenta en la lumbre de la espaciosa chimenea. El vapor de los mismos muy aderezado se dejaba notar en la estancia.

            -Verás Engracia, doña Adela lleva unos días resfriada, y he pensado que un poco de leche de la cabra le vendría bien.

            -Sí, don Luis. Esta mañana la he ordeñado. Deme la lechera que trae usted y se lleva toda la que hay –le respondió Engracia alargando su mano  hacia el recipiente que el dueño del cortijo portaba.

Éste, mientras llenaba la mujer el envase  observó un conjunto de huevos que estaban depositados en un poyo de la cocina, y que Engracia los mantenía ahí hasta la llegada del “regovero”. El dinero de esto lo guardaba  hasta tener suficiente para comprar alguna ropa.

            -Digo, que ahora por lo que veo ponen mucho las gallinas –dijo el hacendado señalando los huevos.

            -Como siempre, don Luis. Los tengo hechos un montón porque hoy espero al “regovero”, pero ahora mismo le preparo una docena. Ya verá como a doña Adela le van a gustar. No hay nada mejor que la leche y los huevos para  restablecerse.

            -Gracias Engracia, te lo agradezco. Hoy lo que también me voy a llevar es el choto. Mañana domingo quiero ir con mis amigos a celebrar una comilona en la casería de la sierra.

La madre de los niños que estaba echando los huevos en una pequeña cesta dejó de hacerlo. Se volvió pálida hacia el amo sin saber qué decir.  Luego balbuceó:

-Don Luis, usted es el dueño de todo… Pobres niños míos…qué disgusto.

            Sí, los he visto jugando con él, tranquila que no les pasará nada. ¡A propósito! Otro día les traeré unas tabletas de chocolate. Los veo muy desnutridos.

Una vez en el exterior, el dueño del cortijo introdujo los huevos y la leche dentro del coche y de un bolsillo de su pelliza de solapas de lana de borrego, extrajo un cordel y se dirigió hasta donde estaban los chiquillos.  

            ¡Hola niños! ¡Venga, sujetar al animal para que les pueda atar las patas!

Estos obedecieron sin saber cuál serían las intenciones del dueño del cortijo. El animal al verse amarrado comenzó a balar de manera incesante. Su mirada dirigida a los chiquillos parecía lastimosa como suplicando la ayuda de estos. Chotillo quedó colgado del cordel con la cabeza arrastrando por el suelo mientras que don Luis iba caminando con él hacía su coche. Juanito y Ana no salían de su asombro. Una patada en la cabeza del animal paró de momento los balidos angustiosos del cabrito.

Los niños al ver el maltrato dado al animal salieron corriendo y se abrazaron llorando a las piernas del hacendado.

            -No le pegue usted a mi chotillo. ¡No se lo lleve! ¿Para qué lo quiere? Él, es nuestro único amigo –suplicaban una y otra vez. 

El señorito, impasible a la rogativa de los niños abrió el maletero y de un golpe seco lo depositó en él cerrándolo a continuación.

            -Dentro de poco la cabra parirá otro, no os preocupéis… Ja, ja, ja. Adiós.

Los dos hermanitos se abrazaron llorando sin consuelo mirando el coche que se llevaba a Chotillo, mientras que Engracia, la madre de estos, lloraba también desde hacía rato dentro del cortijo. Esta vez no quiso despedirse del dueño del cortijo.

Juanito a sus cortos años reflexionando después sobre lo ocurrido se acordó cuando una noche, uno de los peones le preguntó, qué es lo que él quería ser de mayor, a lo que contestó que ser señorito, lo que provocó las carcajadas de todos los concurrentes menos la de su padre que le dedicó una mirada áspera y reprobatoria que no llegó a entender hasta el día de hoy.

Está demostrado aquello que alguien dijo: No sirve de mucho la riqueza en los bolsillos, cuando hay pobreza en el corazón.

(¿…?)Porque supe de algo parecido a esta historia siendo niño y lo he recreado a mi manera.

 

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