miércoles, 18 de mayo de 2022

MI PRIMERA ROMERIA.


 

MI PRIMERA ROMERIA.

A todos los de mi generación, y a los jóvenes de hoy, quienes  serán los precursores de nuestras tradiciones y del amor a nuestra Patrona Santa Ana y su Virgen Niña. 

Aquella romería de mi engañosa autonomía subí al cerro junto con mis amigos por el camino que me enseñó mi madre, porque viviendo en el barrio del Camino de la Estación el atajo por las huertas era el más corto y el más sombreado, pues por la estrecha vereda que cruzaba las parcelas de los hortelanos, las exuberantes y frondosas higueras junto con otros árboles frutales  no dejaban pasar a los rayos de sol en casi todo el trecho, creándose  por ello un ambiente muy fresco y agradable ayudado por el  de las refrescantes acequias y el de los chorros que caían en las cantarinas albercas, haciéndose cierto aquello que escribí un día para una de mis hijas. Esto le decía: 

Quiero que vayas a la ermita por donde a mí me enseñaron, que por las huertas hay un camino donde oirás los trinos de los pájaros, el agua por las acequias y alguna rana cantando, las ramas de las higueras tendrás que irlas apartando, y la brisa fresca de la huerta te irá acompañando, porque yo quiero que tú pises, pises por donde yo he pisado. 

Desde la Fuente Nueva, otro camino había que se juntaba con el ya descrito de las huertas por donde uno o más veneros mantenían frondosas a varias y apretadas matas de juncos; el arroyo había que saltarlo no de un salto, sino de peña en peña, y el Puente de Palo esqueleto desvencijado de madera, aquél que fuera mudo testigo del lavado de tantas lanas casaderas, de fardeos con sangre de aceitunas y de incontables sacos a los que nosotros llamamos jerga, quiso otro año más ser romero y llevar la cuenta, de todos los que subían a la ermita por el Camino Viejo pisando piedras viejas; piedras heridas por las herraduras de borricos, de mulos, caballos y otras bestias, entre balidos de corderos que presagiaban su muerte certera. 

Un borrico cerril, “entero”, que transportaba algunos enseres además de leña, vislumbró a una burra. En pleno celo estaría la hembra porque el animal hecho una fiera blandiendo su miembro reproductor necesitó al menos a cuatro personas para sujetar a aquella fiera que no paraba de enviarle desafíos amorosos con rebuznos a la borrica. ¿A quién se le ha perdido una navaja con las cachas negras? Vociferó uno de mis amigos entre las carcajadas de todos, y hasta las de un indigente pedigüeño que solicitaba limosna en el camino enseñando el muñón de una pierna.   

Y nosotros, aquella panda de barbilampiños, la mayoría con pantalón corto porque el largo la edad no lo admitiera, subimos el camino casi corriendo, como en una escalera, no de una en una, sino de dos en dos, sin poner los pies siquiera en aquellas piedras bañadas por miles de soles y escarchas viejas. Uno de la pandilla llevaba una bota al hombro y otro algo parecido a una vela. La bota iba hasta el gollete con mezcla de vino y gaseosa; gasapón que así se le llamaba a lo light de aquella época, y no quisimos patentar este método porque hoy mordería nuestras conciencias, puesto que sin pretenderlo inventamos el botellón, ése de tanta polémica; y no vaya nadie a pensar que nuestra romería se convirtió en juerga, porque lo que llevaba el otro, aquello que se confundía con una vela envuelto en papel de estraza, no era más que una fina tripa de salchichón de sospechosa carne grasienta, por lo que con estos ingredientes, lo de habernos podido colocar, huelga.

Recuerdo que a seis reales salimos, es decir, a una cincuenta, y no entró en el lote sombrero alguno porque valían a diez pesetas. 

El monte era una atracción para cualquier chaval de aquella época, después de pasar a la ermita monte arriba nos encaminamos hasta el sitio donde está la cueva. Y allí, junto a su entrada, alrededor de sus piedras había chiquillos de mi edad y un señor explicando una leyenda, la que todos hemos oído contar, no una vez, tropecientas, de que la cueva se comunicaba con la plaza, una fábula que muchos todavía creen ser cierta. 

Visita obligada era internarnos en el bosquecillo de la Bañizuela, donde dentro de tan espesa vegetación creímos estar en la selva. En nuestro desconocimiento porque nadie nos lo advirtiera, tronchamos tallos de plantas para hacer coronas y adornar nuestras cabezas. Error, grave error, si hoy reparar pudiera, aunque ya nos lo advirtió un guarda con carabina y pelo blanco para más señas; bebiendo agua estábamos, por cierto bastante fresca, en la fuente donde seguro bebieron los primeros precursores de esta fiesta. El guarda nos reprimió con voces altisonantes, y palabras muy groseras, supongo que sus gritos llegarían hasta el arroyo e incluso hasta más allá de Cuesta Negra, tanto es así que desde la casería salió un señor bastante alto con sombrero de fieltro y buena apariencia y mandó callar al guarda, que sin rechistar obedeció de inmediato, como si el del sombrero su amo fuera, y doy gracias a aquél hombre que salió en nuestra defensa.

Los cipreses que hacen guardia a la casería de la Bañizuela fueron testigos de lo que hoy cuento, pues algunos de mis amigos cuando vieron al guarda lleno de ira, en un momento dado descolgar su escopeta, dijeron más tarde que lo mojado del pantalón era agua de la fuente, y no fruto de su incontinencia. Y a raíz de este incidente se disolvió la sociedad, se liquidó el gasapón además del salchichón, y se terminó la fiesta. 

Después, en la procesión, entre cohetes, música, y vivas, un grupo de varones portando botas de vino, algunos de ellos entrados en años, ya ebrios, en un recodo del camino al paso de nuestra veneradas imágenes cantaban empleando el soniquete de una de nuestras canciones romeras: “Señora Santa Ana, a esto no hay razón, que los ricos coman y los pobres no… Ave, Ave, Ave, María, Ave, Ave, la romería...

Un señor trajeado que portaba un cetro les recriminó diciéndoles que pararan de cantar, pues esa no era la letra de la copla romera. Una de las autoridades, le señaló a este que no les hiciera caso con un claro gesto como que los que cantaban estaban bebidos.

El maestro de la banda de música Pedro Benito Pancorbo, aprovechó para interpretar el himno a nuestra Patrona, del que es autor, pero esta vez como si los músicos estuviesen de acuerdo, me pareció que sus acordes iban más cargados de decibelios para ahogar el cántico de los borrachos, que optaron por dispersarse en el monte al igual que hicimos nosotros entre una infinidad de “charnaques”, -chiringuitos de “fardeos”- instalados por las familias romeras para resguardarse del sol, al paso que íbamos saboreando el humo de los guisos, y por entre los animales que pastaban a su libre albedrio. Un trozo de “cañadul” comprado en los aledaños de la ermita, endulzó después mis glándulas salivares. Otros compraron un pito de cerámica. También, ya en el pueblo repartimos una lechuga, una “ensalá”, hurtada a un hortelano en las huertas, había que saborear el botín. Cosas de chiquillos. 

Pongo el FIN a esta película de Cifesa, a la que no he querido proyectar al principio el NODO para no hacerla más larga.

Todo esto que cuento, está filmado en mi memoria en blanco y negro desde hace al menos sesenta y tres años, pero hoy, con tantas tecnologías, cada una de estas escenas las puedes tú querido lector/a, revertir dotándolas de los colores vivos que la naturaleza ha proporcionado al marco incomparable de nuestro cerro sagrado donde tienen su morada la Madre de Dios y su Abuela. 

 ¡FELIZ ROMERIA!

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