Quién de los de mi generación no
recuerda a aquellos antiguos zapateros. Sí, los del mandilón de cuero colgado
al cuello sentados siempre frente a una diminuta mesilla reparando y fabricando
calzado. Había al menos cinco o seis artesanos del cuero en nuestro pueblo que
desaparecieron hace años como consecuencia de la fabricación en serie de calzados.
Una parte de la planta baja de la
casa de estos laboriosos y aplicados artesanos la destinaban para ejercitar
este meritorio trabajo. El olor a cuero de aquellos habitáculos,
mezclado con el del montón de zapatos viejos por reparar que sin ningún orden
solían reposar en un rincón, junto con el olor intenso y penetrable del betún,
la cera, los pegamentos, además del que emanaba
aquél líquido rojo que le llamaban “dandi” que servía para dar color al
calzado; todos estos olores se dejaban mecer por la calle y no había que
preguntar dónde vivía el zapatero.
Sentado en una silla baja, con el
delantal ya reseñado, impregnado este de manchas negras y rojas producidas por
el bregar diario, además de algún que otro corte provocado por descuidos de la
afilada y larga cuchilla con la que
cortaba el cuero, el zapatero, alumbrado con una pobre luz que colgaba desde el
techo hasta baja altura proyectándose su haz sobre la mesa, reparaba y
confeccionaba a medida el calzado.
Me gustaba ver aquella mesita
donde trabajaba repleta de pequeños compartimentos en su base colmados de
tachuelas y clavos de distintas medidas, entre ellos, aquellos de metal en
forma de media luna que servían para que no se desgataran las punteras ni los
tacones y que sonaban tanto al andar. Las leznas de varios tamaños se
hermanaban con otros raros punzones que servirían para taladrar los duros
materiales de los calzados. Durante el trabajo de confección, la cuerda
encerada era introducida por los agujeros realizados por los instrumentos antes
reseñados; el coser a dos cabos revelaba la buena profesionalidad del maestro.
Aquellos artesanos no solo
reparaban los calzados, sino que también sabían confeccionarlos a medida por encargo del
cliente. Recuerdo que las botas para los hombres era lo más demandado, sobre todo por los más pudientes, por los
“vegueros”, “los que escupían por un colmillo”, frase esta de hondo calado en
nuestro pueblo por aquél entonces que servía para identificar a los económicamente
acomodados, el resto, llevaba los zapatos y botas a reparar con el encargo al
zapatero de “ponerle un parche” al roto.
La horma era otra herramienta que
no podía faltar en el taller del zapatero. Muchas veces esta imprescindible
herramienta servía para ampliar un poco el calzado, así es que en mis tiempos,
cuando el niño necesitaba un número más por el crecimiento normal de su
desarrollo, muchas madres llevaban los zapatos para que metidos en la horma le
diese algo de holgura, antes del desembolso de comprarle otros. En estos casos
el martillo achatado con el que trabajaba cumplía de manera eficaz su función.
Así eran aquellos zapateros de
mis tiempos donde no faltaba algún
tertuliano que le acompañaba al maestro mientras ejercía su trabajo. “Zapatero
a tus zapatos” o “Con ellos ando”, frases las dos muy utilizadas y que se
perderán con el tiempo como se extinguieron los zapateros que narro. Sirvan
estas líneas como homenaje a estos artesanos y abnegados hombres que dejaron
huella en nuestro pueblo.
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