sábado, 22 de septiembre de 2018

TODOS FUIMOS CULPABLES




Con las primeras aguas otoñales y las bajadas de las temperaturas, en mis tiempos, acudían a nuestros campos un sinfín de pajarillos a los que los agricultores torrecampeños para diferenciarlos de otras especies, a estos primeros visitantes, les llamaban “uverillos”, tal vez porque  gustaban de picotear aquellos gajos de uvas que después de vendimiar quedaban olvidados escondidos entre las pámpanas.

Para esperarlos y “agasajarlos” con un aperitivo canallesco, mucho antes, azadón en ristre se habían visitado los hormigueros en busca de hormigas de ala,  y  así obsequiar a estos pobres animalillos con estos insectos sirviendo de anzuelo en las trampas llamadas “costillas” que se colocaban en los “majuletos” y arbolicos de los arroyos y cañadas.

“Parchesillos”, así llamamos en nuestro pueblo a los petirrojos que eran los que más proliferaban, además de currucas, verdecillos, alzacolas y carboneros entre otros. Estos últimos, los carboneros, también conocidos como los “aguaquí”, entonaban su sinfonía que era como una oración clamando la lluvia. Y así,   con la llegada de estas aves, más aquellas que no eran migratorias, el campo se inundaba con sus cánticos; a veces, estos conciertos eran interrumpidos y se hacía un silencio momentáneo cuando el chasquido de la “costilla” al saltar, atrapaba entre sus mordaces alambres a algún infeliz. 

Estos pajarillos conocidos en la jerga “costillera” como “chiquitillos” quedaban relegados hasta que alguno cazaba el primer zorzal, conocido popularmente como “gordos”. A partir de ese momento los que vivían de la caza, durante el tiempo de permanencia de este pájaro en nuestros campos, inundaban los olivares con sus trampas que además de las susodichas “costillas” ejercitaban otra práctica más perversa aún, la de los  lazos conocidos como “perchas” que instalaban en las ramas de los olivos donde se solían posar los zorzales. La materia prima para la obtención de estos lazos la agenciaban con las crines de las colas de las caballerías, siempre, la mayoría de las veces, al descuido de los dueños de estos animales.   
  
En aquél tiempo, la mayoría de los hombres del campo, además de las herramientas y la talega, llevaban al menos dentro del serón  media docena de “costillas” compradas tal vez en aquellos tiempos a un artesano de nuestro pueblo muy ducho en  este menester llamado, Juan Luis.  

En las noches de invierno, esas oscuras y de ventisca, estas pobres aves se refugiaban al socaire del viento en los olivos de las cañadas y regajos, y entonces, aprovechando estas circunstancias, salían algunos bragados a cazarlas utilizando la luz de una mecha de petróleo o carburo y un palo de madera para golpear al  encandilado animal. Esta práctica era muy peligrosa pues había que conocer muy bien el terreno, ya que en la negrura de la noche había que saber muy bien donde se ponían los pies.

El bar de Civantos, cobró merecida fama por su gran experiencia en la degustación de los zorzales a la plancha. Los sábados y los domingos,  hubo un tiempo en el que los jaeneros solían venir atraídos por su rico, bien aliñado, y aderezado condumio. Además,  a estos visitantes también le servía el viaje para presumir y  hacerle el rodaje al seiscientos tan de moda en aquellos tiempos.   
   
Todos estos tipos de caza que he reseñado, para nuestro bien y para nuestras futuras generaciones quedaron prohibidos hace tiempo. Aunque tarde, nos hemos dado cuenta de tan tremendo error. Se llegaba a  presumir entonces del número de aves atrapadas  y hasta se rifaban en una ristra por la calle.

Desgraciadamente por esta falta de respeto a nuestro entorno ya no se oyen esos conciertos en nuestros campos amenizados por miles y miles de pájaros cantores. Todos fuimos culpables de ello. Yo también fui uno de los que “”puse costillas”, curé con pesticidas, y salí a cazar una noche de viento. Lo hice estando cogiendo aceituna en un cortijo sirviendo de acompañante del que llevaba el carburo, pero a lo sumo en toda mi vida  no habré matado una docena de estas aves, por lo que me declaro culpable,  y no quiero salvar mi responsabilidad por esta pírrica cantidad, ridícula  comparada con el porcentaje tan abultado de otros. O se es culpable o no. Yo lo fui.    


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