sábado, 23 de junio de 2018

PASEO POR LA VÍA VERDE



La última vez que paseé por la Via Verde, fue hace unas semanas, porque estando ahí en nuestro pueblo es esto una tentación a la que creo vale la pena ceder. Lo hice un día meón, de esos muchos que esta primavera nos ha regalado, de cielo arrebujado, pintado de nubes con jirones negros que amedrentaría a más de un andarín, pues la soledad fue mi compañera durante todo el recorrido.

Siempre que lo hago comienzo mi ruta por el punto más cercano a mí domicilio, justo, en nuestra antigua estación, solitaria ella ahora, además de silente. Si hablaran sus muros contarían historias de despedidas y bienvenidas, siempre todas al compás del chirriar de las ruedas de los trenes, entre nubes de vapor y el sonido cantarín de su campana. Digo adiós a la vieja y destartalada estación y me adentro en la vía con dirección al túnel.
Observo, como algunos árboles frutales en los terraplenes que en su día tuvieron dueño sin documento fehaciente, apuntan ya sus frutos que serán supongo, cuando sazonen, para disfrute y gozo de los viandantes. Las dos regueras que adornan el paseo antes de llegar al túnel, como consecuencia de algún venero permanecen con agua estancada, donde en sus cauces prevalece muy prolífica y vigorosa, la espadaña, sosteniendo algunas de estas plantas sus vistosos penachos, y esto me recuerda al hombre aquél que iba por las calles con un haz de estas largas hojas arreglando sillas de anea.
    
 Nunca, ni el más atrevido de mis amigos se aventuró de pequeño a internarse por el túnel, y ahora, yo, al cabo de mis muchos años lo sigo haciendo cuando estoy en nuestro pueblo, aunque siempre que me adentro, un incierto recelo me invade, como si temiera la llegada de unos de aquellos trenes a los que conocíamos como: el mixto, el balastro, y el correo. Mis pasos resuenan bajo la bóveda y me temo que estoy despertando al viejo túnel, pues sospecho que soy el primer andarín de la mañana. Observo cómo a pesar de los años, su construcción permanece firme e inexorable, y traslado mis pensamientos como homenaje hacía aquellos hombres que un día, tal vez como únicas herramientas, las de un pico y un azadón, llegaron a construir esta magnífica obra de arquería.

Al salir, algunas gotas de lluvia bendicen el campo, pero no me amilano y sigo mi camino. Una mata de alcaparras casi escondida en uno de los lados de la calzada no puede disimular su desagrado por las persistentes lluvias y temperaturas de esta lluviosa y fresca primavera y lo demuestra vergonzosa ella con el color parduzco de sus tallos, por lo que presumo de que este año las alcaparras y alcaparrones se retrasarán.
El campo es un jardín, una explosión de color y de belleza a lo que los olivos en esta época, en flor, no se quieren quedar atrás sumándose a la hermosura del entorno.

Más adelante, me sale al paso un majuelo que sostiene una enorme y exagerada carga de “majuletas” y sospecho de que este verano las de con canute con tan anunciada buena cosecha abaratarían su precio si existiese aquél hombre de nariz de pellizco que las vendía con su esportilla colgada del brazo. La de pescozones que nos hemos ganado siendo niños lanzando como dardos el hueso a través de la caña verde los domingos en la plaza.

El hinojo al ser mojado por la lluvia que cae como cribada por un fino tamiz, me regala su oloroso aroma mezclado con el de cientos de flores que adornan de manera artificial los ribazos a un lado y otro del camino. Aligero el paso y veo como algunos sauces llorones lloran la lluvia que les es regalada. Más adelante me refugio unos instantes bajo un moral y descubro con júbilo algunos de sus frutos en plena sazón. No pude contener el deseo y devoré con avidez dos o tres moras, y al instante, estallaron  de júbilo mis glándulas gustativas;  su grato y azucarado sabor sirvió para retrotraerme en el tiempo trasladándome de inmediato a aquél pasado donde recolectábamos cuando éramos niños hojas de morera para los gusanos de seda.     

Y así, llego al puente de hierro donde camino sobre las traviesas que un día sirvieron para sostener los raíles del tren. Este viejo mastodonte obra de la ingeniería de más de dos siglos atrás, guardará en su memoria la tragedia de algunos torrecampeños que no encontrando otra salida para paliar muchas y perentorias necesidades optaban por lo más difícil. También en época de estrarpelo donde al tiempo de que el tren aminorara la marcha, por las ventanillas, una vez pasado el puente, echaban fardos o talegas conteniendo productos de contrabando que eran rápidamente retirados por compinches.

Al final del puente, contemplo un higuerón “brevuo” de fruto vano, al que parece no afectarle el desnivel, ya que debe sentirse cómodo año tras año presumiendo de no padecer la patología del vértigo, muestra éste orgulloso su abundante y estéril cosecha.  Unos pasos más adelante, un cañaveral se balancea al compás de unas fuertes ráfagas de viento. Cañas que se muestran orgullosas al saberse ahora indultadas por aquellos “blanqueores” de un tiempo pasado.
Retrocedo, y a mitad del puente, de nuevo, observo la belleza del paisaje, ese paisaje que en su día nos retrató con todo acierto Manuel Moral con pintura estilo naif.
     
Un fuerte trueno inunda la quietud de las colinas y cañadas cuajadas de olivos que adornan el paisaje. Apresuro la marcha y antes de llegar al túnel, a medio camino de él, empieza a llover un poco más fuerte. Un ciclista que marcha a toda velocidad me da ánimos para llegar pronto a refugiarme bajo la bóveda. Me distancio de la vía y me cobijo de la lluvia bajo la espesura de las ramas de un viejo almendro que estoy por asegurar que nutriría de “allosas” a los que las vendían por las calles al grito de “allosas dulces”.
Refugiado bajo el enorme paraguas del almendro, contemplo como las cortinas de lluvia se mecen arrastradas por el viento antes de regar cada rincón del campo. Al poco, dejó de llover, y el arco iris apareció radiante muy a lo lejos, de seguro que sus colores impregnarían las piedras del derruido castillo del Berrueco.

De regreso a casa, casi a las puertas de junio, después de una ducha, apetecía sentarse al grato calor de una lumbre. Por vergüenza no la encendí. 
Lo que sí he encendido hoy han sido todos estos gratos recuerdos de mi último paseo por la Via Verde que he querido compartir con todos vosotros.
               
                                        Antero Villar Rosa





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