domingo, 8 de julio de 2018

MOSCAS



A la hora de la siesta, aquí en Madrid, hay días sobre todo los sábados y domingos, que reina a veces un silencio de infancia. Hasta los coches que se deslizan en una continuada hilera de un lado a otro de mi calle, ahora, dormitan a esas horas supongo en algún garaje, o puede que estén veraneando, tostándose sus chapas tal vez con otras lumbres menos ardientes que aquellas otras de rastrojos donde yo espigaba en mi niñez.

No se oye ni una mosca, dicho popular este, aunque la maldita mosca, sólo una, me ha despertado de esos quince minutos de mi acostumbrada siesta diaria del sillón, nada comparable mi siesta con aquellas otras de antaño de orinal y pijama como las que narraba don Camilo. Mosca esta la protagonista de mi relato, muy cabrona ella, cansina como las de los bares, pegajosa como las de los cementerios y veterana e incordio como las  que reinan en los tanatorios, pulula la que me ha tocado en suerte de un lado a otro del salón con un zumbido más que molesto.
Nos hemos acostumbrado a no tener moscas, y por eso como esta vez, en cuanto alguna invade nuestras dependencias tratamos cuanto antes de liquidarla. El golpe seco de un periódico enrollado acabó con el molesto insecto, y me felicité por mi eficaz puntería.  No tuve que recurrir a fumigar la estancia con ningún insecticida, o emplear otras alternativas que el mercado nos proporciona, pero me hizo esto recordar aquél aparato con el que  mi madre fumigaba mi casa que contenía un líquido al que llamábamos “fli”, el flit que muchos de mi edad recordareis que emanaba un olor muy intenso  a petróleo.

Recuerdo ir con aquél instrumento fumigador a casa de Tomás Albacete a llenar el depósito del líquido reseñado que años más tarde fue retirado del mercado por su alto contenido en DDT. Me servía de guía cuando con contados años iba a este establecimiento, el cartel de tintes Iberia que lucía en su pared. Otra alternativa en aquellos tiempos era la de utilizar cintas atrapamoscas. Estas, embadurnadas en miel colgaban del techo de las salas. Era asqueroso ver estas tiras con un sinfín de moscas muertas y otras tratando en vano de zafarse del pegajoso y dulce pegamento, lo que producía por este motivo antes de su muerte un ruido de aleteos y zumbidos constantes. Pero claro, era difícil antes no acostumbrarse a las moscas porque tenían buen calvo de cultivo ya que la mayoría de las casas eran de labranza, donde la cuadra, los animales, el “mulear” –algún día hablaré de él- y la “injaera” la del marrano, atraían y de qué modo a estos insectos.
Disfrutábamos hasta de moscas cojoneras, aquellas rubias que solian posarse alrededor de los genitales de las caballerías, las mismas que metíamos en botes y abríamos en el patio de butacas del cine. Había que ser gamberros.   

Se dice que la mosca cojonera es aquella que persiste en el incordio a animales de gran tamaño. Hoy  este díptero lo vemos con un lazo amarillo donde ha proliferado a gran escala   en cierta parte de España, todo, por no haber sacado el “mulear” a tiempo. ¡Qué pesadez! Tal vez con un poco de flit…


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