A la hora de la siesta, aquí en
Madrid, hay días sobre todo los sábados y domingos, que reina a veces un
silencio de infancia. Hasta los coches que se deslizan en una continuada hilera
de un lado a otro de mi calle, ahora, dormitan a esas horas supongo en algún
garaje, o puede que estén veraneando, tostándose sus chapas tal vez con otras
lumbres menos ardientes que aquellas otras de rastrojos donde yo espigaba en mi
niñez.
No se oye ni una mosca, dicho
popular este, aunque la maldita mosca, sólo una, me ha despertado de esos
quince minutos de mi acostumbrada siesta diaria del sillón, nada comparable mi
siesta con aquellas otras de antaño de orinal y pijama como las que narraba don
Camilo. Mosca esta la protagonista de mi relato, muy cabrona ella, cansina como
las de los bares, pegajosa como las de los cementerios y veterana e incordio
como las que reinan en los tanatorios,
pulula la que me ha tocado en suerte de un lado a otro del salón con un zumbido
más que molesto.
Nos hemos acostumbrado a no tener
moscas, y por eso como esta vez, en cuanto alguna invade nuestras dependencias
tratamos cuanto antes de liquidarla. El golpe seco de un periódico enrollado
acabó con el molesto insecto, y me felicité por mi eficaz puntería. No tuve que recurrir a fumigar la estancia con
ningún insecticida, o emplear otras alternativas que el mercado nos proporciona,
pero me hizo esto recordar aquél aparato con el que mi madre fumigaba mi casa que contenía un
líquido al que llamábamos “fli”, el flit que muchos de mi edad recordareis que
emanaba un olor muy intenso a petróleo.
Recuerdo ir con aquél instrumento
fumigador a casa de Tomás Albacete a llenar el depósito del líquido reseñado
que años más tarde fue retirado del mercado por su alto contenido en DDT. Me servía
de guía cuando con contados años iba a este establecimiento, el cartel de
tintes Iberia que lucía en su pared. Otra alternativa en aquellos tiempos era
la de utilizar cintas atrapamoscas. Estas, embadurnadas en miel colgaban del
techo de las salas. Era asqueroso ver estas tiras con un sinfín de moscas
muertas y otras tratando en vano de zafarse del pegajoso y dulce pegamento, lo
que producía por este motivo antes de su muerte un ruido de aleteos y zumbidos
constantes. Pero claro, era difícil antes no acostumbrarse a las moscas porque tenían buen calvo de cultivo ya que la mayoría de las casas eran de
labranza, donde la cuadra, los animales, el “mulear” –algún día hablaré de él-
y la “injaera” la del marrano, atraían y de qué modo a estos insectos.
Disfrutábamos hasta de moscas
cojoneras, aquellas rubias que solian posarse alrededor de los genitales de las
caballerías, las mismas que metíamos en botes y abríamos en el patio de butacas
del cine. Había que ser gamberros.
Se dice que la mosca cojonera es
aquella que persiste en el incordio a animales de gran tamaño. Hoy este díptero lo vemos con un lazo amarillo
donde ha proliferado a gran escala en
cierta parte de España, todo, por no haber sacado el “mulear” a tiempo. ¡Qué
pesadez! Tal vez con un poco de flit…
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