Ir en mi niñez a Jaén era toda una
aventura. Anhelaba el viaje contando los
días para viajar a la capital. La
primera vez que lo hice fue acompañado
de mi madre y de mi abuelo para comprarme los zapatos de mi primera comunión. Para
ello, no había otro establecimiento más
recomendable que aquél donde iban la mayoría de los torrecampeños, que era a
casa de Antón, comercio que estaba si mal no recuerdo en la Puerta
Barrera. Me llamó la atención el enorme zapato que había a la entrada, y el
olor tan característico que emanaba la tienda; era algo así como una mezcolanza
propia del caucho de las incontables zapatillas, combinado con el del cuero de los cientos de
zapatos que de seguro albergaban sus estanterías.
El medio de transporte más usual y más
cómodo para ir a la capital era utilizando el autocar de Manuel Alcántara, y
para ello había que ir al menos una hora antes a sacar los billetes. Y allí, dentro
del garaje que estaba frente donde están
las dependencias de Oleocampo, le recuerdo en su oficina expendiéndolos a
través de una ventanilla. Preguntaba el nombre y apellidos del viajero que
inmediatamente escribía de manera parsimoniosa en un taco taladrado para cortar el ticket, pero antes, ponía debajo un papel de calco para quedarse
con una copia. Seguramente eran normas
establecidas en aquellos tiempos. Sus gafas de cristales redondos le ayudarían
supongo en el manejo de la escritura.
La ilusión desbordante del viaje hacía
que disfrutara de él desde días antes. Ansiaba
montarme en aquél primitivo autobús para
luego presumir ante mis amigos. Recuerdo que aparcaba aproximadamente donde ahora está la
confitería. El meterme dentro del autobús y ocupar un asiento de eskay al lado de la ventanilla fue un gozo desmesurado
que apagaba el del olor intenso a gasolina que sin querer se saboreaba dentro.
Cuando el chófer, un hombre de ojos prominentes, de cara arrugada, que lucía un
blusón de color azul puso en marcha el vehículo, recuerdo que mi madre se
santiguó como el resto las demás viajeras y eso me produjo cierto recelo.
Ya en la capital, miraba todo extrañado,
los edificios tan distintos de los del pueblo, el trasiego de tanta gente por
las calles, donde mujeres con cestos se mezclaban con militares, clérigos, y
monjas, además de los coches que circulaban por las principales avenidas, a los
que un guardia urbano ayudaba al tráfico
de los mismos, todo esto lo retengo en mi memoria entre otras más cosas, además
de albergar la sospecha de que las
gentes nos identificaban como catetos y pueblerinos. Fueron estos algunos pequeños detalles que quedaron impresos en mi
mente para siempre, y por estas cosas, mi anhelo por mi viaje se transformó en
desasosiego deseando volver a montarme de nuevo en el autobús y regresar al
pueblo. Muchas de estas extrañas sensaciones la percibí nuevamente recién
llegado a Madrid hace ya más de cincuenta años.
El hermano de mi abuelo paterno era
conocido en el pueblo como José el Cochero porque tenía una calesa tirada por
caballos y se dedicaba a llevar viajeros a Jaén; me remonto a últimos del siglo
XIX y principios del XX. Este familiar no
escribiría de cómo era Jaén en sus tiempos, ni tampoco de su coche caballos. Lástima,
era otra época.
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