Año 1956
Es media mañana. Los
ecos del que vendía las tortas de la confitería que a veces se mezclaban con el de los churros –tallos calientes- ya se han apagado. Llego a la plaza y me acerco
hasta el quiosco del Torero donde un
grupo de niños de mi edad hojean tebeos. Me cuesta una perra gorda leer el
último ejemplar salido del Capitán
Trueno.
Nunca se me dio muy
bien saltar los baluartes o “pinetes”
que adornaban los muros que circundaban una parte de la plaza, en cambio a
Pablo Villar y a su hermano Keko, los
hijos del empleado del Banco Central, el del bigote, son unos acróbatas, pues van saltando junto
con otros chavales cada uno de los chirimbolos sin importarles el peligro que
ello conlleva.
Es domingo. La gente se
agolpa en uno de los laterales de la plaza para ver a unos novios que se
dirigen a la iglesia para casarse. Delante, va la novia del brazo del padrino,
detrás, lo hace el novio y la madrina, a los que les siguen todo un séquito de
gente de las dos familias mientras las campanas redoblan a fiesta por ser
domingo.
Hay músicos uniformados
con sus instrumentos que se mezclan entre el bullicio de la plaza y van poco a
poco dirigiéndose hacía un espacio
establecido donde todos los domingos ofrecen un concierto. Ya sentados frente a
sus atriles esperan la indicación del maestro Pedro Benito Pancorbo para
iniciar la función. Juanito González, el
Ito va indicando a la gente con los
dedos y poniéndose rígido, que son dos las personas fallecidas hoy en el
pueblo. Después, se sitúa cerca del maestro de música, y allí permanecerá con una trompetica de juguete
en las manos hasta que suene la última partitura. El pasodoble Amparito Roca, así como El
Gato Montés, son muy aplaudidos por la concurrencia. El color negro de la
vestimenta de las mujeres mayores y el de los galones del mismo color que lucen
muchos hombres en las mangas de las chaquetas de “ballico”, más las chalinas
del mismo color que cuelgan en sus cuellos, se confunden ahora con la gama de
colores vivos que visten los chiquillos que han salido del cine de la función
de la mañana y se mezclan entre el gentío.
En una pared cercana a
la confitería, la cartelera del cine Risán anuncia para el matiné una de tantas
películas del oeste de Bob Steele, en
torrecampeño, Boteles, y para la noche, Scaramouche,
de Stewart Granges. Merodeo junto
con algunos amigos por los aledaños del cine para ver si podemos conseguir un
prospecto de esta película. De nuevo las campanas de la iglesia voltean a la
salida de los recién casados. Ahora, los novios del “bracete” se dirigen a la casa donde se celebrará el refresco junto con los invitados a la
ceremonia.
De regreso a casa me
paro en el herradero donde Eduardo y su hijo Pedro, ayudado por otro empleado,
tratan de herrar a un mulo cerril al que por seguridad para evitar alguna coz
le tienen amarradas las patas. Me gustaba ver con la maestría que clavaba los
clavos en los cascos de las caballerías Eduardo, y como con aquél instrumento
cortante sacaba virutas de las pezuñas
del animal hasta reducirlas antes de ponerles las herraduras.
Vuelvo a la plaza por
la tarde, lo hago junto con algunos de los amigos del barrio. Dos borrachos van
hablando entre ellos dando bandazos de un lado a otro de la avenida. A veces
tienen que parar y sujetarse en algunos de los árboles de “bolicas” (en botánica cinamomos) del Camino de la Estación. Uno de
mis amigos, Bastián, q.e.p.d., les reprende
a voces con gritos de ¡paloma, paloma! que
significaba en mis tiempos: borracho, a lo que no tardamos en sumarnos los
demás. Uno de los beodos nos dice que nos da una peseta si dejamos de llamarlos
paloma. Mi amigo, el agitador, coge
la peseta e intenta quedársela para él, pero su hermano Diego Rubio de manera terminante
le ordena repartir el botín entre los cuatro que formamos el grupo en el que
también se encuentra Juanito Peragón, que asimismo nos dejó hace muchos años. Tocamos
a real. Ya tenemos para ayudar a la entrada del cine a la primera función. ¡Qué
golfos y gamberros éramos!
La fuente o mejor dicho
Los Caños que estaban mirando siempre al Camino de la Estación caen cada uno de
los chorros en su desagüe. Es extraño que no haya nadie como es habitual
llenando cántaros. El agua se pierde en el abrevadero donde un hombre da de
beber a una yunta de mulas. Juan Diego riega los boneteros de Los Jardinillos y
algunas incipientes macollas de dompedros que antes de la feria abrirán sus
flores al atardecer de cada tarde. Mañana este conocido empleado del
ayuntamiento llevará en un carrillo de mano dos recipientes de aluminio llenos
de agua a los colegios del Caminillo para la leche en polvo que tomamos todos
los días.
En los banco de la
plaza y en los poyetes hay algunas personas en animada charla. Un hombre subido
en su caballería pasa por la puerta de La
Peña donde hay tertulianos bajo
un toldo color amarillento que se sostiene con puntales de metal anclados en la
plaza. Están sentados alrededor de veladores a un lado a otro de la calle. La
mula, al pasar por el pasillo entre ellos, suelta una buena ración de olorosas
boñigas (en torrecampeño cajoneras)
que van desperdigándose al paso lento de su caminar. Uno de los tertulianos que luce un traje adornado con un pañuelo
blanco en el bolsillo de la chaqueta se levanta e increpa con voces
destempladas al de la caballería. Este, vuelve con gesto serio la cabeza hacía
el que vocifera pero no dice nada. Cuando deja de hacerlo y mira para la calle
Las Cruces lo hace con una sonrisa que le llega de oreja a oreja. Un orondo
municipal que se encuentra sentado en una silla en la puerta del ayuntamiento
se levanta y se encamina para ver qué sucede. Al levantarse muestra el ancho
cinturón de su uniforme escondido antes cuando estaba sentado por su abultada
barriga. Al poco vuelve a su silla y de forma parsimoniosa lía un cigarrillo.
Tengo un puñado de
prospectos de cine para jugar a las bolas en las inmediaciones del cine, o
cambiar los repetidos. Mis amigos y yo nos dirigimos hasta allí. Al cabo de un
rato de estar jugando un chiquillo grita de manera desaforada que van a salir
los bautizos de la iglesia. Todos los chiquillos que estábamos jugando salimos
corriendo en tromba. Cuando sale la madrina con el primer niño en brazos
envuelto en su faldón, todos los chavales a una sola voz gritamos “!arroña, arroña, arroña!”. El padrino ya
preparado echa mano a sus bolsillos y lanza al aire varios puñados de monedas,
todas perras gordas y perrillas que entre empujones y alguna pelea que otra vamos
recogiendo. Al padrino que no lo haga, oirá a coro “!engorruñio, engorruñio!”.
Estoy contento, el
dinero para ir al cine, lo tengo asegurado, pero he de pedir permiso a mis
padres para la primera función. Mis padres acceden a cambio de que al día
siguiente después del colegio debo de ir a la fuente a por dos cántaros de
agua.
Empujones, codazos y
algún que otro golpe para entrar en el gallinero. Mientras gritamos <<que lo echen ya>, una espesa niebla
reina en el cine por el humo del tabaco. El Nodo se ve difuso y Joaquín desde
la sala de proyección tiene que mandar a voces que se abran las ventanas del
gallinero.
Cuando salgo del cine
los “mosicos y mosicas” que daban
vueltas y más vueltas en la plaza ya se marcharon. Algunos de ellos/as se habrán
enamorado hoy. Años más tarde -creo que prematuramente-, cuando las hormonas
de la pubertad de manera inexorable se agitaron en mí ser, yo, como tantos
otros, también utilicé las viejas y heredadas técnicas de la seducción dando
vueltas en nuestra plaza. Claro que aquello, como todo lo que narro en este escrito,
eran otros tiempos
Antero Villar Rosa
No hay comentarios:
Publicar un comentario