Mi reconocimiento y
gratitud a toda la gente de la carretera, y en especial a los camioneros,
engranaje esencial para nuestro
bienestar demostrado en esta pandemia.
Llueve y está mojada
la carretera, qué largo es el camino que larga espera, así empieza la canción
de Julio Iglesias titulada La Carretera. Hoy,
escuchando la letra tan evocadora de esta canción, mi imaginación ha volado en
el tiempo recordando pasajes y vivencias de tantos viajes como habré hecho a lo
largo de cincuenta y dos años a nuestro pueblo.
Recién llegado a Madrid tenía dos posibilidades de viajar hasta
Torredelcampo, una era en tren, con salida a las 11,45 de la noche y llegada a las
nueve de la mañana. La otra manera de viajar hasta allí era en autobús, en La Pava, cuyos garajes estaban en el
barrio de Delicias, en la calle Palos de Moguer. Puntuales siempre a la hora de
la salida pero informales con la hora de llegada puesto que a partir de la
localidad de Ocaña se terminaba la
autovía existente transformándose la Nacional IV a partir de este punto
en carretera de una sola dirección, por lo que había que armarse de paciencia ya que en el
mejor de los casos las seis o más horas de viaje estaban siempre aseguradas.
Pero había otra manera de desplazarse que descubrí con el tiempo y que os
cuento. En los aledaños de la estación de Atocha había un bar que dicho sea de
paso su estampa desde fuera no invitaba a pasar. Era un cuchitril mugriento con
los fogones ennegrecidos y una plancha con costras de rancias grasas en la que
casi siempre andaban chamuscándose algún chorizo, morcilla o alguna que otra
salchicha para atender el apetito de una clientela poco exigente, casi siempre
viajeros que pululaban por las inmediaciones de la estación con un estómago
poco sibarita y un tanto menos escrupuloso. Y allí en su interior, entre el
humo del tabaco y el de los fogones nada más acomodarme en la barra con el bolso en la mano porque en suelo no se
podía dejar por la cantidad de desperdicios existentes, no tardaba en acercarse
cojeando un hombre con aspecto de indigente que de soslayo me preguntaba el
destino de mi viaje. Con la taza de café en mi mano y de forma muy discreta le
respondía que quería ir a Torredelcampo.
-Tiene usted suerte amigo -me contestaba
con mucho sigilo aquellas veces que no tenía que esperar- hay uno que es de
Jaén que le va a llevar hasta su pueblo.
Está a la vuelta de esta calle en un Seat 1500 y al que solo le falta un
viajero. Sígame usted distanciado a unos metros de mí y le llevo hasta donde
está aparcado.
Todo esto lo hacía con mucha cautela ya que la policía secreta siempre
merodeaba por allí pues era delito el hacerle la competencia a la Renfe, y este
individuo según me contaron estaba fichado por reincidente.
Después de darle los cinco duros de rigor que reclamaba con descaro por su
trabajo a aquél sujeto de mala catadura,
frase que recuerdo de los tebeos de Roberto Alcazar y Pedrín, me internaba en
el coche. A partir de aquella primera vez, casi siempre mis viajes para ver a
mi familia y a la novia lo hacía utilizando este medio a últimas horas de la
tarde, así que la mayoría de las veces era noche cerrada al pasar por Aranjuez y ya el silencio imperaba dentro del vehículo
invitando a dar alguna que otra cabezada. Siempre eran taxistas que venidos
desde la provincia a Madrid con alguna familia, aprovechaban para llevarse de
regreso algún pasajero.
Kilómetros pasando
pensando en ella, ¡qué noche que silencio, si ella supiera! Las luces de los
coches que van pasando, el ruido de camiones acelerando. No hay gente por la
calle y está lloviendo, los pueblos del camino ya están durmiendo. Los bares a
estas horas están cerrando, hoteles de parejas siempre esperando.
La letra de la canción de Julio Iglesias vuelve a proyectar en mi memoria
momentos de aquellos viajes. Uno de ellos, en pleno invierno, poco antes de
llegar a Despeñaperros, una niebla muy espesa hizo que nos detuviésemos de madrugada en un
restaurante de carretera. Recuerdo que en el local había muchos camioneros que
al igual que nosotros no se atrevían a penetrar en la enmarañada y serpenteante
carretera que se prolongaba a partir de ahora durante kilómetros, de doble
circulación, con curvas sinuosas, cuestas pronunciadas, pendientes de tobogán, y
además con una niebla muy densa y meona. Pasado un rato, uno de aquellos
aguerridos camioneros, dijo que emprendía viaje. El conductor de mi vehículo mandó
montarnos a todos en el coche ya que según él, aunque lentamente, el camión nos
abriría camino siguiendo detrás de él hasta pasar Despeñaperros.
Y así fue como aquella noche cruzamos este famoso paso montañoso. Después,
Antonio, el taxista, al llegar a La Carolina se desvió para llevar a una
familia que nos acompañaba hasta una pedanía cerca de Úbeda, y para que la
letra de la canción se haga cierta, nos detuvimos durante el trayecto para dar
paso a un tren largo y lento que nos cruzó el paso.
Cuando llegamos a Torredelcampo, nuestro pueblo todavía dormía, esta vez al
son de los acordes de la relajante
música de las canales.
Os preguntareis quién era el taxista de aquella noche y os diré que se llamaba
y se llama Antonio, al que no quiero identificarlo por el apodo. Este hombre
hoy, de edad avanzada, conocía y conocerá al dedillo donde vivimos cada uno de
los torrecampeños en Madrid, y hablo en
presente porque todavía está lúcido. Hace poco, al cabo de mucho tiempo le
llamé. Quería saber de él, del hombre siempre servicial que antes de tener yo
coche me llevaba al pueblo a ver a la novia y a la familia, y después en muchas
ocasiones acompañado de mi esposa y de mis hijas siendo estas pequeñas. Cuando
regresábamos, recuerdo que su maletero llegaba a convertirse en una despensa de avíos que la familia nos
proporcionaba. Siempre, y sin ningún reproche por su parte, había hueco para la
garrafa de aceitunas y las cajas de aceite.
También cabían en su coche nuestros suspiros a la hora de dejar el pueblo,
y esto, creerme, pesaba más que todo el
equipaje.
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