Aquél año, habiéndose ya despedido las pocas atracciones de feria del descampado de lo que hoy es la calle Pintor Manuel Moral, los chiquillos teníamos que buscarnos otro entretenimiento y no el de merodear de día por entre los cachivaches y las casetas de turrón contemplando a veces como con nuestro griterío despertábamos a algún que otro feriante, como el que dormía en el suelo escondido bajo la sombra de los caballicos, el que cuando esto ocurría salía tras de nosotros vociferando por haberle alterado el sueño. Había pues que agenciarnos otra forma de entretenernos como era la de buscar nidos de tórtola en los olivares más próximos al pueblo.
Mordisqueando una
manzana de aquellas no muy voluminosas de color blanquecino que decían que eran
del rio, salí de casa en busca de mis
amigos. (Con relación a estas manzanas muy sabrosas que se cultivaban en las
huertas del rio Guadalbullón, he de añadir que eran de temporada, las únicas
que por aquél entonces se comercializaban durante el año, al menos en nuestro
pueblo. Luego, en mi adolescencia, empezaron a llegar a los mercados en todos
tiempos para asombro de los mayores, manzanas de la variedad golden, a las que en nuestro pueblo las
bautizamos como peros), pero volvamos
a la calle.
Al llegar al Camino de
la Estación ya iba acompañado por mis amigos: Pepe Mena, y Manuel Rubio, el Parejo. Paulino, el hijo del guardia civil Fernando que estaba
jugando en la elevada explanada del cuartel donde ahora está el colegio
Príncipe Felipe, quiso unirse a nosotros pero alegó que teníamos que esperarlo,
así que para ello subimos una de las dos escalinatas de izquierda y derecha que
daban acceso al cuartel y nos dispusimos a hacer tiempo cobijados bajo la
sombra de uno de los dos árboles que adornaban la terraza, siempre, bajo la
atenta mirada del bueno del guardia Ortega que hacía el servicio de puertas. A
Paulino lo vimos salir de una de las viviendas en bajo ubicadas en el patio
empedrado del interior del cuartel e inmediatamente nos dirigimos avenida abajo
revueltos entre la gente que iban a esperar la llegada del tren correo.
Dejamos a nuestra
izquierda las vagonetas de alquitranar del contratista Capiscol que sin ningún
orden establecido reposaban entre hierbajos secos en el descampado de la “tiladora” –término torrecampeño que identificaba el paraje, ya que en su día
existió allí una destiladora-. Al fondo, a lo lejos, se divisaba el yugo y
las flechas entre un paisaje de rastrojos barbechos y alguna que otra era. La
casa de don Manuel Pulgar, el médico, se erigía distanciada de la avenida y se
accedía a ella mediante un corto camino enlosado. Un anuncio de Nitrato de Chile
colgaba en la edificación colindante propiedad de don Salvador el practicante y
pareciera como que el caballo y el jinete que figuraban en el poster estuviesen
siempre observando al taller mecánico existente en la acera de enfrente, como
también a la casa de Juan Moral (el zorro)
el padre de mi amigo Antonio Tomasico
.
Dos vacas subían la
avenida a marcha lenta bajo la atenta
mirada siempre de su amo en busca del abrevadero de Los Caños sembrando a su
paso de blandas boñigas la calzada del Camino de la Estación. El chalé de
Juanito Valderrama ejemplo de modernidad, sobresalía entre todos los inmuebles
de alrededor arropado en uno de sus lados por la casa de Vicentito. La
solitaria casa de Lola y Pablo, -los de
las vacas- le hacía de escolta al
chalé en la esquina de enfrente casi siempre adornada esta por la ropa lavada
puesta al sol que las mujeres tendían en
la hierba ahora seca en los solares linderos.
Al cruzar la carretera,
en el margen derecho aparecían algunas edificaciones de reciente construcción
situadas frente donde hoy está la gasolinera. El resto, casi todo era campo. Descendiendo
con dirección a la estación, en el ala izquierda surgía un complejo amurallado
a lo que se le conocía como El Saladero. Lo componía la vivienda de la familia
Martínez, sus amplios jardines, el matadero de cerdos, las salas de despiece y
elaboración de embutidos, además del establecimiento al público por el que se
acedia desde el Camino de la Estación por una puerta que colindaba con una
verja del referido jardín. Las veces que entré a comprar a este establecimiento
acompañado por mi madre, recuerdo un pasillo largo y una sala con un mostrador
de azulejos blancos, todo bañado por el aroma propio de las chacinas.
El molino de aceite de
la Cooperativa Santa Ana veía día tras
día como algunas edificaciones en calles transversales de reciente diseño se
iban aproximando a la almazara. Aún faltarían algunos años para que Pedro
Pancorbo, el que fuera encargado de esta entidad, hoy jubilado, plantara los
pinos dentro de su recinto. Pinos que algunos aún perduran y que estoy seguro
habrán mecido a cientos de millares de pájaros que acostumbraban al anochecer
buscar refugio entre sus ramas sin importarles a veces cuando el viento
arreciaba en noches de invierno el ruido de su desoladora música de silbidos.
Dejado atrás El
Saladero, aparecía un terreno que limitaba con un arroyuelo seco que provenía
desde Los Puentecillos en el que sobresalía un manzano que para el mes de junio
cuando las manzanas no eran más gordas que un madroño ya dábamos buena cuenta
de ellas los chiquillos atentos siempre al dueño, manzanas a las que llamábamos
perillos enanos, también existía un
árbol pequeño que daba fuera de época moras muy sabrosas y que después de
muchos años estoy por asegurar que no era otra cosa que frambuesas. La casa de
reciente construcción de Antonio Perete
aparecía solitaria alejada al otro extremo del arroyuelo en medio del campo
antes de llegar a la estación.
Llegado a la estación,
esperando la llegada del tren correo había un nutrido grupo de personas entre
las que destacaban algunas madres que esperaban ansiosas la llegada del hijo
que venía licenciado o con algunos días de permiso. No estaba bien visto en
aquél tiempo que las novias fuesen a esperar al novio en la estación. Allí no
faltaba Gregorio el peatón (El Patón)
empleado de Correos que con su valija al hombro esperaba a que los ambulantes
desde el vagón le entregaran la correspondencia. Tampoco faltaba Cabeso, el que fuera el pionero del
transporte en patín. Este hombre vivía en una miserable casilla en condiciones
infrahumanas lindando con la pared del molino de don Damián en la explanada del
ferial donde jugaban al fútbol los equipos El Rayo Azul y El Calavera.
El jefe de la estación
a golpe de campana anunció la pronta llegada del convoy que ya se sentía silbar
a lo lejos. Mi amigo Manolo, El Parejo, se
hizo de un alambre y fabricó con él algo parecido a unas gafas y lo depositó en
uno de los raíles entre los gritos de la
gente que le alertaban del peligro ya que el tren se estaba aproximando. Cuando el tren inició de nuevo la marcha y se
internó en el túnel entre una humareda de vapor, Manolo recogió el alambre
ahora aplastado del grosor de una hoja de papel y los cuatro amigos cruzamos la
vía camino de los olivares del Caballico en busca de nidos de tórtola, nidos
que después de descubrirlos los dejábamos para otro día volver y ver como
crecían los pichones.
Nada más amigos. He
querido dibujar con mis palabras una buena parte del Camino de la Estación, el
que fue escenario de mi infancia.
Antero Villar Rosa
Pd. Los apodos los
menciono de forma cariñosa sin ninguna acritud, y sobre todo bañados con mi más
profundo respeto.
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