sábado, 19 de septiembre de 2020

PASAJES DE AQUÉL MADRID DE LOS AÑOS SESENTA

 Ahora, cuando algún joven se marcha lejos de nuestro pueblo a trabajar a alguna ciudad, bien porque lo hubieran destinado como funcionario o porque hubiese encontrado en ella un trabajo estable, lo primero que suele hacer es en una primera avanzadilla  visitar la ciudad de destino para buscar un piso alquilado o bien utilizando su red de amistades una vivienda compartida con personas afines. Me parece estupendo, pero antes, en los años sesenta la cosa era diferente.

Entonces, la maleta de madera o de cartón delataba en Madrid al venido de provincias. Lléveme a una pensión, (pensión que la mayoría de la veces era provisional hasta encontrar una “patrona” más asequible) era la frase más repetida a los taxistas que en la estación de Atocha esperaban a los trenes que venidos de Andalucía descargaban su abigarrada carga humana repletos de gentes buscando un futuro mejor. Había que estar muy atentos ante tantos carteristas, timadores, y descuideros que pululaban por los andenes y en el hall de la estación, donde estos sinvergüenzas se valían de la ingenuidad de los pueblerinos robándolos o timándolos.

La picaresca del taxista dando vueltas por varias manzanas hasta llegar a la pensión para aumentar el contador de la carrera, era otra forma de aprovecharse del recién llegado. En la calle de Atocha y sus aledañas, así como en el barrio de Tirso de Molina y Antón Martín, abundaban las pensiones. En la fachada de todas ellas un cartel de porcelana blanco con letras de color negro anunciaban el establecimiento como este que cito a modo de ejemplo: Casa de Huéspedes Amparo. Piso tercero. Sólo huéspedes estables. Las persianas alicantinas de tablillas de color verde en los balcones y ventanas,  destacaban sobre el sucio de las fachadas de estos barrios antiguos que hacían añorar a viajeros nostálgicos, al pueblo blanco andaluz que dejaron atrás.

Algunas de estas pensiones disponían de toda una planta del edificio con pisos comunicados. Los precios variaban dependiendo si la habitación era individual, o compartida con  dos o más inquilinos que incluía además una ducha gratis a la semana y a cinco duros las restantes.  Aquellas casas de huéspedes solían oler a cocido muchos días, inundando con el olor a berza la escalera comunitaria para por la noche el caldo del mismo transformarse en una sopa olorosa de fideos con hierbabuena. A la hora de la cena, en el comedor, allí se podía ver entre otros a aquél que fuera oficial de notaria ya jubilado desde hace años que no tenía más familia que la amistad con la “señá” Amparo dueña de la pensión. Al sereno, gallego este, que uniformado salía disparado nada más terminar la cena a realizar su ronda. Al viajante cántabro de conservas de pescado, al matrimonio valenciano rentistas de pisos que siempre hablaban entre ellos sobre el trabajo que les costaba cobrarles el alquiler a sus arrendatarios. Allí estaba también el viejo actor de teatro de papeles irrelevantes venido a menos, que decían que debía no sé cuantos meses a la señá Amparo y que le recitaba el Tenorio de Zorrilla a la chica que con cofia y mandil blanco servía las mesas, y tantos personajes extraños que acompañados por las vinagreras y el salero cenábamos solos cada uno en nuestras mesas mirándonos unos a otros de soslayo. Qué tristeza envuelve a todo mí ser cuando ahora observo a alguien cenando solo. 

El periódico Ya en la sección de ofertas de trabajo dedicaba todos los días varias páginas ofreciendo empleos, la mayoría de ellos solicitando mano de obra para la construcción y también de las más variopintas profesiones, ayudando al recién llegado a buscar un puesto de trabajo de manera rápida.

La vida en aquél Madrid de los años sesenta, de camisas blancas de tergal, prenda muy de moda en los hombres, de autobuses atestados, donde en las horas puntas la gente iba hacinada en ellos pareciendo querer derramarse los viajeros sobre el asfalto dado que las puertas permanecían abiertas durante su recorrido. El  rancio y espeso olor de entonces del metro donde la gente andaba deprisa y a veces corriendo por sus intrincadas galerías desde primeras horas de la madrugada en busca de su puesto de trabajo. Los letreros en los vagones: Prohibido escupir, y Asiento destinado a caballeros mutilados, siguen perdurando en mi memoria como todo lo narrado, recuerdos que colecciono en mi mente en un álbum de estampas viejas desgastadas por el paso de los años, todas ellas en blanco y negro de un tiempo pasado en  aquél Madrid de los años sesenta.  

Bueno, os dejo, pues tengo que escribir a mi novia y también a mis padres para contarles cosas como estas que hoy os he contado.

Ja, ja, ja,… Ya quisiera yo volver al Madrid de entonces, donde para comunicarme con mi novia y con mi familia lo más común era escribirles una carta. ¿Cuántas cosas como estas que hoy os he contado les explicaría yo a ellos a través de aquellas cartas diarias?

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