No hay calle en nuestro
pueblo que no tenga, una, dos, o más casas viejas cerradas. Algunas, mantienen
un cartel de “Se vende” ya descolorido por el paso del tiempo, mientras que el polvo
en sus puertas y ventanas, así como la
falta de cal o pintura en sus fachadas, denotan
un abandono más que palpable.
Fueron algunas de ellas
las casas donde vivieron nuestros padres y abuelos, las mismas en las que
vinimos al mundo muchos de los que ya andamos echando cosas en la maleta para
cuando nos llamen. Casas estas llenas de vida hace setenta, ochenta o más años
y que hoy estamos dejando morir no solo su estructura, sino la historia
familiar que encierran cada una de ellas.
Fueron viviendas
construidas sin permisos ni licencias, ni dibujadas por delineantes o
arquitectos, pues la idea sobre el diseño la ponía el dueño al albañil en base
a sus necesidades, y este, utilizando la materia prima existente para la
construcción en aquellos tiempos que eran piedras, ripios, y yeso, edificaba la
casa. ¿Cuántas viviendas fueron construidas con el yeso elaborado en Los
Hornillos? La herida profunda en la pequeña colina sigue siendo testigo
palpable del barrenado habido hace años en sus entrañas. La llegada novedosa
del cemento conocido al principio en nuestro pueblo como “porla” (de Portland) sustituyó al yeso. Recuerdo las casas de
quienes “emporlaban” la planta baja
sustituyendo al tradicional empedrado con yeso derretido, ser visitadas por un
rosario de gentes, sobre todo mujeres, que iban a comprobar lo “lisico” que quedaba el suelo, lo que
ayudaba a la hora de barrerlo y de fregarlo.
Ahí siguen estando esas
casas, algunas ruinosas que fueron en su día reflejos de alegrías incontables y
cómo no, de infinitas tristezas que anidarán todavía en sus viejos muros esperando que alguien vaya a
despertar a estos sentimientos, aunque para muchos, presumo, que todo lo que
hay dentro de ellas sea ya memoria
perdida.
Casas de pajar en la
cámara, con piquera que desembocaba en los pesebres. De graneros tabicados
donde reposaba la cebada para las bestias y otras semillas cosechadas. Cámaras
algunas que todavía albergarán utensilios de labranza como horcas, “viergos” y zarandas que colgarán en sus
paredes o en alguna viga de madera. Desvanes estos, donde en sus rincones,
entre las telarañas, seguro que reposarán viejas cántaras de metal y ánforas
repletas, no de aceite, pero sí de recuerdos. Todo este bagaje de utensilios
estoy seguro que echarán de menos al niño que subía temeroso durante la cena a
por un melón por encargo de su padre, y que estando allí huía aterrado por las
figuras aleatorias que dibujaban las sombras en la pared cuando algún objeto
colgante se bamboleaba ante la menor brisa de aire.
Habitaciones las de
estas viejas y desvencijadas casas donde seguirá estando en alguna de ellas todavía la veterana
cama de los abuelos, aquella de hierro con relucientes perinolas doradas, y que
ahora, motivado por la herrumbre, ya no
se verá reflejado en su metal el cuadro de grandes dimensiones con la foto en
blanco y negro de los antepasados de ellos, fotografía que estará más que difuminada por el paso del tiempo a
pesar de seguir guarecida en un cristal, hoy presumiblemente deslucido con picaduras
irisadas que seguirá donde siempre, colgado en la pared haciendo guardia a la
vieja cómoda.
Hogares los que describo que quisieran seguir
manteniendo el olor a viejas lumbres de palos de olivos que crepitaban en el
fuego en el invierno entre el murmullo de los hervores de su savia que se
derramaba por el liso corte producido por el hacha. Muros y paredes los de estas
casas hoy agonizantes que fueron
empapados hace años por espesos y rancios sabores a morcillas y chorizos en
aquellas matanzas añoradas, y que hoy olerán a humedad y a aire viciado. Casas
estas, muchas de ellas bañadas hace tiempo a las puertas del otoño por el aroma
a matalahúga, mezclándose a veces este
olor con el de los tomates de la huerta que eran triturados para la conserva.
Hogares estos donde
nacieron niños que castigados sus padres a no tener libros de recetas de cocina,
tuvieron la fortuna de jugar sin
juguetes en la calle hasta bien entrada la noche. Las voces de sus madres
llamándolos a gritos para acostarse me parece haberlas oído hoy cuando entrando
con sigilo en mi ensoñación a una casa como las que describo, me he encontrado
en un puchero de barro estos recuerdos que comparto contigo, recuerdos todos de
un pasado feliz vividos por mí en un pueblo llamado Torredelcampo, en el que
aún me parece seguir jugando con mis amigos, aquellos que en la calle pasábamos las horas, Amaral.
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