sábado, 19 de septiembre de 2020

LAS CASAS DE NUESTROS MAYORES

 


No hay calle en nuestro pueblo que no tenga, una, dos, o más casas viejas cerradas. Algunas, mantienen un cartel de “Se vende” ya descolorido por el paso del tiempo, mientras que el polvo en sus puertas y ventanas, así como  la falta de cal o pintura en sus fachadas, denotan   un abandono más que palpable.

Fueron algunas de ellas las casas donde vivieron nuestros padres y abuelos, las mismas en las que vinimos al mundo muchos de los que ya andamos echando cosas en la maleta para cuando nos llamen. Casas estas llenas de vida hace setenta, ochenta o más años y que hoy estamos dejando morir no solo su estructura, sino la historia familiar que encierran cada una de ellas.

Fueron viviendas construidas sin permisos ni licencias, ni dibujadas por delineantes o arquitectos, pues la idea sobre el diseño la ponía el dueño al albañil en base a sus necesidades, y este, utilizando la materia prima existente para la construcción en aquellos tiempos que eran piedras, ripios, y yeso, edificaba la casa. ¿Cuántas viviendas fueron construidas con el yeso elaborado en Los Hornillos? La herida profunda en la pequeña colina sigue siendo testigo palpable del barrenado habido hace años en sus entrañas. La llegada novedosa del cemento conocido al principio en nuestro pueblo como “porla” (de Portland) sustituyó al yeso. Recuerdo las casas de quienes “emporlaban” la planta baja sustituyendo al tradicional empedrado con yeso derretido, ser visitadas por un rosario de gentes, sobre todo mujeres, que iban a comprobar lo “lisico” que quedaba el suelo, lo que ayudaba a la hora de barrerlo y de fregarlo.    

Ahí siguen estando esas casas, algunas ruinosas que fueron en su día reflejos de alegrías incontables y cómo no, de infinitas tristezas que anidarán todavía en  sus viejos muros esperando que alguien vaya a despertar a estos sentimientos, aunque para muchos, presumo, que todo lo que hay dentro de  ellas sea ya memoria perdida.

Casas de pajar en la cámara, con piquera que desembocaba en los pesebres. De graneros tabicados donde reposaba la cebada para las bestias y otras semillas cosechadas. Cámaras algunas que todavía albergarán utensilios de labranza como horcas, “viergos” y zarandas que colgarán en sus paredes o en alguna viga de madera. Desvanes estos, donde en sus rincones, entre las telarañas, seguro que reposarán viejas cántaras de metal y ánforas repletas, no de aceite, pero sí de recuerdos. Todo este bagaje de utensilios estoy seguro que echarán de menos al niño que subía temeroso durante la cena a por un melón por encargo de su padre, y que estando allí huía aterrado por las figuras aleatorias que dibujaban las sombras en la pared cuando algún objeto colgante se bamboleaba ante la menor brisa de aire.    

Habitaciones las de estas viejas y desvencijadas casas donde seguirá  estando en alguna de ellas todavía la veterana cama de los abuelos, aquella de hierro con relucientes perinolas doradas, y que ahora,  motivado por la herrumbre, ya no se verá reflejado en su metal el cuadro de grandes dimensiones con la foto en blanco y negro de los antepasados de ellos, fotografía que estará  más que difuminada por el paso del tiempo a pesar de seguir guarecida en un cristal, hoy presumiblemente deslucido con picaduras irisadas que seguirá donde siempre,  colgado en la pared haciendo guardia a la vieja cómoda.

 Hogares los que describo que quisieran seguir manteniendo el olor a viejas lumbres de palos de olivos que crepitaban en el fuego en el invierno entre el murmullo de los hervores de su savia que se derramaba por el liso corte producido por el hacha. Muros y paredes los de estas casas hoy  agonizantes que fueron empapados hace años por espesos y rancios sabores a morcillas y chorizos en aquellas matanzas añoradas, y que hoy olerán a humedad y a aire viciado. Casas estas, muchas de ellas bañadas hace tiempo a las puertas del otoño por el aroma a matalahúga, mezclándose  a veces este olor con el de los tomates de la huerta que eran triturados para la conserva.

Hogares estos donde nacieron niños que castigados sus padres a no tener libros de recetas de cocina, tuvieron  la fortuna de jugar sin juguetes en la calle hasta bien entrada la noche. Las voces de sus madres llamándolos a gritos para acostarse me parece haberlas oído hoy cuando entrando con sigilo en mi ensoñación a una casa como las que describo, me he encontrado en un puchero de barro estos recuerdos que comparto contigo, recuerdos todos de un pasado feliz vividos por mí en un pueblo llamado Torredelcampo, en el que aún me parece seguir jugando con mis amigos, aquellos  que en la calle pasábamos las horas,  Amaral.

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