La tarde fría de diciembre va
agonizando lentamente. Los últimos rayos de sol alumbran con una luz mortecina los
tejados de mi pueblo. En el corral, un gallo canta triunfante porque se ha
quedado dueño del harén. Su contrincante, dentro de unas horas cantará en la
sartén. Es Nochebuena. Cansadas, las aceituneras en un desfile de alpargatas de
lona blanca, van entrando en el pueblo. Sus casi mudos pasos se mezclan con el
afónico y apenas perceptible del producido por el de las albarcas con las que los hombres arropan
sus pies. Declina la tarde al tiempo que el humo de las chimeneas crea una
neblina abrigando las calles. Los últimos mulos con su carga de aceituna al son
de campanillas que cuelgan de su cuello,
se dirigen al molino. Algunos niños con pantalones cortos, ajenos a todo,
juegan a las bolas restregando a veces sus arrecidas piernas entre el barro de
la calle. Otro grupo de niñas juegan a la pata coja al “corache” sorteando una
maraña de rayas y cuadrículas dibujadas en el blando barro. El niño aceitunero
que siendo niño dejó de serlo para ganar un jornal, portando una boina capada con la que se cubre
su rasurada cabecita, pasa ante estos niños con muestras de preocupación. Teme
la reprimenda de sus padres por haber roto trabajando una de sus alpargatas.
Medio jornal tendrá que dejar esta noche por la compra de otras nuevas en casa
de Lucia, la de la tienda de la calle las Cruces.
La noche no se hace esperar. Se observa un
inusitado movimiento de gentes en las calles aromatizadas ya por el humo de
algunos adelantados guisos que expanden las chimeneas. Se oyen carrascas y panderetas fabricadas a
golpe de navaja. Los tapones de la cerveza aplastados sirven de címbalos
emitiendo un sonido estridente. El Chache vende zambombas adornadas con rizos
de papeles coloridos. Los tenderos atienden a las clientas cortando con la
afilada bacaladera tajos de bacalao salado y famélico además de apergaminado
que servirá para reforzar junto con algún pequeño trozo de tripa fina de salchichón
de más que sospechosa carne grasienta, el sustento de la talega de la jornada
de mañana. Más tarde, grupo de mozos, de
ronda, van por las calles desgranando risotadas y villancicos. En la casa de la
moza interpretan “De quién es esta casa grande, con tantísimos balcones”. El
padre de la muchacha se hace visible portando una botella rizada de anís
Machaquito que circula de mano en mano. La futura suegra se hace también ver
agasajando a los presentes con mantecados elaborados en el horno como aguinaldo.
En otras casas suenan zambombas fabricadas con viejas orzas cubiertas su
abertura con piel de conejo y como instrumento de percusión el carrizo de un
“salao”.
Hace un frio que araña la cara y
la gente anda presurosa por las calles. En la rampa entre los Jardinillos y la
fuente de los Caños, unos niños entre los que me encuentro, con una lata, han
derramado agua del pilar en los adoquines de la pendiente que al momento ha
cristalizado. Nos escondemos detrás del quiosco del Vegeto, el de la esquina con
el Camino de la Estación observando cómo la gente va cayendo al suelo dando
trompicones, amontonándose a veces. ¡Qué cabrones éramos! Hay grupos que van cantando villancicos. Los
peces ya bebían en el rio por aquella fecha y Holanda tan lejos ya se dejaba
ver. Pero villancico como “Madre en la puerta hay un niño” cantado por mi
madre, era como una canción de cuna. Los abuelos entonaban otros con letras viejas
y soniquetes que llegaban al alma. La cena será hoy en casi todas las casas especial.
En otras, unas pocas de “rosetas” para los niños y unas batatas cocidas con
azúcar y canela marcarán la diferencia esta noche. No se oyen ni cohetes ni
petardos, pero Juanito, el Ito, explosiona en cada esquina a golpe de garganta
todo un arsenal. En la confitería que está a pocos metros de La Peña, a través
de la puerta de cuadriculados cristales, se observa a Luis y a su padre Santiago, los confiteros, atendiendo a los
parroquianos que demandan vino dulce que les ayudará a deglutir el polvorón que
allí mismo consumen. <<Sólo quedan roquetas>>, le comenta una
señora a otra en la puerta del establecimiento.
A medianoche, en la Misa del
Gallo, don Federico, el prior, desde el púlpito derramará su sermón sobre la
venida al mundo del Redentor. Durante la
homilía el sochantre vistiendo faldones de roquete para la ocasión igual que el
monaguillo, sacará a la calle al borracho de siempre, aquél que a los pies del
púlpito año tras año interrumpe la homilía. Es noche avanzada y el silencio se
abraza con el frio relente. El runruneo de los rulos del molino de don Justo en
el Camino de la Estación expande su cansino eco también en Nochebuena. El niño
aceitunero duerme desde hace horas lo mismo que otros muchos como él. Mañana,
por ser Navidad, tendrán que coger aceitunas entre la escarcha, arrastrando
además, el barro de la “sarpa”.
Así eran aquellas navidades de mi
infancia. Puede que fuera en el 58, o en el 59, y por qué no en el 57. ¡Qué más
da! El pueblo, los habitantes, y las costumbres, año arriba o abajo sigue
estando todo impoluto durmiendo en los pasadizos de mi mente hasta que llegada
la ocasión consigo despertar evocaciones
como estas que he narrado.
!!FELIZ NAVIDAD!!
!!FELIZ NAVIDAD!!