domingo, 2 de enero de 2011

LA ESCUELA. UN MAESTRO, DON JACINTO.

                                                 D.Enrique Fernández Planet. Curso 52/53 Escuelas del Caminillo
                                                         
           

                                                   Doña Teresa y sus alumnas. Años 50. Escuelas del Caminillo 


                                                    Doña Anita y sus alumnas. Años 50. Escuelas del Caminillo.







Mi casa estaba muy cerca del grupo escolar, tan solo tenia que bajar la calle atravesar el puente del arroyo y  subir el Caminíllo. Subiendo por el conocido Caminillo, a la izquierda existía un altozano con algunos arbustos espinosos a los que llamamos "camproneras" que daba paso a una gran explanada que llegaba hasta la antigua carretera nacional. En el margen derecho existía un muro que circundaba toda la calle hasta llegar al depósito de cereales. Este muro servia para proteger una tierra de labor que estaba en una hondonada salpicada de algunas higueras.

Los colegios estaban ubicados en un edificio esquina  con la calle San José. Los de las niñas estaban a espaldas de los ya referidos pues hasta ahí llegaba el grado de ostracismo sobre los sexos.

Para entrar a mi escuela primero había que subir una amplia escalera de aproximadamente unos diez peldaños. En la primera planta a izquierda y derecha había sendas aulas, al fondo, estaba el patio con otras dos escuelas situadas a la derecha del mismo. Frente a las mismas estaban las letrinas. De la primera planta salía también un tiro de escaleras que comunicaba con la vivienda de la familia que limpiaba y adecentaba las instalaciones.

La clase de don Jacinto estaba al final del patio. Don Jacinto era un hombre entrado en años que se hacia de querer. Era delgado, de pelo canoso, de estatura mediana con algunas arrugas en la cara; de aspecto bonachón pero cascarrabias, y digo esto último porque cuando repetía alguna cosa lo hacia poniendo siempre mucho énfasis con una voz fuerte y grave pareciendo que estaba enfadado.
Los pupitres eran de madera bipersonales de tablero inclinado con un orificio en la parte superior para los tinteros, como también una hendidura para depositar los lápices. Debajo del tablero había una balda para dejar los libros. Los asientos de estos pupitres recuerdo que eran abatibles de tablillas.
Los primeros pupitres cercanos a la mesa del maestro estaban destinados a los alumnos más aventajados habiendo uno a su izquierda para aquellos dos que destacasen por encima de todos, de modo que existía una lucha para ver quién podía disfrutar de ese privilegio. Yo disfruté muchas veces de ese privilegio –si es que lo era-. También recuerdo a muchos de mis compañeros de clase, muchos de ellos hoy ya desaparecidos.  Por aquél tiempo íbamos casi todos con el pelo cortado al cero, los menos tan sólo con un pequeño flequillo y no es por moda como ahora, pero había dos razones para ello, la primera por higiene y la segunda el ahorro de cara al coste de la barbería. Algunos compañeros de clase tenían unos rodales blancos  que desprendían escamas como la caspa y que tal vez fuese tiña. Les untaban yodo, y para mitigar ese mal aspecto solían ponerse una boina.
Don Jacinto siempre procuraba estar atento a la puerta de entrada ya que al menor descuido se escapaba alguno a los que no les gustaba la escuela, y por consiguiente él se disgustaba. 
No recuerdo bien si fumaba o no aunque por su constante carraspeo que terminaba casi siempre con un golpe de tos, sospecho que si. 
Le gustaba pasar revista de manos y de uñas. Para tal menester ostentaba en la diestra una vara no muy larga puede que de mimbre o caña. ¡Tijeras, tijeras! decía al mismo tiempo que no daba unos pequeños golpes en los dedos que significaba  que había que cortarse las uñas, ¡jabón, jabón, jabón! dando a entender que había que lavarse las manos. Como iba de mesa en mesa algunos hasta que llegaba aprovechaban para con saliva quitarse alguna mugre.
Siempre que recuerdo a este buen maestro recuerdo a Machado:
       
                                     Una tarde parda y fría de invierno
                                     los colegiales estudian,
                                     monotonía de lluvia tras los cristales...

El recreo a media mañana lo disfrutábamos en el patio interior, aunque no teníamos restringida la salida a la calle. El el patio existía un pilón no sé para que uso y nos metíamos dentro empujándonos unos a otros. También jugábamos a las bolas o canicas pero lo solíamos hacer en el Caminillo, el suelo de esta calle era irregular y se adaptaba mejor a este divertimiento, ¡Titaso y palmo! gritábamos. A mi no se me daba mal, siempre tenia en mis bolsillos algunas bolas. Las más valiosas eran las cristalinas, claro que jugando con ellas las manos con el roce en el suelo adquirían un grado de suciedad tal que por este motivo don Jacinto muchos días nos lo reprimía de la forma que ya he descrito anteriormente aunque nuestras madres seguro que nos las limpiaban  al llegar a casa como la mía hacía con jabón y estropajo de soguilla.     
A veces recibíamos la visita del dueño del cine Moyuelo repartiendo entradas gratis. ¡Sorpresa!  A la hora de entrar teníamos que volver a casa a por un real, y la mayoría de las veces ponía la misma película: La Moza del Cántaro.
Los libros de texto que utilicé mientras estuve siendo su alumno recuerdo que fueron: El Catón Moderno, Hemos Visto al Señor, y por último el ya célebre Alvarez primer grado, libros estos con los que me forjé en esta mi primera escuela.
Recuerdo también cuando trajeron al colegio  unos bidones de cartón duro de aproximadamente veinticinco quilos  con un rotulado en el que se veían unas manos entrelazadas y al fondo la bandera de barras y estrellas, la misma que aparecía en las películas del oeste americano. Aquello no era otra cosa que leche en polvo. A partir del día siguiente de su recepción la señora que tenía vivienda en el grupo escolar y que cuidaba de la limpieza fue la encargada de calentar el agua a diario para posteriormente añadirle en justa proporción parte del contenido de aquellos envases cilíndricos con tapadera de metal cubiertos y protegidos en su interior con un saco de papel parafinado. Para mi era un calvario tomar aquella leche a pesar de llevar de mi casa en un papel un poco de canela molida y azúcar que le añadía para mitigar su desagradable sabor. No era así el queso que se degustaba por las tardes. Don Jacinto me mandaba a mi y a otro alumno a su casa a por las raciones. Estas venían en envases metálicos de color amarillo de aproximadamente cinco quilos. Dentro estaba el queso de color calabaza en porciones cortadas separadas en capas por papel también parafinado. El pan lo llevábamos cada uno de nuestra casa. 
 Algunas tardes era norma de obligado cumplimiento el asistir a catequesis a la parroquia –a la doctrina-. El párroco don Federico si respondíamos bien a las preguntas que nos hacia sobre el catecismo nos entregaba unos vales de color amarillo con puntos que íbamos guardando para luego con cierta cantidad de ellos entregarnos un juguete; juguetes los cuales guardaba en un armario de rejilla en la sacristía. Yo coleccionaba estos vales con mucha ilusión,  pero a pesar de tener una buena cantidad de ellos para mí no hubo nunca tal juguete. Sufrí una desilusión.
Cuando hice la primera comunión mis padres invitaron a la ceremonia a don Jacinto. Terminada la misma nos dirigimos a mi casa donde disfrutamos de un estupendo chocolate con dulces hechos por mi madre. Recuerdo que mi madre había adornado la casa con unas macetas de azucenas. Yo me sentí muy alagado con su presencia.
Tristemente le vi llorar un día. Ese día también lloramos muchos. Fue cuando perdió a su esposa.
El  respeto y cariño que he sentido por este hombre se ve reflejado en el sentimiento de algunos que también le conocieron y que me lo han manifestado cuando ha salido a colación en algunos de mis asiduos viajes al pueblo.
Personas así no deben caer en olvido en un pueblo como Torredelcampo. Lo menos que se merecía es tener una calle con su nombre. Pero hoy desde aquí si es que aún no tiene calle, yo le abro una avenida, la más amplia, la más recta... como así creo que fue su vida.
                   
Muchas gracias al maestro que me hizo amar a la escuela.




2 comentarios:

  1. Es una maravilla seguir contando con los retazos de la vida de antes de nuestros antepasados en el pueblo!!! Gracias por seguir escribiendo sus recuerdos...

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias. Sus palabras me animan a avivar mis recuerdos.

    ResponderEliminar