PEPE, EL HIJO DE CARMELA
Uno de los que volvieron.
Era de noche cuando le vi marcharse del pueblo a mi amigo Pepe. Lo hizo en un camión como vulgar mercancía, ni tan siquiera en el tren o en el autobús. No había para más. Él era mercadería joven que esperaba alguien lejos del pueblo comprar a mejor precio del que pagaban al alba en la plaza de aquí en aquél mercado excedente y siempre rebosante de jornaleros que iban a venderse, o mejor, alquilaban su desgracia a diario sin contratos ni papeles de por medio.
Mandaban otros tiempos; mandaban los que siempre mandan, aunque tristemente algunos no mandaban entonces ni en su hambre.
No sé si llovía o no esa noche, pero lo cierto es que algo húmedo nubló mi vista cuando las luces de aquél camión conducido por un familiar suyo se perdieron en la noche confundiéndose entre el pobre brillo de las bombillas que colgaban oscilando en la calle; sus débiles destellos llegarían a multiplicarse estoy seguro en el agua del pilar de la Puerta Jaén y provocarían un centelleo en el agua al compás del movimiento ondulante que produciría el chorro al caer en el abrevadero. Esas seguro, serian las últimas luces del pueblo que vio aquella noche mi amigo Pepe.
Pasado el tiempo volvió harto de perder batallas más que de ganarlas, empapado de chirimiri y de beber “chiquitos” dejando allí entre sus buenos y malos recuerdos su “chapela” de “maqueto”. Me dijeron que su resabio indómito por tantas cornadas como la vida le dio lo demostró en los años aquellos de reuniones clandestinas en aquella otra tierra que no era la suya pegando y sujetando en los muros con nocturnidad escondido entre las sombras pasquines con la palabra libertad.
Cuando volvió lo hizo peinando canas y sin su acento torrecampeño, que estoy seguro de que sin querer se le cayó a la ría el día que llegó a Bilbao. Pero regresó a su tierra, la que se alegraría el día que lo vio nacer y que lloraría cuando prematuramente se forjó hombre siendo niño contemplándonos esta nuestra tierra, la suya y la mía, a él y a mí, a los dos juntos, cuando jugábamos a ser mayores con nuestros juguetes que no eran otros que las herramientas. Éramos niños como salidos de la pluma de Dickens en aquellos años de leche en polvo y mandiles blancos almidonados mientras repartíamos la enseñanza de la escuela con la otra escuela en el aula infinita del campo aprendiendo a distinguir las avenas en el sembrado, y a trabajar padeciendo el picor de la parva y el frío aceitunero comprado en aquella plaza. Y más tarde para colmo nuestro Mathausen...
Esto último me lo recordó un día cuando nos vimos en el pueblo, cerca de donde una madrugada fuimos a buscar un jornal al tiempo que comparábamos ahora riendo nuestras prominentes y vergonzosas curvas abdominales. Le dije que aquello fue para mí la peor etapa de mi vida, y que siempre quise borrar del disco duro de mi memoria, pero hoy he cambiado de opinión y quiero airear aquello porque a veces necesitamos y dicen que es bueno desahogar la oscuridad escondida que cada uno llevamos dentro; el sufrimiento, la desazón, la rabia contenida, las miserias y las tristezas pasadas.
Aquélla desdicha padecida por ambos, en aquél execrable y maldito corralón, donde tanto trabajamos en condiciones infrahumanas, sin horas, sin seguridad social, sin papeles, insuflando polvo de cemento que carcomía nuestros tiernos pulmones y que escupíamos mascullando improperios y maldiciones impropias a nuestra edad cuando nuestras manos sangraban por los pulpejos, lo mismo que sangraba el alma de nuestros padres cuando nos tenían por este motivo hasta que partir el pan a la hora de comer porque éramos incapaces de hacerlo por las heridas.
Éramos niños y trabajábamos como hombres, pero soñar no costaba nada, y soñábamos abrazando la idea de un mundo mejor, departiendo y abrazando también a cuantas mujeres se atrevían a entrar en nuestros oasis de fantasías. Éramos como digo hombres siendo niños, los cuales fuimos condenados a no disfrutar de nuestra pubertad y adolescencia.
Hoy los medios de comunicación dan a veces la noticia de la explotación en el trabajo de los niños, y dicen que lo siguen haciendo en países muy alejados del nuestro. Pero esta nuestra historia no es muy lejana, y nos pasó a nosotros aquí, en nuestro pueblo. Por eso quiero hoy sacar a la luz sin vergüenza ni tapujos esa desgracia nuestra, que no sólo compartimos nosotros dos, sino tantos y tantos otros de nuestra edad, que aún vivirán muchos de ellos y pueden dar testimonio de lo que escribo. Todo porque si el trabajo hubiese sido bueno, se hubiesen quedado con él los otros, aquellos a los que me he referido antes, los de siempre. Pero rehusaron de él, y nos lo dieron a nosotros.
Por eso me duele el alma cuando sale a la luz pública de que aún existen negreros como los de entonces. Más de doscientos millones de niños dicen que sufren hoy en día en el mundo la explotación en el trabajo. Niños a los que se les humillan, maltratan, alquilan y hasta los venden sin que nadie de los que mueven los hilos del poder y la riqueza mueva un músculo para reparar esta monstruosidad.
Después de lo narrado me siento más a gusto, y supongo que cuando este escrito llegue a sus manos dirá que me he quedado corto.
Habrá quién me pregunte, que quién es mi amigo Pepe. A quien lo haga le diré que es: José Mena Ángeles, pero para mí mi siempre será, Pepe, el hijo de Carmela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario