Año 1968
Recuerdo que estaba aún sin hacer la mili y más tieso que la mojama, es decir, sin un duro en el bolsillo. Era tiempo de vendimia. Creo que fue para la Virgen del Pilar cuando aproveché dos días de asueto en Correos para ir a vendimiar y ganar unas perrillas empujado también por la curiosidad de saber de este trabajo. Fue cuando conocí a Gervasio, Liborio, y Melitón que acostumbraban todos los años a venir a vendimiar desde un pueblo de Cuenca. ¡Vaya cuarteto de nombres, incluido el mío!
Era una mañana fría de otoño, puesto que íbamos con ropa de abrigo. Fuimos
al tajo subidos en el remolque de un tractor (el futuro más que presente)
detrás, partieron también dos carros tirados por caballerías (el pasado).
Atrás quedó el pueblo madrileño que parecía desde lejos despertarse bajo una casi desdibujada y difusa niebla azul sintiendo subido en aquél remolque como el relente me calaba hasta los huesos y la escarcha mañanera mojaba mi cara. Luego, cuando llegamos al tajo, el sol afortunadamente ya empezaba a pintar de amarillo las hojas más altas de las pámpanas de las cepas mientras que el canto de los pajarillos, resonaban en algunas alamedas próximas.
El encargado me agregó de compañero a Gervasio, mientras que Liborio y
Melitón, ya formaban pareja desde que comenzó la vendimia.
Melitón era un hombre de mediana edad, no muy alto con barba de al menos
quince días. Lucía una boina capada con rodales de mugre relucientes y algún
que otro agujero. El pantalón asimismo era casi del mismo perfil que la boina y
puedo presumir que una vez quitado se hubiera podido mantener en vertical por
la mucha suciedad acumulada. No hago mención a sus otras prendas de vestir que
estaban en consonancia con el pantalón, aunque quiero destacar que calzaba unas
albarcas de goma con peales por donde asomaban las uñas enlutadas de los dedos
gordos de sus pies que al ras del suelo podían confundirse con el caparazón de
cualquier hermoso mejillón. No exagero. Asimismo despedía una fragancia que
invitaba al vómito.
Liborio en cambio era un hombre casi de la misma edad que el anterior, alto
y enjuto, que en nada se parecía a Melitón, ya que su atuendo era normal y no
existía en él a simple vista nada que se le pudiera reprochar. En cuanto a
Gervasio era de mi misma edad. Antes de iniciar la faena Liborio ya me lo
advirtió.
-Es muy guarro, mire
usted. Yo voy de pareja con él porque cualquiera no podría. Vive en nuestro
pueblo con su mujer en una cueva.
-¿En una cueva?
-Sí señor, pero no es
una cueva como la que usted se pueda imaginar. No señor. Dentro de ella se está
muy bien, en el verano muy fresquito y en el invierno no se siente el frío.
Tiene hasta habitaciones y por dentro es como una casa cualquiera, pero eso no
quita para que no se lave. A continuación le increpó.
-Melitón, ¿Cuándo fue
la última vez que te lavaste?
Melitón no tardó en
contestar.
-No me acuerdo... esa
es la verdad. -ahora se dirigió a mí tratando con ello de cambiar de tema
mientras sus compañeros reían su ocurrencia.
-¡Tú! ¡Hermoso!
-apelativo cariñoso conquense- ¿Has estado alguna vez vendimiando?
-No señor. Esta es la
primera vez -le respondí.
-Entonces apréndete esto -me dijo, mientras su rostro dibujaba una sonrisa -los racimos son muy tunantes y cuando presienten el filo de la navaja se esconden entre las hojas para que no lo veas. Por eso debes de llamarlos igual que yo lo hago, en voz baja y con cariño. Cada racimo que te dejes en la cepa olvidado, es como medio litro de vino que nadie se beberá y eso no está bien. No señor. ¡Con lo rico que está!
La voz del encargado se oyó dando orden de comenzar la faena, y entonces vi como cortaba racimos aquél hombre. Encorvado él, haciendo con su cuerpo casi la misma figura que la navaja que portaba, Melitón, parecía como si efectivamente llamara como él decía a los racimos y estos le obedecieran, pues era como si sus manos tuviesen imán para atraerlos. Cortaba y cortaba racimos con una agilidad tremenda y los depositaba en el canasto con mucha delicadeza hasta tal punto que me reprimió diciéndome que dejara caer los racimos en la canasta con la suavidad que lo hacia él. Me dijo que lo hiciese como si los racimos fuesen de cristal. Pasados unos minutos ellos ya tenían llena una canasta cuando la nuestra no iba ni media. Liborio nos dijo que fuésemos nosotros los que las lleváramos al tractor, cosa que así hicimos hasta el final.
Íbamos y veníamos llevando al remolque y a los carros unas tras otra, canastas y más canastas de uva tinta, de racimos apretados cortados de cepas argandeñas, viejas ellas, pero vigorosas, retorcidas y llenas de cicatrices que disimulaban sus añejas heridas con la tupida red de sarmientos color rojizo que las guarecían, mientras que sus hojas antes de morir por el ciclo otoñal habían cambiado de tonalidad vistiendo al paisaje de colores verdes, ocres, amarillos y púrpura como el vino que saldría de aquellas uvas.
Así fuimos trabajando hasta que llegado el mediodía se hizo un alto para reponer fuerzas. Entonces
las botas de vino empezaron a correr de mano en mano; de manos llenas de
arañazos, pegajosas por el mosto de las uvas, mientras que al mismo tiempo que
se llenaba el estómago con alguna chacina y pan se trataba de ahuyentar a las
moscas a manotazos. Yo, contemplaba a Melitón que comía a dos carrillos con la
boca abierta mientras masticaba. Cada vez que bebía de la bota hacia un
paréntesis al proceso de masticación para soltar un eructo que de inmediato
Liborio no tardaba en reprimirle, lo mismo que cuando descargaba algunas de sus
sonoras, repetitivas y fétidas flatulencias mientras vendimiaba.
-Mañana lloverá. Las
moscas están muy pesadas y el sol pica mucho. ¡Malditas moscas! –dijo Melitón.
-Es mejor tener
moscas que no tener algo peor a tu lado, que por respeto a que estamos comiendo
no quiero añadir más -replicó Gervasio riendo.
-Sí, es mucho mejor
tener moscas -agregó Liborio.
Yo quise ahondar en el tema y me explicaron que días atrás, antes de la comida, Melitón en un descuido aprovechó para hacer sus necesidades a un metro del rodal donde se iba a comer para tener así a las moscas entretenidas y no molestasen. Ahora me explicaba yo el por qué el resto de la cuadrilla le daba de lado a este hombre apartándose de él comiendo todos lejos de donde lo hacíamos nosotros.
A medida que caía la tarde el cansancio iba haciendo mella en muchos de nosotros menos en Melitón, que no daba muestra de desfallecimiento pues seguía con la cintura doblada y demostrando la misma energía cortando racimos que al principio. Sólo se erguía un poco cuando después de apurada una cepa iba a buscar otra, y cuando a intervalos encendía un cigarrillo con un mechero de yesca de aquellos de ruedecilla dentada, entonces, se le veía envuelto casi de inmediato por volutas de humo azuladas; después, dejaba el cigarro adherido a la comisura de sus labios y esto le producía tos, pero el pitillo cuando esto sucedía seguía pegado como una lapa a él, así, hasta cuando sentía el calor de su lumbre.
Cansados por la ardua tarea regresamos al pueblo cuando la tarde agonizaba y el sol se ocultaba en el horizonte entre nubarrones grises encendidos de un rojo intenso por el fuego del crepúsculo. Luego, al caer la noche aquellos nómadas vendimiadores venidos de provincias y pueblos cercanos se mezclaban en las tabernas con los lugareños saboreando el rico vino argandeño viéndoseles a todos alegres y parlanchines. En mi deambular nocturno me encontré con mis compañeros de vendimia y casi me arrastraron a acompañarles, siendo Melitón el centro de todas las miradas en las tabernas y tascas a las que visitamos por su aspecto andrajoso e indecoroso, pero cuando se calentó un poco por los efluvios del vino le salió a flote ese poeta que todos dicen llevamos dentro y con el vaso en la mano dijo:
-El que bebe se emborracha/ el que se emborracha duerme/ el que duerme no peca/ el que no peca va al cielo/ y puesto que al cielo vamos... ¡Bebamos!
Y acto seguido extendió su mano con el
vaso hacia el nuestro, y brindamos. Yo le dije que me repitiera el brindis ya
que me gustó. Y no sólo ése, sino que se atrevió con algo más:
-Un
gato subió a una parra/ y la parra abajo vino/ y vino sobre nosotros/ y sobre
nosotros... ¡Vino!
Cuando me despedí de ellos, Melitón miró
al cielo y luego dirigiéndose a mi dijo.
-¡Hermoso! Mañana no
iremos a vendimiar, así que esta noche duerme a pierna
suelta.
-¿Va a llover? -le
pregunté.
-Tú lo has dicho hijo, y eso no será bueno para la uva ya que pierde grados. ¡Qué le vamos hacer! Dios es el que manda.
Esa sería la última vez que vi a Melitón y a sus otros dos compañeros de vendimia. Melitón, brujo labriego no se equivocó ya que de madrugada en el silencio de la noche el agua repiqueteando contra los cristales de la ventana de mi habitación me despertó y repasé en silencio todo lo acontecido aquél día de vendimia mientras intentaba dormirme nuevamente.
Hoy también he querido recordar aquél día de vendimia, y en especial a
Melitón, al que con haberlo tratado un solo día le catalogué como un hombre
abnegado paciente y laborioso, y sobre todo buena persona. ¿Cuántos como él
habrán existido en nuestro pueblo? Un hombre éste que le tocó vivir
una etapa llena de penurias y de miserias y que sin habérselo preguntado sé que
era feliz, muy feliz, y no tenía nada, tan solo presumía de aquella vieja y
desgastada navaja con el extremo en forma de hoz con la que vendimiaba. Lástima
que odiara tanto lavarse. Nadie es perfecto.
Que historia! gracias por compartirla
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