De pequeño yo solía subir con mis amigos al cerro. Muchas veces lo hacíamos en las tardes calurosas de verano cuando el silencio de la siesta era alterado por la voz de aquellos que siendo de mi edad pregonaban su desgracia vendiendo “polos” o “tostaos”. Entonces nos encaminábamos por las huertas hasta la montaña a escondidas de nuestras madres. Ya en lo alto, después de asomarnos a la cueva entre las piedras que protegían su entrada nos sentábamos mirando al pueblo que se extendía al fondo, y con la mirada puesta en el horizonte relatábamos una y otra vez aquella vieja historia de que la cueva se comunicaba con la plaza del pueblo.
Desde allí se podía ver también el tren atravesar el valle con su penacho de humo alargado desde que asomaba más allá de Los Hornillos hasta perderse por el puente de hierro de Los Arroyuelos una vez pasado por la estación y el túnel. Los trenes que a esa hora circulaban eran en su mayoría mercancías. El mixto, el balastro, y el correo, así se les conocían, a los diferentes trenes que a diario pasaban por nuestro pueblo. El mixto transportaba el pescado entre otras cosas, el balastro, mercancías, y el correo a pasajeros. A ninguno de nosotros nos gustaba el tren. Aquella máquina era la que se llevaba muy lejos a tantos padres buscando una forma de vida mejor, y a muchos de nuestros amigos que ya no volvían.
Desde allí se podía ver también el tren atravesar el valle con su penacho de humo alargado desde que asomaba más allá de Los Hornillos hasta perderse por el puente de hierro de Los Arroyuelos una vez pasado por la estación y el túnel. Los trenes que a esa hora circulaban eran en su mayoría mercancías. El mixto, el balastro, y el correo, así se les conocían, a los diferentes trenes que a diario pasaban por nuestro pueblo. El mixto transportaba el pescado entre otras cosas, el balastro, mercancías, y el correo a pasajeros. A ninguno de nosotros nos gustaba el tren. Aquella máquina era la que se llevaba muy lejos a tantos padres buscando una forma de vida mejor, y a muchos de nuestros amigos que ya no volvían.
A pesar de todo muchas mañanas cuando no tenia escuela me gustaba ir a la estación a la hora que llegaba el tren correo. Las gentes que esperaban en la estación a esa hora lo hacían con alegría alborozo y la impaciencia propia de la pronta llegada del ser querido. Esa alegría e impaciencia se ponía más de manifiesto desde que el jefe de estación daba unos toques de campana anunciando la pronta llegada del tren. Algunos de los que esperaban no parecía importarle mucho todo ese ajetreo ya que estaban acostumbrados, entre ellos: el funcionario de correos encargado de recoger la correspondencia, también estaban los que se prestaban al transporte de equipajes y bultos desde la estación al pueblo a algún que otro viajante que se apeaba utilizando para ello un rudimentario patín de tres ruedas tirado de una cuerda. Recuerdo aún el ruido de las ruedas de estos patines al deslizarse desde la Esquina Redonda hasta la estación pendiente abajo y a su conductor conduciéndolo casi recostado a todo lo largo del mismo.
Cuando el mismo tren correo regresaba lo hacia a primeras horas de la tarde noche. A mi no me gustaba ir porque la gente lloraba despidiéndose. A esas horas yo desde la esquina de mi calle próxima al Camino de la Estación observaba el lento caminar de los que se marchaban del pueblo. Las maletas normalmente las hacían los carpinteros, así es que cuando veía una maleta nueva que se distinguía por el reluciente brillo del barniz me decía que el drama estaba servido, pues otra familia era la que se marchaba.
Aquél tren más conocido por el correo me llevó también a mí un día. Cuando monté en él pude apreciar que los asientos eran de skay, un lujo comparado con los antiguos asientos de listones barnizados.
Casi doce horas tardó aquél lento y largo convoy en llegar a Madrid que en cada estación y apeadero iba cogiendo viajeros. Noche de insomnio con los pasillos atestados de gentes apretujadas y sin calefacción. Ruidos de martillos en cada parada golpeando las ruedas para detectar por el sonido si alguna había aumentado de temperatura. Voces de los que vendían tortas en algunas estaciones como Alcázar de San Juan mientras la gente dormitaba. Olor a humanidad y a zotal. Magrebíes, militares, expediciones de emigrantes rumbo a Europa y un sinfín más de viajeros. Aquella serpiente interminable de vagones encabezada por una jadeante locomotora llegó por fin a la estación de Atocha resoplando como pidiendo perdón con ello por su retraso y se despojó al momento de toda aquella abigarrada carga humana portadores todos de maletas de madera o cartón y paquetes amarrados con cuerdas, mezclándose aquella ingente muchedumbre con los mozos de equipaje y los carros de los ambulantes de correos mientras por megafonía no paraban de anunciar la llegada del tren denominado ómnibus, procedente de Andalucía, todo ello bajo aquella enorme bóveda, hoy jardín con plantas tropicales la que sirviera en su día para rodar algunas escenas de la película Doctor Zhivago.
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