A todos los que tienen como afición cultivar productos de la huerta en nuestro pueblo.
El sol amarillo de
septiembre refulge sin autoridad en la huerta. Anárquicos girasoles
avergonzados inclinan de forma reverente su panocha hacia la tierra. Sus troncos
encorvados dejaron de mirar y bailar al compás del sol, y como un reloj
averiado se detuvieron en una hora que será la de su decapitación. Algunos
tomates deformes y asolanados muestran su marca blanca entre un tamiz de cañas
y tallos secos de una tomatera que fenece producto de un sol implacable habido
en un verano largo y tórrido. En septiembre si bajan las temperaturas y se
riegan con agua de lluvia, de nuevo brotarán tallos verdes y parirán nuevos
tomates otoñales, los que, al arrancar las matas en octubre, en mis tiempos, se
llevaban estando verdes a las cámaras y se consumían a medida que su color rojo
los delataba.
De las matas de pimientos
cuelgan algunos arrugados y diminutos con un sello negro producto de las
canículas habidas en siestas implacables. A su lado, en cambio, las berenjenas
muestran orgullosas un sinfín de frutos que como bombillas cuelgan de sus matas
esperando alumbrar el apetito del hortelano.
Este sol dorado de septiembre
intenta día tras día pintar del mismo color a los membrillos que verdes aún van
perdiendo esta tonalidad poco a poco al mismo tiempo que se sacuden de la
pelusa que los envuelven, será en su punto de madurez cuando adquieran el color
rubio característico de ellos. Bajo la sombra de este pequeño árbol cargado de
frutos dormita una hermosa calabaza alargada (carrueco) que por su tamaño desde
lejos bien parecía un niño acostado dormido este por el sonido monótono del
chorrillo de agua cayendo en la poza que desde ahí se percibe.
Las hojas de las higueras
languidecen con el paso de los días, y en sus ramas altas, de algunos higos amnistiados
dan cuenta de ellos los gorriones. Pronto, sus hojas caducas irán cayendo bajo
su copa hasta que la escoba de húmedos vientos otoñales barran su ruedo. Las
matas de judías trepan secas por el encañado que la sostuvo cuando daban “habicholillas”.
Ahora, solo sostienen algunas vainas que servirán para varios pucheros de
habichuelas que el hortelano espera degustar más adelante.
A las granadas que
cuelgan del granado parecen que le han dado una capa de barniz ya que su brillo
refulgente parece querer con ello alumbrar y dar vida a las matas de pepinos
que casi secas, todavía se aprecian en ellas algunos pepinillos encorvados. En
otros tiempos estos se consumían en vinagre. El ciruelo vigoroso, presume y
parece recordar con el verde intenso de sus hojas de su abundante cosecha color
sangre, parida a principios del verano. Un viejo melocotonero cargado de ramas
secas sin frutos, muestra algunas de ellas con hojas en su punta de colores
verdes, amarillos y rojos que presumiblemente pronto morirán.
La huerta en este tiempo
se vuelve triste y no se acostumbra al silencio. Los gritos de los nietos del hortelano jugando
en el huerto dejaron de oírse. Ahora, en el parral que da sombra a la terraza
del chiringuito las avispas clavan sus aguijones en los racimos que cuelgan de
su entramado teniendo como aliado el silencio. Otras, a pocos metros de una
alcaparrera saborean apiñadas un hueso tal vez de la última comida familiar
habida. Al verano ya le quedan pocos días y la huerta que estuvo su esplendor en
esta estación va muriendo lentamente.
Pero no todo muere en la
huerta. En un pequeño bancal rectangular allanado apuntan rábanos recién germinados que antes de
final de mes estarán en la mesa del hortelano y de algunos de sus amigos, y
servirán de complemento al “panaseite” junto con unas aceitunas de “cornisuelo”
y una raspilla de bacalao. Un lujo para paladares torrecampeños.
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