martes, 24 de septiembre de 2024

LO QUE HIZO CAMBIAR UNA VIDA.

 

LO QUE HIZO CAMBIAR UNA VIDA.

Esta historia encierra una más que evidente moraleja al final.

Aquella tarde de verano el calor era asfixiante, aunque dos horas antes de morir el sol algunas bocanadas casi continuadas de aire hicieron refrescar algo el ambiente. El toldo que protegía el patio de la casa de Juan crujía como las velas de un bergantín azotadas por un viento de popa. Hacía poco más de media hora que este hombre protagonista de esta historia se había quedado solo en casa, pues su mujer había salido a hacer una visita y tardaría en regresar. Estando sentado en una hamaca en el citado patio, una idea cruzó por su mente, la de ir a regar tres olivas que había plantado el pasado otoño en uno de los claros de un olivar situado en uno de los parajes de la campiña. No lo dudó ni un instante puesto que si no se demoraba volvería antes del anochecer y antes de que lo hiciese su mujer. Llenó tres garrafas repletas de agua y las depositó en su viejo, pero aún útil todo terreno que tenía aparcado en la cochera de su vivienda.

Después de más de media hora de viaje dejó el asfalto del carril y se internó por otro terrizo que le conducía hasta su olivar. Diez minutos después estaba ante aquellas tres olivillas que iban a agradecer el riego pues su aspecto casi marchito por el calor y la sequedad de la tierra lo delataba. Esperó sentado viendo como el agua se iba lentamente internando en la tierra de las pequeñas pozas circulares de aquellas tres promesas que con el tiempo llegarían a ser tan frondosas como las del resto del olivar, aunque a sus ochenta y dos años, aseguró para sí el día que las plantó, que poco iba a disfrutar de sus frutos, no así su hijo y sus nietos quienes tendrían otro motivo más para recordarlo.

La tarde iba agonizando lentamente. Ahora, las ráfagas de aire eran más continuadas. Las ramas de los olivos se mecían a su compás columpiando a su vez a las abundantes aceitunas lo que hacía presagiar una buena cosecha. Con un azadón, después de que la tierra se hubiese bebido toda el agua, protegió la humedad con otra seca para que más tarde no llegara a cuartearse. Fue entonces cuando se percató desde su posición en el fondo de la cañada donde se encontraba de unos enormes nubarrones negros que con mucha rapidez iban encapotando el cielo. Rápido se dirigió al coche. Un trueno remoto le sobresaltó al tiempo de depositar las garrafas y el azadón en la trasera del vehículo. Un fuerte improperio salido de su boca retumbó en el solitario olivar al comprobar que la llave de encendido del vehículo no hacia contacto porque presumiblemente se hacía quedado sin batería. Lo intentó varias veces sin resultado positivo. Otro segundo trueno esta vez más sonoro que el anterior hizo aumentar más su nerviosismo, tanto que, al querer avisar de su situación a su hijo, comprobó que se había dejado olvidado el móvil en casa. Con la cabeza apoyada en el volante intentó reconducir su situación. Nadie sabía que estaba allí, por lo tanto, lo mejor era darse prisa e intentar llegar al carril asfaltado donde tal vez con suerte pudiera pasar algún vehículo, aunque dado lo avanzado de la tarde sería difícil, pero debía arriesgarse. Otra vez, un fuerte y resonante trueno inundó cañadas, colinas y valles circundantes.  Mientras caminaba con dirección al carril, gruesas gotas de lluvia no tardaron en empapar la camisa y el pantalón que vestía mientras que el agua al golpear con fuerza el sediento suelo levantaba polvo.  Al poco, la penumbra de la agónica tarde se vio adelantada por el gris de la tormenta. El sol se había ocultado en un horizonte púrpura, y ahora se defendía de los nubarrones filtrando su color granate entre los grises de las nubes.  

Debía darse prisa y llegar cuanto antes al carril asfaltado. La oscuridad total no tardó en aparecer. Empapado por la lluvia caminaba a tientas por el carril terrizo sorteando entre el barro desniveles. Un relámpago iluminó durante un segundo el entorno y comprobó que caminaba fuera de las huellas del carril terroso. Estaba desorientado y no sabía que dirección tomar dada la oscuridad reinante. Caminó durante un buen trecho por una pendiente donde en una profunda cañada bajaba un torrente de agua de la tormenta que era imposible atravesar. Retrocedió, y al poco, lo escarpado del terreno junto con el barro le hizo resbalar y rodar por la inclinada rampa varios metros. Durante el infortunado deslizamiento su cabeza chocó contra unas piedras y esto le hizo perder la noción del tiempo durante un corto espacio. Cuando despertó, la cabeza parecía que le iba a estallar. Se acarició la calvicie para comprobar que no tenía ninguna herida, aunque no sabía si sangraba porque la falta de visibilidad le impedía distinguir el líquido viscoso de la sangre con el de la lluvia. Caminó durante un buen trecho por entre las olivas extraviado. Sentía escalofríos motivados tal vez por la bajada de su temperatura corporal.

La tormenta, aunque algo debilitada continuaba. Dejó de avanzar cuando al fondo de una calle entre dos hileras de olivos la luz de un relámpago iluminó de manera fugaz la figura de una persona que permanecía quieta como esperándole. Su silueta volvió a proyectarse con el resplandor de otro relámpago. Era esta una figura humana vestida todo de negro que portaba un farol o algo parecido pues su débil luz centelleaba a vaivenes a la altura de sus rodillas. Juan le gritó una y otra vez solicitándole ayuda sin obtener respuesta de aquella presencia. Un escalofrío muy distinto de los anteriores, esta vez producido por el miedo, casi petrificó a Juan.  

Corrió de forma desesperada en dirección contraria de donde estaba aquél extraño ser. Pasado un rato de navegar entre el barro tomó aliento. La tormenta parecía haber amainado y con ello la lluvia. Algunos claros entre los nublos por los que se colaba el resplandor de una rebanada de luna iluminaron débilmente un torreón y los cortijos adyacentes que él conocía muy bien. Ahora sabía dónde se encontraba. La preocupación que tendría su mujer y su hijo no dejaba de inquietarle, pero esta intranquilidad quedó sepultada cuando aquella misteriosa figura volvió a aparecer nuevamente. Esta vez se hizo el valiente y con un palo de olivo que encontró en el suelo quiso hacerle frente yendo hasta aquella sombra, pero dados unos pasos desapareció de manera instantánea. Siguió avanzando hasta llegar a encontrar el carril asfaltado y esto le tranquilizó. Atrás quedó el montículo con el torreón y los cortijos inhabitados a medida que caminaba con dirección al pueblo. Llegado a un llano de la carretera antes de alcanzar a una casi derruida cortijada, plantado en mitad de la vía volvió de nuevo a aparecer aquél insólito personaje de negro oscilando aquel farol o linterna. La luz de dos vehículos que venían en su dirección hizo evaporarse de nuevo a la inquietante figura.

Los dos coches pararon al ver a Juan. Uno de ellos era el de su hijo, y de él se bajó éste y un sobrino. Del otro vehículo se apearon amigos de ambos que preocupados habían salido a buscarlo. Después de los abrazos y dar explicaciones, Juan no paraba de preguntar.

- ¿Lo habéis visto… lo habéis visto?

- ¿A quién? Respondían ellos.

-Pues a quién va a ser, al tío vestido de negro con un farol en la mano.

Unas miradas cómplices entre los recién llegados fue el principio para que a partir de ese momento la vida de este octogenario cambiase de manera radical. Juan no dejó de comentar durante los primeros días después del suceso todo lo que le acaeció a familiares y amigos, pero dejó de hacerlo cuando percibió que todos creían que había perdido la cabeza, o como le oyó decir a su nieto <<Al abuelo se le ha ido la olla>>Ya no le dejan conducir ni tampoco se relaciona con apenas nadie, y lo que más le duele es el tono de voz que todos emplean para dirigirse a él, el mismo deje que se llega a utilizar cuando un niño hace una trastada. Pobre hombre.

El suceso cuya veracidad solo es cuestionable las visiones de este hombre fruto tal vez del golpe que se dio en la cabeza, encierra un mensaje de prevención y advertencia para todos aquellos a la hora de ir a realizar trabajos en el campo, la de NO OLVIDAR DE LLEVARSE EL MÓVIL. 

Así pues, a ti mujer dirijo este mensaje. Recuérdale a tu padre, a tu marido, o a tu hijo antes de salir a trabajar al campo que no olviden el teléfono. Te lo agradecerán y tú quedarás más tranquila.

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