Por extraño que parezca, siendo un niño, yo tenía tres abuelas. Una de ellas se marchó en el atardecer temprano de su vida entre los sollozos y las lágrimas de cristal de aquél chiquillo que fui yo. Otra, años más tarde sacó billete una noche con destino a la eternidad y se fue en aquél tren que nunca subió en vida confundida entre tantos emigrantes. Ambas abuelas supieron inculcarme el amor, el cariño, y la devoción, por aquella otra, la tercera, la más longeva de todas, la más venerada y reverenciada por mis ya nombradas abuelas, por sus padres, por los padres de sus padres y por todos sus ancestros, me estoy refiriendo aunque ya lo habéis adivinado a nuestra querida abuela Santa Ana, Patrona de Torredelcampo.
En la plaza de nuestro
pueblo, con el resplandor de un
crepúsculo de amapolas que parecían competir con nublos grises de
colgantes jirones donde los vencejos parecían beber de ellos, nuestro pueblo,
representado por la máxima autoridad local así como la eclesiástica encarnada
por el obispo de nuestra diócesis, y otras autoridades provinciales,
proclamaron a nuestra Patrona Santa Ana, Alcaldesa Perpetua entre el volteo de
campanas, música, himnos, además de cánticos en su honor y palabras que me
llegaron al alma en las que el viento se encargó de arrastrar hasta mi tierra
adoptiva ayudado por la tecnología.
Nunca, nadie, tan solo
los de mi edad y algunos más jóvenes, habrán visto nuestra plaza tan
concurrida. Y esto me hizo recordar durante la eucaristía aquellos domingos
dormidos de mi niñez y adolescencia donde nuestra plaza rebosaba de mocerío en
atardeceres de moñas y camisas blancas de tergal; manifestaciones aquellas de
entonces sin autorización gubernamental y sin más pancartas que las miradas en
las que al cruzarse en cada una de las vueltas nos dirigíamos los enamorados.
Al evocar este recuerdo aproveché para dar las gracias a Santa Ana, por aquella
novia que en esa plaza encontré y que sigue siendo el norte de mi vida, mi
esposa.
Son tantas las cosas
por las que te debo dar las gracias querida Santa Ana, que incluso te agradezco
aquellos días de más dolor en los que estuve sumergido a lo largo de mi ya
dilatada vida. Te agradezco hasta la tristeza y la huella que dejó en mí al
despedirme de mis seres que hoy morarán contigo.
Nunca, ya lo he repetido,
desde los tiempos narrados nuestra plaza albergó tanta gente. Después de tan
solemne acto, nuestra Patrona procesionó por las calles de nuestro pueblo. Me
cuentan que hasta el cielo lloró de emoción algunos minutos durante su
recorrido.
Vuelvo la cabeza desde
mi ordenador en el que escribo y allí están Ellas. Un cuadro de Santa Ana y la
Virgen Niña adorna desde siempre mi despacho. Espero que asimismo nuestras
sagradas imágenes cuelguen en el salón de plenos de nuestro consistorio para
que iluminen las decisiones que deban tomar nuestros regidores actuales como
también los que los precedan.
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