Hoy he querido buscar aquella vieja vereda, aquella que yo recuerdo llena de polvo y de piedras. Aquélla que atravesaba rastrojos antes de llegar a la era, poblada de cardos secos, de vilanos que eran libres y volaban por las siestas, y de hormigas afanosas que almacenaban cosechas, cuando remolinos de paja presagiaban tormenta, con un sol abrasador días antes de la feria. Entonces no dormía el pueblo ni siquiera por la siesta, ni aquellos gorriones escondidos entre las tejas.
Sombreros de paja, y en
la era, vueltas y vueltas. Sueño con aquel camino que me llevaba hasta la
trilla, mi caballico de la feria, donde más tarde se oía: cuatro cuartillas una
fanega. En el pueblo, por calles casi desiertas, la voz de un niño rompía el
silencio, el silencio de la siesta. Garbanzos tostaos vendía, llevando al brazo
una espuerta. Otros, en cambio, tenían más suerte trabajando en las eras. En la
tarde, el sol y la sombra juegan, menos aquellos niños que bebían leche en
polvo en el patio de la escuela, de maestros de un solo traje, aquellos
maestros de las letras con sangre entran.
Vereda de mis recuerdos
enterrada en casas nuevas, vereda en la que siempre me acompañaba el silbido de
una canción, no de la animadora, sino de aquello que llamaron twist y que sonó
en el sesenta.
Qué tristeza siento hoy
al ver tantas casas cerradas, tantas como hay, todas con puertas viejas, de
tejados ondulantes a los que les faltan algunas tejas, casas donde jugaron sin
juguetes aquellos niños de posguerra. Aquellas bulliciosas calles, hoy, aunque
transiten gente, para mí que están desiertas.
Pueblo, que sigues
dormido, llorando viejas vivencias.
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