El astro rey se va hundiendo lentamente en el horizonte bañando de púrpura a los olivos. Pronto llegará el oscuro atardecer, pero el campo en primavera no se entristece cuando llega la noche. Un silencio bermellón envuelve el paisaje roto ahora por el último canto del carbonero que con su característico “aguaquí, aguaquí” parece implorar al dios de la lluvia para que de nuevo el agua riegue los olivares.
Me gusta el silencio de
los atardeceres estando en el campo. Echo de menos los cantos lastimeros de los
mochuelos, aquellos que de niño me sobrecogían en aquella campiña infinita de
trigales encañados en este tiempo abrileño; su música apenada murió al mismo
tiempo que el canto retumbante de la perdiz en las cañadas y valles, armonizados
a veces por la flauta del alcaraván. Duele el silencio en la tarde moribunda.
Observo como algunas
bocanadas de un viento amortecido acarician las promesas en forma de pequeños
racimos que emergen entre la hoja y el tallo de las ramas de las olivas,
aquello que en nuestro pueblo le llamamos “trama” y que están a punto de
eclosionar. Hay ramas que debido a su
peso, de forma sumisa y respetuosa se inclinan ante mi como en el ceremonial
palaciego de un besamanos. Otras olivas, en cambio, aquellas que estaban
agónicas por la sequía, muestran avergonzadas solo algún que otro raquítico
ramillete que si florecen, parirán solo contadas aceitunas.
Un gazapillo sale
huyendo a mi paso, al poco, se para bajo la copa de una oliva y no observando
peligro en mí, roe tranquilamente una mata de fresca avena que fue indultada
cuando la “cura”. Una luna en fase
creciente a la que le falta nada más que un mordisco para que esté
llena, aparece en el cielo y pronto bañará de amarillo pálido el paisaje. El
grato zumbido de una abeja me distrae, ¿cuándo descansaran? me pregunto. Aletea
sobre las flores de un frondoso jaramago “jamargo” a quien desprecia. Tal vez
esté confundida por las ondas de tantas tecnologías y no encuentre su colmena,
o puede que ande buscando el néctar de una clavellina “pailla”, planta que
adornaba las siembras en otros tiempos compitiendo con su rojo color con el de
las amapolas y que presumo que por desgracia se encuentra en fase de extinción
en nuestros campos debido a los fitosanitarios.
Lo que más abunda en la
tierra es el paisaje. (José Saramago) Yo lo contemplo admirando como el sol llega
totalmente a sumergirse en un horizonte de sangre.
Me marcho. Triste y
solo queda el olivar inundado por un silencio que sobrecoge. Tal vez, dentro de
unos días, este silencio se romperá por el
de la música de su floración, sonido solo percibido por ellas, nuestra planta
más autóctona, además de bíblica, la oliva.
Todo esto que describo
lo hago desde mi atalaya madrileña, porque a veces, no pudiendo por la
distancia, me gusta pasear por el campo, por el campo de mi pueblo.
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